Llegamos y nos separaron, mi
esposo y yo bajamos del tren donde vinimos de pie todo el camino. Mis pies y
piernas me mataban y sentía que me partía en dos. Mi columna parecía dividirse
y mi vientre se ponía duro por momentos en dolorosas contracciones. Si bien me
faltaban aun dos meses para dar a luz a los gemelos, el camino había acelerado
el proceso.
Apenas bajamos nos separaron en
grupos, hombres a un lado, mujeres y niños al otro. No sabíamos en donde
estábamos, solo habíamos escuchado de aquel lugar. Mi esposo trato de
explicarles que yo necesitaba sus cuidados pero hicieron caso omiso de él.
Otra mujeres me abrazaron y
tomaron del brazo al notar mi desesperación al ver desaparecer a mi esposo
entre la multitud de hombres que se alejaron de nosotras guiados por los
guardias.
Nos llevaron a unas barracas con
camas en niveles, tomé una de las de abajo, no podía subir más con la barriga
que tenía. Las historias sobre ese lugar me tenían aterrada, el frio, la
oscuridad, el miedo a lo desconocido, a cual sería mi destino, el de mi esposo
y mis niños.
Pasé esa noche en vela, no dormí
escuchando los llantos y lamentos de mis compañeras. Al día siguiente nos
despertaron las celadoras del lugar. Nos dieron “café” o mejor dicho un poco de
agua sucia cuya única propiedad era estar caliente y un par de hogazas de pan a
cada una. Sacaron a mis compañeras del
lugar, solo nos quedamos una anciana y yo pues no podíamos realizar actividades
físicas. Estuvieron afuera casi todo el día, nosotras nos dedicamos a
conversar, comer lo que nos alcanzaban y dormir. La anciana era una mujer que
tenía un negocio en la ciudad y había llegado también con su esposo solo un par
de días antes que yo.
Las demás mujeres regresaron ya
entrada la noche, se lavaron con un poco de agua que habían dejado en unas
tinas, contaron historias terribles de maltratos y crueldad. Una dijo hasta que
presenció el asesinato de uno de los reclusos a mano de un guardia.
El día siguiente y los días
sucesivos fueron iguales. Uno de esos días se llevaron a la anciana y ya no
regresó, la cambiaron de barraca. Pasaron los días, de vez en cuando venía una
celadora a verme y me revisaba. Comencé a conversar con las guardias que hacían
su ronda cuando me quedaba sola. Me preguntaban sobre mi embarazo, mi familia y
la familia de mi esposo.
Un día comenzaron a llevarme al
consultorio del médico del lugar. El amablemente llevaba control de mi embarazo
y ordenaba que me dieran de comer más seguido y contundente que las demás
porque como él decía yo “comía por tres”, me tomaba los exámenes para cuidar
que mi embarazo anduviera bien, los exámenes de sangre eran los más continuos.
Mis compañeras de reclusorio
seguían quejándose del maltrato físico y psicológico, yo no podía creerlo, es
cierto que estábamos privadas de la libertad pero no era como ellas lo
describían, aun había almas buenas en ese lugar como el médico que me atendía
preocupándose de mi estado.
Llegó el día del alumbramiento,
las contracciones comenzaron muy entrada la noche y el médico fue hasta mi barraca
a llevarme él mismo al consultorio, se lo agradecí mucho al no tener a mi
esposo conmigo. Llamó a las enfermeras y
preparó todo para el parto. Me acompañó durante mis dolores y me paso la mano
por el cabello para calmarme.
- - "No te preocupes Anna, todo saldrá bien, tú y tus gemelos están en las mejores manos. Ellos tendrán todo lo necesario y no habrá
día en que yo no los vea" – me dijo tomándome la mano entre las de él
sonriéndome.
- - "Ahora sé porque aqui le dicen El Angel,
muchas gracias Dr. Mengele" – le respondí agradecida.
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