“¡Pero qué joven se ve!”, “¡No
parece de su edad!”, “¿Qué hizo, pacto con el diablo?” – son algunas de las
frases a las que estamos acostumbrados yo y los miembros de mi familia.
Es que siempre nos hemos visto
mucho más jóvenes de lo que somos. Mi madre parece mi hermana mayor y mi
abuela, fácilmente, podría ser mi madre.
En cada reunión de reencuentro
con amigas siempre las mismas expresiones y preguntas. Y cuando recién conozco
a alguien y hablo de mis hijos ya mayores comienzan las exclamaciones de sorpresa.
No es que no me guste, es que me
encanta, me halaga y sube mi ego. Creo que a todos les gustaría tener esta
singularidad.
Y no es que envejezcamos y no se
note, es que no envejecemos. Sólo cambiamos de aspecto dándonos un aire de más
madurez cuando, en alguna ocasión, cometemos algún acto negativo en nuestra
vida.
Mi tatarabuelo, me contaba mi
bisabuela, era dado a todos los placeres de la carne y de la sociedad, fue
repudiado por el pueblo y llegó a morir de alguna enfermedad, nunca me explicó
cómo falleció.
Vivíamos en una hermosa casa
colonial herencia de la familia que había emigrado de Europa después de la
muerte de mi tatarabuelo. Mi tatarabuela con mi bisabuela en brazos, llegaron a Lima y se hicieron de la mansión
conocida como La Casona Sal y Rosas en el Paseo Colón, uno de los lugares más
aristocráticos de la ciudad en ese entonces.
La gran belleza física de mi
bisabuela llamaba mucho la atención, lo que le facilitó casarse con un
caballero de la sociedad Limeña a muy temprana edad y mantener la alcurnia a la
que estaba acostumbrada. Tuvieron muchas propiedad, una de ellas esta casa y
también varios esclavos negros, que en esos años de 1840 eran comunes en la
Ciudad de los Reyes. Luego en 1854, el
presidente Ramón Castilla, abolió la esclavitud y se quedaron con un bien
menos.
Fue un alivio para los esclavos
ser liberados y sacados de la casa, pues ellos le tenían miedo a mi familia.
Veían que los años pasaban y que no había cambios en mi bisabuela ni en mi
tatarabuela que conservaban su juventud y belleza. Los negros quemaban gallinas
negras en sus cabañas cada vez que podían para espantar a las brujas que
mantenían con esa juventud a los “diablos blancos”.
Mi tatarabuela parece no haber
sido la mujer más bondadosa con sus esclavos y servidumbre pues mi abuela me
contó que su rostro comenzó a presentar arrugas antes de morir producto de una
enfermedad pulmonar y de los grandes castigos físicos infringidos con un placer
sádico a sus esclavos ¡Costumbres coloniales!
Mi bisabuela también llegó a
casarse con un hombre de sociedad y tuvo dos hijos, mi abuela y mi tío abuelo.
Mi abuela, como todas las damas de la sociedad de Lima fue educada entre
bordados, clases de piano y la oración del rosario durante las tardes. Mi bisabuelo,
en cambio, heredó las costumbres del tatarabuelo y se perdía por días en los
vicios más oscuros y pecaminosos. Por supuesto, como ya adivinarán, él
envejeció mucho más rápido que mi abuela, que aún conserva la piel bastante
lozana, y murió de una enfermedad que, según mi abuela, era azote de la “carne
pecadora”.
Mi abuela, como era de esperarse,
se casó con un hombre bastante adinerado y dueño de haciendas y Caballos de
Paso. Nació mi madre y seis hermanos más
entre tíos y tías. Una familia hermosa y
joven. Mi madre rápidamente cumplió en casarse y seguir aumentando la familia,
nacimos mi hermana menor y yo. Aunque, valgan verdades, las tres parecemos de
la misma edad. Dicho sea de paso, mi madre es un pan de Dios, por eso su gran
juventud. Mi padre, bueno, digamos que aún no regresa de comprar cigarros.
Todavía recuerdo nuestros paseos
con ella y mi abuela para visitar a mi tío abuelo en su tumba. Está enterrado
en el Cementerio Presbítero Matías Maestro, uno de mis lugares favoritos de
niña. Siempre me ha llamado la atención la muerte y todo lo que tenga que ver
con ella. Mi abuelo murió hace unos años y en su funeral lo lloró su joven
esposa, mi abuela.
Cementerio Présbitero Matías Maestro - Lima, Perú |
Mil historias me han contado en
la familia, mil historias una más increíble que la otra, pero nunca la de la
muerte del tatarabuelo y porqué salieron de Europa ese mismo año. Tal vez nunca lo sepa, tal vez tenga que ver
con lo de la juventud casi eterna que tenemos.
La verdad no me importa indagar
mucho, sólo me importa disfrutar de este llamado don que es nuestra herencia.
Pero ¿A qué vino todo este
recorrido en nuestro álbum familiar? A que estoy haciendo una recopilación de
fotos antiguas nuestras para el trabajo universitario de mi hija que estudia
fotografía y me ha pedido ayuda.
Estoy metida hasta las rodillas
entre fotos antiguas y cuadros traídos desde Europa por mis tatarabuelos y que
guardamos desde siempre en el desván de la casona.
Hay cajas que nunca abrí, cajas
de recuerdos, cofres de madera y cuadros antiguos. Aquí hay uno de mi
tatarabuelo, el libertino, qué guapo era por Dios. También hay unas cajas más
nuevas que mi abuela guarda con mucho recelo, más cuadros, es fanática de
ellos, mejor dicho de los retratos, tiene retratos de todos y cada uno de
nosotros, con ella no van los selfies ni las fotos comunes, ella prefiere el lienzo, el lienzo y
los óleos. Apenas cumplimos los 21 años, ella llama a algún pintor reconocido
para que nos retrate. Mi hija ya tiene su boceto, mi hijo está a la espera de
cumplir la “edad de la pintura” como le decimos nosotros, aunque no de muy buen
grado, las tradiciones para él son bastante inútiles y obsoletas, no entiende
porqué teniendo cámaras de decenas de píxeles y lentes superiores, su abuela
aún quiere retratarlos de esa manera tan rústica ¡Cosas de la abuela! Le
decimos.
¡Cómo pesan todas estas cajas! Debo
retirarlas para llegar al cajón de las fotografías. Pero ¡Ay! Se me cayó una
sobre el cuadro del tatarabuelo, se rompió el marco y el lienzo se salió, habrá
que repararlo. Hay algo escrito en la parte de atrás.
Pero…….. ¿Por qué nunca me
contaron que él se apellidaba Gray? Dorian Gray.
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