martes, 31 de octubre de 2017

GATO-GALLO


Un sorbo más de café me mantiene despierto durante esta noche de estudio. La química y yo no nos llevamos muy bien desde el colegio. Menos ahora que se volvió universitaria y parece que el título la hace más compleja y soberbia.

Me rasco la cabeza mientras las formulas y los pesos atómicos se revuelcan en mi cerebro como amantes apasionados después de un largo tiempo sin verse. El café les calma los ímpetus para que puedan ir desfilando en orden delante de mis ojos y puedan quedarse en mi cerebro como útiles datos que espero usar en una experiencia real alguna vez en la vida.

En la casa oscura, solo el comedor, mi lugar favorito de estudios a pesar de todo, es la única habitación alumbrada a medias. El resto de la casa duerme placida y en el pasillo apenas se divisa el brillo del piso lustrado en donde el eco de las pisadas de mis gatos parece retumbar en mis oídos.

Me concentro en el tema de mis angustias de estudiante para no escucharlos.

Parece que ya se cansaron pues de un momento a otro dejaron de correr como bichos desaforados.  Al fin el silencio necesario para la concentración. Ese silencio que grita en tus oídos, que es como un vapor espeso que entra en ti, abriéndote poco a poco el canal auditivo. Es un silencio pesado.

Se me cierran los ojos, otro sorbo de café caliente servirá. Las letras se nublan y se cruzan entre ellas.

Miro alrededor del cuarto desde la mesa donde mi cabeza se acaba de apoyar vencida por el cansancio.

Nuevamente, el eco de las voces comienza como lo hace de vez en cuando desde esa pared que da al dormitorio de mi hermano. Me pongo de pie despertando de mi letargo y me acerco a ella. Pego mi oído, la acaricio con las manos.

Los sonidos de la misa llegan a mí, los cánticos, los rezos susurrados, las voces de los curas que me llevan por un momento a alguna misa medieval. Los cantos gregorianos me rodean.

El sacerdote principal ora y venera a alguna deidad. No reconozco el idioma, nunca lo hago.

Los feligreses le responden en éxtasis, cantando, gritando, casi gimiendo.

Me quedo esperando a que se acalle aquel ruido, nunca dura más de unos minutos.

Me siento mirando mis apuntes de nuevo, no se callan, esta vez parece que la misa va más larga de lo habitual, quizás porque estamos cerca del Día de los Muertos.

Doy un salto poniéndome de pie y tirando la silla al piso con mi movimiento.

El Gato-Gallo, como mi familia y yo lo apodábamos, gritaba en las afueras de mi casa, el sonido entraba por la ventana, ese grito de gato en celo, de gallo herido, de niño llorando, todo en conjunto en un berrido infernal inexplicable llenaba la noche acompañando a la misa que seguía escuchándose en el comedor de mi casa, la habitación más pesada de esta.

Nadie había visto a ese ser, nunca mi madre nos había dejado asomarnos por la ventana cuando lo oíamos. El aspecto del Gato-Gallo era un misterio. Solo nos helaba la sangre con sus gritos nocturnos. Mi abuela decía que gritaba para que los chismosos se asomaran, para que se asomaran y pudiera llevarlos consigo como el demonio de la calumnia que debería ser.

Un escalofrío corrió por mi cuerpo alejándome de la ventana. Esta vez el gato-gallo no se iba, esta vez se acercaba más y a medida que se acercaba los cantos y alabanzas de aquella misa invisible se hacían más fuertes y exasperados.

Con un golpe de aire frío mis ventanas se abrieron, las cortinas volaban agitándose sin parar. Aquel ser incorpóreo estaba adentro, su presencia se sentía como el miedo más profundo, como el frío más tétrico, como el temor más oscuro que sentía envolver mi cuerpo mientras mi corazón se aceleraba cada vez más y mis pulmones casi colapsaban de la agitación.

La pared de la misa comenzó a deformarse, los bultos y depresiones se movían como si de un mar agitado se tratara.

Una cabeza del color del muro emergió de la pared quedándose colgando de ella como si fuera un cuadro. Tenía los ojos abiertos casi fuera de sus cuencas, su lengua colgaba hacia afuera mucho más larga de lo normal, llenando mi piso de babas oscuras y sanguinolentas, gemía llevando el compás de aquel coro fúnebre.

