Mundo de gladiadores, mundo de
esclavos. Cada día, en el patio de entrenamiento, los golpes, la sangre y el
sudor eran sinónimos del esfuerzo hecho por cada uno de los ídolos del pueblo.
Mi figura enjuta y frágil era una
burla para ellos y por más que entrené y traté, no llegaba a ser tan grande
como el más delgado luchador. Cargaba los cubos de agua y envases de escupitajos.
Mantenía las pecheras y espadas brillosas así como las demás armas aceitadas y
listas para el combate. Y aunque era el esclavo de los esclavos, lo que no
tenia de fuerte, lo tenia de astuto.
A mediados de junio, el calor era
infernal y con este llegó un demonio traciano. Daemón era su nombre, tenía fama
de destrozar cráneos usando solo sus manos, de tener ojos en la nuca y ser
diestro en todas las armas que los gladiadores usaban.
Mis compañeros fueron cayendo a
su mano. Avidio, mi lanista, desesperado
viendo como perdía su patrimonio en cada muerte sobre la arena y pensando en ya
no perder sus más valiosos gladiadores, decidió en su locura, que yo iba a
luchar en el próximo combate.
Llegó el día.
La armadura me quedaba grande así
como el casco que me cubría hasta la nariz.
“Los que vamos a morir te
saludamos” – dijimos Daemón y yo como si fuera un chiste. El Cesar no disimulaba su sonrisa y menos la multitud que abucheaba e insultaba.
Daemón se me lanzó hecho una
tromba, su solo aire pasando a mi lado me tumbó al piso. Mi oreja se salvó de
ser cortada por centímetros. Corrí alrededor de la arena mientras los guardias me lanzaban contra mi contrincante. Esquivé la red que me tiró pero caí golpeado
por su tridente. Me arrastré en el piso mientras él me seguía, golpeando con los puños la arena sin siquiera
usar un arma. Llegué bajo el estrado del Cesar, donde había un par de tablones de
madera y dos baldes de brea para su remodelación.
Lancé los tablones que el
traciano partió como palillos con las manos, arrojé los baldes de brea que
apenas tocaron su cráneo, lo único que hicieron fue bañarlo en el negro y espeso aceite.
Me agarró entre sus brazos y
comenzó a aplastar mi delgado cuerpo, del cual sentí las costillas comenzar a
quebrarse, pero gracias a la brea resbalosa logré escurrirme entre ellos para
poder escapar despavorido.
La muchedumbre chilló mi cobardía
al tratar de huir hacia las galerías. Entré refugiándome y antes de que los
guardias me volvieran a echar al ruedo, logré asir una de las antorchas que
alumbraban el lugar y la lancé con todas
mis fuerzas sobre Daemón.
La brea se prendió abrazando su
cuerpo el cual ardió como gigantesca tea. El gladiador gritó enfurecido
corriendo desesperado sin poder apagarse mientras aproveché para lanzarle mi
lanza y mi espada que cayeron en su espalda desangrándolo. Sus propias armas
quedaron regadas en el suelo mientras se revolcaba en la arena hasta apagarse.
Ahora era un monstruo de piel achicharrada,
le arrojé arena en los ojos y fue cayendo como en cámara lenta. Levanté su tridente y lo
clavé en el suelo hacia arriba, justo para atravesar su cuello en la caída en donde quedó insertado.
No oí a la multitud, el
silencio era tal que escuchaba mi propio corazón palpitando. Un rugido
se levantó en las gradas y me sentí aupado en peso por mis compañeros que
me llevaron delante del Cesar que lanzó un bufido tirando todo un saco de
denarios al cónsul con el cual había apostado.
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