Las dos tijeras de podar se
clavaron en el césped recién regado formando una X. El hilo de sangre que mis
pasos dejaban atrás y corría entre el fresco pasto solo era una huella más de
la masacre que había tenido a cabo minutos antes.
Las tijeras brillaban al sol
cuando pasé por aquel jardín cerca a la casa de mi primo Ivan. Algo llamó mi
atención hacia ellas. Un instinto primario hacía volver mis ojos hacia sus
formas. Mi corazón latió y pasaron mil ideas por mi cabeza.
Su borde, su color
plateado que resplandecía. Brillaba, brillaba como una pequeña guillotina.
Pensar que esa punta, ese filo, podía quitarle la vida a alguien en segundos me
hacía sentir poderosa por tan sólo atreverme a pensarlo.
Saber que la blanda carne sería tan fácil de penetrar por ellas, que cortaría
piel, tendones, músculos, órganos, me hacían extasiar los sentidos.
Sería tan fácil tomarlas y
atravesar un ser humano de un golpe certero. Detuve mi camino hacia la casa de
Ivan y me quedé de pie contemplando el objeto de mis cavilaciones. Miré a ambos
lados, los jardineros estaban lejos. La acaricié con mi mirada, su mango de
madera, tan rudo, tan fuerte y tan tosco, como debía ser el astil de un arma
tan sanguinaria. Ambas bases de las hojas que se unían en la coyuntura de metal,
las dos puntas erectas que al cruzarse daban paso al corte limpio con que podría
dar muerte lenta y dolorosamente. Cortar, cortar pedazos, tajos de piel, pequeñas
incisiones al principio, luego brechas más largas y grandes. Siempre teniendo
cuidado de no cortar una vena importante u órgano vital. Hay que prolongar el
dolor. Hay que prolongar los gritos, el sufrimiento.
La sangre bañaría el piso del
lugar donde lleve a cabo mi fantasía, mis zapatos se llenaran del oscuro líquido
y en éxtasis sentiré las gotas salpicar en mi piel manchándola. Sangre tibia
que correrá a través de mi cuerpo en forma de hilos carmesí.
Cerraré mis ojos en la oscuridad
y lo disfrutare como una mujer a su amante más ardiente. Los gritos en mis oídos,
las lamentaciones, el poder en mis manos, una vida en mi conciencia. El sabor
de la sangre en mi boca, su olor a hierro combinado con lágrimas. La visión del
ser humano en su más indefenso momento y yo con mis tijeras de podar, de píe, todopoderosa. Máxima
arma para alguien como yo, alguien tan frágil, tan pequeña, tan delgada.
Quien sino yo soy la asesina
perfecta. El mal que embotellado revienta en su pequeño empaque como los ojos
estallan en el momento final, cuando ¡oh que casualidad tan celestial! Cada hoja
filosa se hunde en su respectivo globo ocular llegando suavemente hasta el cerebro
que impávido muere al contacto con el frio hierro.
Estaba lista, las tomé, miré
el camino hacia la casa de mi primo. ¿Qué mejor si todo quedaba en familia?
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