La conocía de siempre, nunca me
acostumbré a su presencia. Una vez más es de noche como cada doce horas. Me
acuesto presuroso con la esperanza de que esta noche no venga. No soporto su
rostro sepulcral, sus manos huesudas, su piel de un tono mortuorio, su olor a
podrido. Más ¡Ay! Ella no perdona las horas de oscuridad. Escucho su paso
rasposo detrás de mi puerta, arrastra sus pies por el pasillo el cual hace eco
a su marchar. Cierro los ojos, espero que pase de largo como en otras
ocasiones. Los pasos arrastrados se acercan a mi habitación, la aldaba de la
puerta gira, aprieto los dientes y los párpados, la puerta rechina al abrirse,
mi corazón acelerado late agitando mi cuerpo que tiembla involuntario.
Arrastrando sus pies se pega a mi cama, levanto ligeramente la manta y logro
ver el piso, sus pies creadores de ese desesperante sonido y su vestido rasgado
al borde, la gran mancha de sangre en él, gotea lentamente sobre sus pies y el
suelo de madera.
Recuerdo las palabras de mi madre
persuadiéndome de que no existe, de que sólo debo convencerme de que es
producto de mi imaginación para que no
le tenga miedo. Lo intentaré por primera vez. Pongo mi mente en blanco ¡no
existes, no existes, sal de mi mente, no existes, no estás aquí, no te tengo
miedo!
Abro los ojos, no la veo más, mi
madre tenía razón, ya no tengo miedo, no siento nada. Dormí profundamente.
Es de noche nuevamente, la
oscuridad no me hace temer. Camino a mi habitación seguro de mí mismo aunque estoy
envuelto en tinieblas.
Otra vez el eco del arrastre
¡pero ella ya no está! Miro al piso, cada paso que doy me pesa, arrastro mis
pies a través del pasillo largo de mi casa.
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