*Capítulo 9 de la historia por partes perteneciente al Proyecto Fobia del Blog La Celda Acolchada, escrito por grandes compañeros y amigos. Si desea leer todos los capítulos anteriores y los que sigan, por favor clickear aqui: Proyecto Fobia.
Sentado sobre el barro donde un
riachuelo de inmundicia corría bajo sus pies, apoyaba su espalda en el muro de
fría piedra. Augie, con el rostro reposado en sus brazos cruzados sobre sus
rodillas, no dejaba de llorar.
¡Clay estaba muerto! Era su único
amigo y ¡él lo había matado! De un tirón se soltó de la mano que lo sostenía y
no lo dejaba ver la cara de su amigo degollado por las garras del gran gato.
¡Él solo quería que los echaran
como perros del circo! ¡Quería ver a Alyssa revolcarse en su miedo y enojo de
patitas en la calle! Pero nunca pensó que Clay… el pobre Clay… El llanto cubría
sus mejillas y corría por su nariz hasta la boca, metiéndose entre sus labios,
teniendo así el sabor del líquido salino acompañando sus recientes recuerdos.
Corrió y corrió lo más rápido que
pudo, hasta que al darse la vuelta, las luces del circo ya no se veían. El
bosque se fue desvaneciendo dando paso a las primeras paredes de la periferia
de la ciudad. Él no quería volver, jamás lo haría.
Su mente era un remolino de
sentimientos, de imágenes deformes y de voces implacables que lo agobiaban
recordándole su culpa.
El karma lo perseguía en todos
los aspectos, hasta el clima conspiró contra él comenzando una lluvia que
limpió su cara de lágrimas, mas no su alma que, cada vez más, se deshacía en
reproches.
Caminó abrazándose a sí mismo
tratando de tolerar el frio de la madrugada que empezaba a aclarar el día.
Los obreros comenzaban a salir a
trabajar llevando sus implementos con ellos y salpicando sus ropas con las gotas
del sucio suelo mojado. Augie pasaba a
su lado siendo ignorado, como era costumbre en su vida, carente del más mínimo
cariño y atención. Solo recibía alguno cuando su supuesta madre ponía la mano
sobre él para propinarle algún castigo físico casi siempre por motivos
absurdos. Y ya ni siquiera eso. Ahora estaba el péndulo.
El humo de las chimeneas de las
panaderías lo atacaba y torturaba con su olor a pan recién horneado y hasta el
aroma del café, que en algún momento lo había asqueado, le parecía ahora el más
apetecible del mundo. Luego desarrollaría su gusto exagerado por el café de la
mañana.
Se acercó a una de las cafeterías
que iban abriendo a esa hora de la mañana a la espera de los empleados más
responsables que pululaban desde las primeras horas.
Las mujeres murmuraban lo pobre
de su situación mirando cómo se relamía con la vista de los alimentos pero
ninguna de ellas era capaz de ofrecerle algo de comer.
Con el aroma del pan impregnando
sus fosas nasales decidió tratar de conseguirlo haciendo algún pequeño trabajo
que se le presentara, pero para un niño de su edad no era fácil conseguirlo.
Rendido estaba de caminar y
cansado de recibir rechazos. Su estómago rugía recordándole al tigre que había
asesinado a Clay y un rictus de congoja deformó su infantil rostro.
Nuevamente la tristeza y la culpa
afloraban a sus sentimientos cuando un brazo rodeó sus hombros y una mano firme
le apretó uno de ellos para después cubrir su raída y delgada camiseta con un
abrigo que lo protegió del frío.
Su aliento era tibio y su rostro
amable, su sonrisa lo hizo confiar en aquel hombre que le ofrecía un pan por
primera vez desde que había huido.
—¿Qué haces por aquí, chiquillo? ¿Y
tus padres? ¿Dónde están? —le preguntó interesado el sujeto muy bien vestido,
mientras ambos comían en un pequeño restaurante de la zona donde el hombre lo
llevó de la mano al ver su situación.
Augie no respondía, se limitaba a
llenarse la boca con la comida ofrecida y a mirarlo con ojos agradecidos. Nunca
había conocido una persona tan amable, que se preocupara por él sin que lo
conociera o sin tener que darle nada a cambio.
El caballero acariciaba los rizos
del muchacho sonriendo y advirtiéndole que no comiera rápido, que podía
atragantarse con semejantes pedazos de pan. Augie sonreía entre dientes llenos
de migajas mirando a su benefactor.
—Supongo que ahora estás muy
ocupado para contestarme, pobre ángel. —Acarició con el dorso de la mano la
redonda mejilla del niño esperando que terminara su plato.
Ya lleno, Augie se sentó
descansando las manos en su vientre prominente.
—No, no tengo padres —mintió el
niño sin mirarlo a los ojos—. Yo estoy solo, señor.
Los ojos del hombre brillaron ante
la confesión del pequeño.
—Bueno, ya no lo estás, no
creerás que dejaré en la calle a un muchacho tan guapo y listo. ¿Verdad? Dios
nunca me lo perdonaría —le dijo al muchacho tomando su manita entre las grandes
de él.
Caminaron así por las calles de
la ciudad que ya rugía de gente que iba y venía con sus propios problemas.
Se detuvieron ante una hermosa
casa de madera pintada de blanco. Su techo con tejados rojos dejaban ver debajo
de ellos una ventana redonda que supuso sería el altillo.
