No me gustan las pistolas, ni la
mayoría de armas de fuego como objeto para matar a alguien. Me parece una forma
insulsa de quitarle la vida a un ser viviente, para ser más exactos, a otra
persona pues jamás dañaría a un animal.
Un simple disparo le quita toda
la poesía al arte de arrancar una vida. El arma, fría en tus manos, te aparta
egoístamente de la posibilidad de sentir la vida de ese cuerpo irse, lentamente,
entre tus brazos. De sentir sus últimos latidos, de oír la exhalación del
último suspiro. De ver la luz de la existencia apagándose ante tu mirada.
El frió metal, quita la intimidad
del acto glorioso de ser Dios, de quitar la vida por decisión propia, inhibe
esa íntima relación entre víctima y victimario que todos deberíamos conocer
alguna vez.
Las balas absorben la vida
instantáneamente, hacen estallar el cuerpo por porciones y no se disfruta de la
agonía que precede a la muerte, digno homenaje de la vida a ésta. La potencia
del proyectil se lleva el aliento de vida en segundos.
El arma blanca, en cambio, ¡oh
gloriosa! ¡oh ensalzada! ¡oh hermosa punta plateada! Te conviertes en parte del
cuerpo deseado, abres tejidos con tu hoja que a empujones destroza células estriadas
y lisas, glándulas sebáceas y vasos sanguíneos convirtiendo la piel en una masa
informe llena de bocas abiertas que destilan su rojo contenido.
Tibia sangre que llena mis manos haciéndome
dueño de la vida humana mientras con los ojos cerrados oigo quedamente el latir
del corazón moribundo ¡tan, tan, tan! Hermosas rimas palpitantes que retumban
en mi cabeza como el sonido más silenciosamente ensordecedor.
Y los ojos ¡por Dios los ojos!,
ese pequeño destello en la pupila que brilla más a medida que los ojos se abren
de desesperación y desesperanza. Y que
en el momento en que más resplandecen ¡en el cenit de su vida! Va decayendo de
a pocos apagándose, apagándose como una flama sin oxígeno.
Esa sensación de mi mano
empuñando el mango que sostiene la hoja, hundida completamente en el cuerpo de
mi víctima, y éste bañándola con su líquido contenido. El cuerpo que va abandonando
su peso sobre el mío a medida que va cayendo preso indefectiblemente de las
garras de la muerte transformada en pérfido puñal. Y poco a poco se desvanece,
cae de rodillas al piso, sus últimos quejidos, los postreros latidos, la chispa
apagada ya y yo, de pie, un ser supremo en toda su gloria.
*Si desean leer la primera Crónica : Estrangulador
*Si desean leer la primera Crónica : Estrangulador
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