Entre los pabellones me movía, el
viento soplaba cantando como un lobo furioso a la luz de la luna. Los árboles
desnudos movían sus ramas marchitas, y el plomo cielo del día me acompañaba en
mi visita.
El cementerio lleno de lapidas
sucias y descuidadas me abría sus pasadizos sin fin. Los pabellones parecían
tan altos que te encerraban entre ellos. Caminaba buscando el nombre del Santo
que le daba su nombre a la cuadra en donde ella descansaba.
El polvo se arremolinaba a mis
pies llevado por el frió soplo del aire.
Había cambiado mucho el lugar
desde la última vez que lo visité. Ingrato yo que me alejaba del ser más noble,
inmerecido de llamarme su hijo.
Al fin llegué. “San Cosme” rezaba
el muro donde cientos de nichos acogían los cuerpos que se iban pudriendo,
aunque por lo antiguo que era esa parte del cementerio, ya todos los difuntos
debían ser polvo.
Levanté mi vista a su lápida,
donde una mano blanca marmórea tomaba una rosa entre sus dedos, más abajo, su
nombre y la fecha en que me dejó, 25 de abril de 1977.
“De amor nadie se muere”, siempre
he leído y escuchado. Nada más falso, aunque sólo he conocido a una que murió
de amor.
Arrodillado bajo su fría lapida
rezaba, lloraba y recordaba. Trataba de recordar sus caricias, su voz, su forma
de mirarme como lo único que le dejó ese amor que la mató. Y también el rostro
del asesino.
El viento se llevaba mis lágrimas
pegando el sucio polvo en mi rostro.
“¿La conoces?” – sonó una voz a
mi espalda.
“Era mi madre” – respondí mirando
al hombre con un gran abrigo que le llegaba a los tobillos y que se alejó sin
darme tiempo a preguntar lo mismo.
Las borlas de su negro abrigo se
movían como lúgubres alas, volando mientras se alejaba.
Su rostro pegó como un rayo en
mis recuerdos infantiles, así como el dolor de mi madre al perderlo. Su llanto,
su desesperanza, la delgadez de su cuerpo al dejar de comer por la pena, sus
lágrimas escondidas en cada rincón del hogar que tuvimos. Su último suspiro al
romperse su corazón literalmente. Mi infancia sin ella.
Me puse de pie dispuesto a seguirle
sacando mi correa la cual enrollé en la mano, serviría para dejarlo inconsciente
al rodearle el cuello. Después de todo,
mi madre siempre lo quiso de vuelta y había algunos nichos vacíos dentro de los
cuales nadie lo escucharía gritar.
¡Papá! – lo llamé a través de los
largos pasillos.
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