El aire de Jerusalén cantaba entre las piedras aquella
noche. Mi manto y mi túnica me protegían de la arena que se levantaba camino a
la posada que sería testigo de la reunión pactada.
La mesa estaba llena de mis compañeros más leales.
Compartiríamos el pan y las copas de tinto. Sabían que era la última cena que
tendrían conmigo. Yo también lo sabía, después de ella me reuniría con mi
padre, no había opción.
El lugar era austero pero confortable. Quería darles
lo mejor en esta última noche juntos. Los mesoneros tenían indicación de
atendernos e irse, lo que hablaríamos y pasaría ahí no era para cualquier
mortal. Era algo divino, sobrenatural.
Me levanté a partir el pan y repartirlo entre ellos,
todos comeríamos de la misma hogaza en un acto de unión. Ahora sus cuerpos
estarían siempre conmigo como yo con ellos.
Las lámparas de aceite iluminaban la estancia y la
mesa de madera con el mantel de burdo paño. Las paredes de piedra blanca cobraban
vida con el movimiento de las flamas mientras llegaba la hora de llenar las
copas de rojo tinto.
Hablé ante ellos como era mi costumbre, escuchaban
cada palabra mía, me veían como su maestro, me admiraban, decían que tenía un
aura magnética que atraía a quienes me vieran y escucharan.
Llegó la hora de la comunión perpetua. Las copas de
vino se llenarían para el último brindis.
- Unan sus manos - pedí a mis compañeros que las
juntaron poniendo sus manos una sobre otra.
Las tomé con las mías, posé una de mis manos sobre las
de ellos y la otra debajo, uniéndolas fuertemente.
Mis dedos se alargaron y crecieron como arañas al
igual que mis uñas que se clavaron en las muñecas de mis, ahora, víctimas,
uniéndolas como un pincho de manos, creando una fuente de vital fluido rojo.
Todos levantaron sus miradas al unísono y clavé la mía
en sus ojos. Uno por uno cayeron en el encanto de mi naturaleza bestial.
Los finos hilos carmesí bordaron el blanco mantel con
las figuras más inverosímiles, diseños sin forma que derramaban vida a cada
gota.
Liberé una de mis delgadas manos acercando, con ésta,
las copas doradas que llené con la tibia sangre para no permitir el desperdicio
¡eso era impensable!
Solté a mis compañeros que cayeron alrededor de la
mesa y algunos sobre ella. Tomé asiento en el lugar preferencial como lo
suponía esta fecha especial. Bebí de cada copa, de cada uno de ellos hasta
saciar mi sed. Mis venas secas volvieron a abrirse para dejar correr la vida en
mi.
Acomodé mi túnica y salí de ahí en medio de la noche,
tenía que cumplir el trato antes de reunirme con mi padre en el infierno.
Después de todo, me habían pagado 30 monedas de plata.
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