“Los pasos del asesino se
escuchaban cada vez más cerca, mi pierna quedó atrás en el oscuro pasillo. Arrastrando
el muñón sangriento llegué a la puerta trasera y salí rodando las escaleras
como un bulto deforme. El ojo me colgaba fuera de la cuenca golpeando mi rostro
en cada movimiento. No sé quién era más monstruoso ahora. Con la pierna que aún
me sobraba empujé la puerta cerrándola escondiéndome bajo las escaleras. La
guadaña que previamente había escondido bajo los escalones se encontraba ahí
justiciera.
El asesino del machete salió
hecho una tromba abriendo la puerta de un golpe, saltó hacia afuera mirando el
horizonte buscándome. No había terminado de pasar la vista a todo lo largo de
él cuando de un certero golpe su cabeza salió volando hacia las hojas secas que
el otoño había arrancado de los arboles cercanos. Estas crujieron al peso del cráneo
del malnacido que rodó delante de mí y acabó deteniéndose con su mirada clavada
en mi, ahora, único ojo”
Apagué la PC y di el último sorbo
a mi café ya frio. Había terminado una
nueva aventura de mi personaje emblema. Era un héroe, había triunfado ante
todos los monstruos terrenales con las mentes más enfermas que alguien haya
podido imaginar. Lo había hecho pasar
por torturas y dolores inimaginables. La guadaña era su símbolo inconfundible.
La saga había dado la vuelta al
mundo y solo seguía escribiéndola por el placer de hacerlo. Económicamente me había
dado todas las satisfacciones que un libro famoso puede darte aparte de la
satisfacción de ser leído por miles de personas. Tenía fama, fortuna,
reconocimiento.
Fui apagando las luces a medida que
llegaba a mi habitación para descansar al fin. En el baño me miré al espejo
mientras me desvestía para ir a los brazos de Morfeo. Las marcas en mi piel
adivinaban los años que habían pasado desde que salí del vientre de mi
madre. Abrí las sabanas frías y me cubrí
para dormir plácidamente.
Horas después me levanté con una
sed terrible, mi garganta estaba seca y había olvidado llenar la jarra de agua
infaltable en mi mesa de noche. Descalzo salí a la cocina, aún el manto de la
noche cubría el cielo estrellado, podía verlo desde la ventana de mi apartamento
en lo más alto de aquel edificio.
Con los brazos extendidos como un
ciego, llegué a la cocina. Mis ojos iban acostumbrándose a la lóbrega noche. Agarré
un vaso y lo llené con agua del grifo, siempre me había gustado más que la ya
cocida, tomé un largo sorbo mientras regresaba a mi pieza atravesando la cocina.
La bebí con tanto ímpetu que un poco chorreó fuera de mi boca cayendo al piso. Tanteando
con la mano en la oscuridad busqué el papel toalla para secarlo sin
encontrarlo, tuve que regresar sobre mis pasos para hallarlo y regresé al lugar
del piso mojado sin calcular bien. Mi pie descubierto resbaló en el piso
cerámico y fui cayendo agitando los brazos tratando de asirme de algo que me
detuviera. Sentí un golpe seco en la mano antes de caer al piso golpeándome la
cabeza, un dolor punzante atravesó mi cráneo y mi muslo. El líquido caliente
bañaba mi cara sin parar, traté de limpiarme con el papel que llevaba en la
mano y sentí que algo golpeaba mi rostro. Traté de incorporarme y mi pierna
herida no me dejó, me arrastré hasta el interruptor, hice un esfuerzo para
estirarme y prendí la luz.
El porta cuchillos estaba en el
suelo con varios de ellos regados por el piso, mi muslo cortado sangraba
profusamente sin parar. Miré hacia abajo a la sombra que golpeaba en mi
cara. Mi globo ocular estaba a la altura
de mi boca rebotando contra ella. Un grito terrible salió de ella antes de
desmayarme.
Me levanté por las luces
parpadeantes y el sonido de la sirena, escuchaba una voz decir: “Cortó una arteria,
habrá que amputarla”. La vista de mi único ojo fue apagándose por la impresión
mientras una sombra más oscura que la noche misma se dibujaba en el interior de
mi párpado empuñando una guadaña.
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