*Favor de leer el presente relato con la melodía adjunta.
Los adoquines de la calle
londinense se iluminan a cada paso que ella da. Los faroles recién encendidos
brillan iluminando quedamente el camino de la muerte. La pequeña de rizos
dorados se mueve lánguida en la penumbra.
Arrastra su vestido por la fría piedra que se levanta al toque del viento
invernal cual alas de ángel incorpóreo. Levanta el rostro a la ligera lluvia
que golpea su cara infantil. El sombrero de seda celeste apenas cubre su pálida
tez y sus piececitos avanzan inclementes por la oscura y estrecha calle.
Llega al puerto que la recibe con
la algarabía de las fiestas, los fuegos artificiales y artilugios traídos del
lejano oriente hacen brillar sus pupilas a cada estallido en el cielo, las
voces alrededor festejan sin tomarle importancia a su presencia. Qué bien se
sentía poder ver el nacer una nueva era. El primer día de un nuevo siglo.
La fría brisa envolviendo las
gotas de lluvia se desplaza a su lado, su piel exánime no siente el frío ni el
viento, sus pies apenas tocan, ahora, el piso. Las borlas de su vestido se
deslizan como alma en pena buscando una víctima para saciar sus instintos.
Pequeña asesina, preciosa homicida sin alma ni escrúpulos.
Sonríe al ver a su víctima, se le
acerca inocente, está perdida, pide ayuda, llora en su regazo. Siente la piel
tibia abrazarla, rodearla con su calor, el latir de un corazón cabalgando y los
ríos de color purpura que corren bajo la dermis que la protege.
Se abraza a su samaritana que la
ayuda sin pensar, en la oscuridad del abrazo entreabre sus labios carmesís, las
blancas perlas de los dientes brillan sutiles. Los pequeños colmillos relucen
al clavar la mirada en los ojos horrorizados de la victima que comprende que es
muy tarde.
Lanzada a su cuello como frágil
flor, sus garritas se prenden de los ropajes y sus dientecitos se hincan en la
carne que solo consigue desgarrarse más
a cada movimiento de intento de huida.
Preciosa víctima, querida mia, aliméntala,
nútrela, revívela, haz que sus venas se hinchen y humedezcan, que su pequeño
corazón se bañe en tu vital liquido. No dejes morir a mi niña de piel de marfil
que comienza a disfrutar de este mundo de oscuridad.
Entre sus pequeños brazos, la
inmolada cae, su cuerpo se desliza sin vida ante su infantil mirada. Ya sin
sangre, un cuerpo inerte, vacío envase de valioso contenido.
Su vestido no fue manchado,
aprendió bien. Deja caer a la adorada en
el húmedo suelo de aquel lugar de celebración. Su sombrerito fue desatado por
algún intento de salvación, se acomoda y limpiando sus sonrosados labios con el
delicado pañuelo blanco prosigue su camino.
Alrededor de ella la gente
celebra extasiada, ninguno de los latientes corazones se fijó en la muerte que
llegó en zapatitos de charol, entre luces en el cielo, gritos de júbilo, licor
y baile.
Se aleja con su canción infantil
en los labios y el cascabel de su cuello
que susurra en la noche. Ahí va Delphine.
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