Bajo las sabanas de mi cama, nos alumbrábamos
con una pequeña linterna. En las paredes se reflejaban nuestras sombras que se movían
mostrando nuestros juegos infantiles.
“Ten cuidado” – me decía Regina, mi
amiguita – “ellos llegan sin avisar, de un momento a otro. Entran en tu cuarto
y en la noche gimen y se quejan. Son pequeños como tú y yo”.
“Pero, mis padres me protegerán” –
le decía yo con la esperanza de que así fuera.
“No, no lo harán, ellos no te creerán,
pensaran que dices que te fastidia por gusto” – me explicaba mi amiga – “yo tuve
uno en mi cuarto y no me dejaba dormir. Se retuercen y se lamentan. Su piel es
suave y clara, como transparente y casi no tienen cabello, su cabeza es
arrugada y solo tiene unos cuantos mechones de pelo. Son feos”.
“¿Y que hiciste para que se
fuera?” – pregunté preocupada pues ya había escuchado los pequeños ruidos que
indicaban su presencia cerca de mi dormitorio.
“Te lo diré y debes hacer lo que
yo” – me indicó para ayudarme.
Esperé la noche preparada para la
llegada de aquel ser que vendría a mi cuarto, lista con las agujas que conseguí
del costurero de mi mamá y que mi amiguita me indicó debía clavarle en el
cuerpo. También conseguí unas medias de seda para enrollar su cuello hasta que
no hiciera más ruido.
Ya estaba en mi camita cuando
escuche la puerta abrirse, esa bisagra esta vez sonó más fuerte de lo normal
como anunciando su llegada. No volteé, me quedé echada de lado cubierta hasta
la nariz. Sus pasos se acercaban a mi cama. Mis manos aferraban las agujas.
Giré rápidamente y vi a mi madre a mi lado. Lo cargaba. Solté las agujas bajo
las sábanas.
“Claudita, compartirás el cuarto
con tu hermanito, no te fastidiará” – dijo mi madre con una voz suave y bajita.
Asentí con una sonrisa, lo dejó
en su cuna durmiendo y se fue.
“Hazlo” – dijo Regina a mi oído –
“es la única forma de que nunca más te fastidie, si lo dejas crecer será peor,
ellos lo preferirán a ti. Por eso siempre fui hija única, hasta que morí”
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