El viento del amanecer soplaba agudo
como la última nota de algún pentagrama fúnebre. En mi cabaña de madera, lejos
de la casa grande, apenas comenzaban a desaparecer las sombras que la noche
creaba bailarinas en las paredes. Me asomé a la ventana mirando el horizonte, a
lo lejos aquel árbol movía sus hojas al compás del aire de la madrugada. Aún el
cielo era púrpura y contra él todas las siluetas eran negras. Las ramas
formaban figuras caprichosas que fácilmente podrían confundirse con seres
demoníacos. Pero más demonio es el hombre mismo que cualquier Lucifer.
Me acerqué a cosechar el fruto
acostumbrado como era mi trabajo. Caminaba hacia el árbol que se hacía más
grande mientras me acercaba a él. Esta vez era un fruto maduro, fuerte, se
balanceaba suavemente a mi vista, su cáscara tersa brillaba a pesar de la semi
oscuridad de la madrugada, un fuerte viento hizo que el fruto se moviera hacia
mí bruscamente golpeando mi cara. Levanté ésta y caí sentada sobre las hojas
secas viendo un cuervo que comía sus ojos, su mueca de horror, su boca abierta, chueca y su lengua que, colgando, aún babeada sobre su ropa de esclavo.
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