Otra más emergió de pronto,  ésta tenía los ojos cosidos, inflamados, purulentos. La lengua salía de su boca estirada y tensa, enrollando su cuello en varias vueltas que la ahorcaban cortándole la piel.

Otras cabezas emergieron, las bocas abiertas a la fuerza, las comisuras reventadas, lenguas hinchadas que ahogaban a sus poseedores, todos gimiendo, formando el coro de la misa que siempre había escuchado.

Su dios incorpóreo, su dios gritón, el dios que los había condenado por su propia curiosidad de querer verlo, se presentaba ante ellos.  Ahora formaban parte de su corte infernal, de su séquito de suplicantes perpetuos.

Sentí los dedos largos y fríos del ente alrededor de mi cuello que me tenía indefenso mientras las cabezas se agitaban gimiendo cada vez más alto, extasiados en su propio dolor con el cual alababan a su señor.

Me levantó del piso volteando hacia mí, su rostro transparente ahora se hacía notar en un haz de fuego rojo y su cuerpo asemejaba las alas de un ave de plumaje negro.  Abrió la infernal boca gigantescamente rodeando mi cuerpo con ella. Sentí su aliento a azufre, vi su interior donde las almas que guardaba se retorcían entre las llamas de su estómago.  Iba cerrando su boca sobre mí.

“¡Pero yo no mire por la ventana! “ – reclamé histérico y petrificado con mi último aliento.

El Gato-Gallo me levanto hacia arriba gritándome en el rostro, escuche aquel sonido espeluznante e indescriptible del cual había huido toda mi vida, golpeando mi cara.

Las cabezas se agitaban ahora en silencio, como en un éxtasis conjunto, todas al mismo tiempo, al mismo ritmo.

Volvióme el ser a asirme hacia su boca, condenado estaba yo a que me engulla y formar parte de su colección de cabezas lapidadas, cerré los ojos, su interior ya quemaba mi cuerpo.

La puerta del comedor se abrió, caí sentado en el piso mirando como desaparecía toda mi visión en un segundo mientras mi madre se asomaba preguntándome porque abría las ventanas con tanta fuerza.

No le contesté, aun mis dientes castañeteaban de miedo mientras apretaba una pluma negra en mi mano.






viernes, 13 de octubre de 2017

LENGUA DE GATO

La hermosa pelirroja regreso del bar una vez más con un cliente deseoso.  El pequeño cuarto preparado para estos menesteres los esperaba con su cama de sabanas desordenadas.

Comenzó su trabajo, el recuerdo de los niños hambrientos la hacía aguantar el asco y las arcadas que le producía ese repugnante hombre que se movía sobre ella con sus carnes gelatinosas, rozando las suyas tersas y aun firmes.

Alrededor, el ambiente caliente le daba a cada inspiración el mismo efecto que una ráfaga de vapor hirviendo quemando su tráquea. El sudor del tipo caía sobre sus ojos cegándola por momentos. Las manos de su momentáneo acompañante la escudriñaban torpe y degeneradamente.

Su pequeña mano ya se deslizaba bajo la cama, ya sentía entre sus dedos el mango liberador del martillo que siempre estaba ahí, como amigo inseparable para ayudarla en el momento preciso.

¡Como deseaba ya sentir los sesos del malnacido entre sus dedos, ver sus ojos desorbitados apagándose mientras la plateada y brillante trituradora de carne lo molía lentamente!

¡Cómo se relamerían los niños!

El primer golpe llegó con ese sonido envolvente, ese sonido que la llevaba al placer más sublime. Aquella resonancia de hueso quebrado, de carne reventada, de arteria fracturada al que siguieron más golpes con sus respectivos ecos.

Ya se había levantado de la cama empujando el obeso cuerpo tembloroso a un lado. Acomodó su corto vestido, el cual, el depravado, ni siquiera había aguantado a sacar totalmente antes de arrojarla sobre la cama.  Lo planchó con sus manos tanto como pudo.

El sonido de los quejidos del hombre la relajaban.

Dispuesta estaba a jalarlo por el piso hasta la trituradora mientras veía la sangre brotar por su cabeza y su rosado cerebro asomarse.  El primer jalón fue interrumpido por el llanto de los niños que, hambrientos, no habían aguantado a su llamado.

Se acercaban a la cama con sus piecitos pomposos y suaves sin hacer un ruido. Ella no intento detenerlos, después de todo, era su culpa, no había apurado los hechos, sus platitos vacíos reclamaban su contenido.

