viernes, 17 de abril de 2020

REFLEJO

El espejo te reflejaba a ti completamente. Tus ojos que nunca olvidé y los anhelos que se hallaban en ellos, tantos sueños que plasmé en tus iris negros como el ónix más brilloso.

Era imposible olvidarte por más que cerrara los míos, te veía a ti en cada espejo, en cada vidrio, en cada arroyo cuyo reflejo dibujara en si mismo el cielo.
Mea culpa al no querer olvidarte aunque todos me lo aconsejaran. Quieren festejar la muerte de tu memoria pero renaces como fénix apenas mis ojos se posan en mi mismo.

Malditos órganos que estampan en mí tu rostro, aquel tan conocido, tan amado. Aquellas cejas pobladas y la nariz recta, tu boca con ese labio grueso que se recoge en un coqueto mordisco al avergonzarte. Tus luceros que, oscuros como la nostalgia, me atormentaban con cada mirada, con cada chispa que aparecía en ellos cuando sonreías y estos se achicaban a tu gesto.

—Olvídala hermano —escuchaba a cada momento —deja de pensar en su imagen, en su rostro y su cuerpo. Deja de pensar en su caminar, en su movimiento. Muchas caras hay en el camino, fíjate en alguna de ellas.

Pero no podía, me era imposible hacerlo, renacías en mi mente a cada momento. Aplastaba con mis manos mis mejillas y apretaba mi cabeza entre ellas tratando de sacarte de mi mente. Cerraba los ojos escuchando mis propios gemidos al tratar tercamente de olvidarte.

Ya no salía, encerrado estaba en lo alto de mi cuarto, con todos los espejos cubiertos y todo en lo que pueda aparecer tu recuerdo, todo en lo cual podría plasmar tu imagen mi mente enferma.

Nadie entendía el por que de mi imposibilidad de olvidarte, de mi obstinación por el recuerdo de tu rostro.

Consumiéndome fui con el tiempo, perdido en esa habitación que me absorbía entre sus paredes, cuyo piso se abría para tragarme en mis propias memorias. Y tu, naciendo una y otra vez en mi mente. Arañábame la cara en mi desespero por ti, las uñas llenas de mi propia carne ensangrentadas quedaban. Mi pobre madre, en su angustia, pidió que me amarraran a la cama de fierro. Ahí permanecí con los ojos cerrados, para no verte en cada lugar donde los posaba. Pero ¡ay de mí! y de mi testarudo pensamiento, mis ojos te veían hasta en mis párpados, en la pared de piel que los cubría.

Luchando logré zafarme de uno de los amarres que aguantaban mis manos, mis uñas se adentraron en mi cuenca sintiendo la suave dureza de mi globo ocular, mordí mis labios por el dolor que me proporcionaba. Con templanza, mis dedos fueron profundizándose en ella, mis uñas agrietando el órgano que captaba tu maldito rostro, finalmente hundiéndose en su húmeda resistencia, parecía nunca poder romperse. El último esfuerzo, ahogando el grito que cubrió de sangre mi mano, una explosión dentro del cuerpo y la dolorosa liberación del aullido más fiero. La cuenca vacía dejaba correr su contenido que entraba a mi boca por momentos. Un enemigo menos de tu recuerdo y mi sufrimiento. Faltaba el otro y ya no te vería ni por dentro ni, lo que es peor, por fuera. Miré una vez más mi cuarto sin esquinas, sus muebles, sus enseres. De pie me puse descubriendo el espejo y vi por última vez tu reflejo, tus facciones, recordando aquella vida que tuve antes de nacer en esta, donde te seguí amando.

Arrodillado me encontraron con las cuencas vacías, sollozando, invidente y más cuerdo.

En esta vida ya no me enamoraría, porque en mí se hacia realidad, en carne y agonía, la maldición que tenía: “el rostro tendrás del que fue tu amor, en tu pasada vida”.