Atravesaron el pórtico y el niño
sintió el sonido de la reja cerrándose tras de él. Al entrar, se sintió iluminado por las
ventanas interiores que representaban imágenes de santos y vírgenes que lo
miraban desde sus propios altares de vidrio.
A lo lejos recordó que en alguna
ocasión había escuchado a Alyssa pidiendo a Dios algún favor a cambio de muchos
rezos y penitencia ante una pequeña imagen de yeso que luego se perdió entre
tantas cosas guardadas en la caravana.
Sus padres nunca le habían
hablado de Dios o de la fe en él. Pero creía que un ser supremo así de glorioso
no habría dejado vivir a un niño como él en el infierno que era su familia y
menos aún, dejar morir a su amigo de esa manera tan cruel, por lo que dudaba de
su existencia.
La casa era impecable y en cada
rincón había alguna imagen sagrada. Sobre la chimenea que era la protagonista
principal de la bonita sala, se lucía un cuadro de Jesucristo en el Huerto de
Getsemaní, ahí donde el hijo del hombre había renegado de la suerte que sabía
le había tocado.
—A veces, el hombre, aunque sea el
hijo de Dios, tiene miedo —le explicaba su benefactor arrodillado a su lado,
acariciando suavemente los brazos de Augie— Pero tú no debes tenerlo, estás
aquí conmigo y no me atrevería a hacerte ningún daño, al contrario, pasaremos
buenos ratos juntos, ya lo veras.
Revoloteó el cabello del niño con
los dedos.
—Pero qué contrariedad, ni
siquiera te he preguntado tu nombre ni me he presentado formalmente. Soy el
Doctor Alexander Rontgen, para servirlo a usted, joven caballero. — Tendió su
mano dándole un suave apretón al niño.
—August Remplelt, señor —masculló
Augie, tímido aún.
—Llámame Alex —sonrió el médico.
Augie vivió sus días más felices
en el lugar, no faltaba comida ni palabras amables. El Dr. Rontgen se encargaba
de él en todo sentido. Casi lo sentía como un padre. Augie nunca había tenido
la atención que el doctor le daba. Hasta le permitía escribir en un cuaderno
que el mismo doctor le compró y le daba sus propias opiniones del infierno. Y las muestras de afecto del hombre hacia él
eran siempre frecuentes. Era la primera vez que el niño sentía cómo era el
afecto físico («Así debe ser el amor de
padre», pensaba siempre al recordar las caricias del médico). Y él solo tenía
que contestarle preguntas que el hombre le hacía regularmente y que Augie, a
veces, encontraba un poco raras.
También inculcaba en él la fe por
la religión y Dios como ser supremo de la creación. Ambos rezaban frente a
aquel cuadro, sin dejar un día, a las tres de la tarde, pues esa es «la hora
del Señor» en la que cualquier milagro pedido puede ser escuchado más que en
cualquier otro momento del día ya que era la hora de su muerte.
—El cerebro humano es muy
complejo, se divide en sectores en los cuales se desarrollan sentimientos y
habilidades diversas. Ni siquiera nuestro señor Jesús pudo controlar sus
emociones, míralo aquí en el Huerto, renegando del destino que su padre, Dios,
le había concedido sin poder hacer nada por cambiarlo. Cuántos sentimientos
revueltos habrá tenido dentro de su cabeza, odio, quizás, hacia el mismo Dios
por ponerle esa prueba siendo él su propio hijo; impotencia por ser hijo del
ser supremo y estar atado de pies y manos para cambiar su destino; rencor hacia
un padre torturador que permitiría que se ensañasen con su cuerpo mortal. ¡Ah! ¡Augie!
¿No te gustaría entender esa complejidad del ser humano? ¿Saber más acerca del
cerebro y las motivaciones que lo mueven? Cualquier sacrificio vale la pena
para conseguir ese conocimiento, ¿no te parece? —le comentó al niño con una luz brillante que
rodeaba el iris, terminando fulgurante en la pupila, mientras masajeaba entre
sus dedos la cabeza de Augie.
Aquel día aciago, Augie había
terminado de desayunar y jugaba con sus caballos de madera y plomo que el
doctor le había regalado con la única condición que después de jugar arreglara
su habitación o el lugar donde estuviera jugando, pues la casa, siempre llena
de pulcritud, no podía lucir desordenada.
El gran televisor, en su mueble de madera, estaba encendido como le
gustaba al doctor, el volumen siempre alto era imposible de bajar, era una de
las pocas cosas que el Dr. Rontgen le había prohibido, por lo que el niño no lo
tocaba temiendo poder molestar a su benefactor. Augie, no obstante, se quedaba
fascinado, nunca había visto un televisor y podía pasar mucho tiempo mirando
cada programa que aparecía.
El niño devolvió los juguetes a
sus estanterías y se acercó, como solía hacerlo, a aquella puerta, siempre
cerrada, detrás de la cual el doctor desaparecía diariamente por horas. Posó su
rostro en ella tratando de escuchar la actividad de adentro y saber en qué
ocupaba el doctor su tiempo. Sin querer, apoyó su brazo en la manija de la
puerta, la cual se inclinó hacia abajo haciendo que la puerta se abra
rechinando suavemente.
El niño trastabilló hacia
adentro, sorprendido al mismo tiempo por la puerta sin asegurar, cayendo de
rodillas dentro del lugar que se profundizaba en una escalera que se perdía en
la oscuridad de un sótano, en el cual, los sonidos de botellas de vidrio
chocando, música de ópera a bajo volumen y la voz del mismo doctor, no podían cubrir
del todo los gritos lastimeros.
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