Subieron a la cama como pudieron, sus uñitas se asieron a las sucias sabanas y al viejo colchón, comenzaron a trepar sobre el hombre que torpemente se movía.

Lamieron, lamieron la sangre de su rostro limpiándolo totalmente. Sus caritas manchadas de roja sangre los hacían lucir tiernamente depredadores. Sus lengüitas rasposas levantaban sangre, coágulos, pequeñas porciones de carne desprendida y gotitas de cerebro desperdigadas por la ropa del porcino hombre.
Comenzaron a maullar de hambre, los niños lloraban sin parar, ya habían terminado con la sangre derramada.

¡No lo podía soportar ¡No! ¡No sus niños! ¡No volverían a pasar hambre! Y menos teniendo semejante animal para alimentarse.

“No se preocupen mis amores” – se dirigió a los cachorros con adoración – “espérenme un momentito mis bebés,  no lloren, tendrán más, hasta que ya no se mueva” – susurro mientras se alejaba moviendo sus redondas caderas que una vez más se zarandeaban bajo la verde seda del vestido ajustado.

Regresó junto al hombre y los mininos que adorándola la esperaban, les mostró sus manos cubiertas por unos guantes con lija de metal, rematados en delgadas cuchillas que ella misma había confeccionado y que asemejaban la textura de la lengua y las uñas de los pequeños.

“Todo lo que hace una madre por ustedes”- suspiró hablando, mirándolos cariñosa.

Sus manos acariciaban la cara del hombre cada vez con más presión, apretándola, dándole la sensación de mil agujas penetrando su grueso pellejo al mismo tiempo,  propiciando la aparición de incontables gotas carmesí – “Laman, vamos laman con fuerza” – animaba a los gatitos a alimentarse – “saquemos la carne hasta el hueso” – los alentaba eufórica, lamentándose por dentro de no poder poner la lija en su propia lengua.

Se sentó en el pecho del hombre, que aún vivo se trataba de defender inútilmente con movimientos torpes. Su peso lo inmovilizaba, sus manos se deslizaban sobando los gordos cachetes, las diminutas puntas de las lijas se prendían de cada poro, desprendiéndolo, jalándolo, despegando delgadísimos jirones ensangrentados, arrancándolos del rostro entre gritos y gemidos. Las lengüitas la acompañaban en su trabajo lamiendo con fuerza, sorbiendo la sangre. Bigotes manchados, hociquitos impregnados. Ojitos brillantes, grandes pupilas dilatadas de placer.

Metió un par de dedos en la boca del hombre cuyo rostro asemejaba a una máscara de carne molida, los abrió dentro de ella cortando comisuras con las filosas puntas; una grandísima sonrisa apareció en la otrora cara casi llegando hasta las orejas.

La pelirroja rió, rió como no lo había hecho en mucho tiempo, los maullidos la acompañaban como riendo también ante el trabajo familiar. Apoyó las dos manos sobre los ojos, sobo y sobo hasta que los parpados desaparecieron en lenta agonía, hasta que quedaron pegados en los guantes y solo los unían a el hilos de sangre y delgadas tripas de piel. Sobó y sobó hasta que los guantes rasparon los pómulos desnudos, pelados ya de carne y grasa, amarillentos huesos que entre mutilada carne se asomaban.

Los aullidos del hombre eran cada vez más débiles, su cara ya no existía, los gatitos sobre su rostro casi no dejaban verla, sus lengüitas no se detenían al igual que las manos de su madre. Gatitos blancos, negros, amarillos, grises y tricolores ahora todos unidos en monocromo escarlata, ensayaban sus colmillos arrancando tiras de piel colgada, pequeños tigrecitos salvajes.

El último grito se oyó al meter una larga uña metálica por el hoyo que había hecho el martillo en el cráneo, jaló los sesos hacia afuera que salieron  como una larga tira de salchichas rosadas y babosas que cayeron sobre la cama para deleite de los cachorros.


“Que desorden, que suciedad” – frunció el ceño la pelirroja mirando con ojos sonrientes a sus mininos que se relamían las patitas tratando de limpiarse. Arrojó los guantes al piso, en el cual se sentó lamiéndose el dorso de la mano y pasándolo por su frente limpiando poco a poco la sangre y coágulos que se habían pegado en su piel y en su cabello de cobre. 


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