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lunes, 8 de agosto de 2016

DELPHINE: CIRCO




*Favor de leer el presente relato con la melodía adjunta.

La pequeña Delphine caminaba por las calles empedradas mirando las farolas de aceite que comenzaban a encender los guardias de la vieja ciudad. El cielo, lleno de nubes bajo el fondo gris, presagiaba un chubasco.

Sus pasitos cortos y mimosos la llevaban a ningún lugar conocido. Ciega de hambre, como casi siempre, buscaba a algún buen samaritano al cual despertar la ternura y compasión que su delicada presencia provocaba.

Cachorra indolente del ser más pérfido, prohibida fecundación del anticristo en la tierra, su apetito insano no se saciaba con un solo cuerpo pero sabía, por la sabiduría de sus años, que no podía ir dejando el rastro de cadáveres que ella apetecía.

Abrió su paraguas de hermosos listones bordados en el borde, arregló los rubios bucles bajo el sombrerito celeste de seda al igual que su vestido de puntilla. Pequeños guantes remataban el atuendo y sus clásicos zapatitos de charol la enrumbaron hacia la colina donde se alzaba la carpa de líneas rojas y blancas del circo que acababa de llegar.

¿Quién en su sano juicio extrañaría a esos engendros? ¿Quién lloraría por alguna de esas aberraciones que la naturaleza, en su extraña misericordia, se dignó a dejar vivir? ¿Quién echaría de menos a esas criaturas negadas de la vista de Dios?

Las telas de la carpa volaban en el aire siniestro y plomo que silbaba en los oídos como una canción degenerada. Los cabellos dorados golpeaban su carita e hicieron volar su pequeño paraguas. El animador del circo gritaba llamando a la gente, a los niños y familias que de la mano aparecían sonrientes. Nombraba a los acróbatas, a la señora gorda, el hombre fuerte, los enanos, payasos, pinheads, la mujer de dos cabezas, el torso viviente y otros pobres infelices que iban a exhibir sus miserias y deformidades por unas cuantas monedas.

Delphine se sentó en la entrada mirando a la gente pasar, huérfana y solitaria, veía como compraban los algodones de azúcar y los bastoncitos de dulce con los ojos azules que lucían más claros en esa tarde gris.
Pero ella no estaba ahí para ver la función.

El espectáculo comenzó y el murmullo de las risas, gritos y canciones llenaron el espacio. La pequeña asesina con brillantes zapatitos se dirigió detrás del toldo, donde las caravanas de madera, estacionadas en círculo de los artistas, les servían como humilde casa.

La función comenzaba y pasaron los enanos corriendo vestidos de payasos, el último de ellos nunca llegó a la carpa. Desapareció bajo uno de los carros jalado ágilmente del tobillo por una manita enguantada. Nuestra pequeña, clavando sus colmillitos de perla en el deforme cuello, sació, en parte, su sed.

Limpiando sus labios de rubí con albo pañuelo sintió curiosidad y metió la cabeza bajo la carpa en el momento en que los trapecistas volaban por el aire apestoso de sudor, grasa y dulces. Sus gráciles movimientos la fascinaron y una chispa de inocencia infantil ilumino su azul mirada.

Pero el hambre volvió a abrirse paso por sus secas venas. Uno a uno el circo fue quedando sin artistas, nadie acudía al llamado del presentador que con una sonrisa fingida y la cólera reflejada, en sus rojos ojos, se disculpaba con mil mentiras.

Tirando al suelo su sombrero de copa, luego de despedir a la gente que se fue clamando por su dinero, salió de la blanquiroja carpa, sus pasos se hicieron cada vez más fuertes y pesados, a cada momento se le hacía más difícil despegar los pies del piso de tierra, la oscuridad no lo dejaba ver la superficie.

Llegó al primer carromato que estaba iluminados como todos los demás, estaba vacío y el piso manchado con la sangre que acababa de llevar en la suela de sus zapatos. La luz de la lámpara del vehículo ilumino la tierra enrojecida y pegoteada por la matanza que aconteció minutos antes.

Caminó hacia el centro de la caravana que silenciosa mostraba los rastros del paso de la diminuta nosferatu. En las puertas de cada carro de madera un cuerpo terminaba de desangrarse, por los cortos escalones de madera, delgados riachuelos escarlata caían brotando de pequeños hoyos como los del cuello de la mujer barbuda o de cortes abiertos como los del hombre fuerte que denotaba una lucha mayor y grandes tajos, que casi degollaban a la presa, como en la mujer gorda, cuyo cuello debió ser un desafío para la dorada criatura al tener que destazar las lonjas de carne.  Los cuerpos colgaban por puertas, escalones y ventanas de los coloridos vehículos de madera.

La sangre en la tierra se confundía con la arcilla que, abriendo surcos, dibujaba el mapa del camino de la infante homicida.


El silencio sepulcral lo envolvía ahora, el batir de alas de los pájaros nocturnos se oía taladrando sus oídos. En el último carromato, las sombras de movían en el interior, se acercó lentamente solo para ver a una deliciosa niña rubia como el sol y hermosa como el mismo amor, sus manitas prendidas del vestido de la dama parecían pequeñas pinzas de escorpión que aferraban el cuello de su plato principal. La mujer de dos cabezas, y dos cuellos, gemía con sus últimas fuerzas, un hilo de sangre carmesí corría por uno de los cuellos cuya cabeza yacía inclinada sobre su pecho, ya muerta. Su cabeza hermana daba agónicas inspiraciones de vital oxigeno con los párpados cayendo sobre los ojos que iban apagándose con el reflejo de unos zapatitos de charol en su interior. 

martes, 7 de junio de 2016

DELPHINE : IGLESIA


*Favor de leer el relato con la melodía adjunta.

Los suaves rizos rubios de mi niña hermosa vuelan a su pausado andar, entra con cándido paso a la iglesia que la recibe con sus puertas abiertas como las alas de un ángel celestial y generoso. Los vitrales de colores con mártires figuras dejan pasar la luz del día que va desfalleciendo. El olor a la madera del techo que gótico se alza en altas naves en punta, las banquetas de tosca madera y la obra del artesano que talló esos relieves convirtiendo el tronco y el yeso en figuras santas la rodea con las vírgenes y los niños que la miran acercarse al altar de nuestro Señor Jesucristo que con su mirada caída contempla sus pies ensangrentados y atravesados.

Lo mira con pena, con la dulzura de sus años y la piedad de sus grandes pupilas. Sus pies sangran sobre cruz de madera con líquido de roja cera.

Una hilera de sacerdotes va entrando desde la sacristía, no se ven sus pies, sus hábitos los cubren y se mueven sobre el pulido piso como ángeles oscuros levitando. Mi niña parada al centro, entre las bancas y el altar sagrado, sólo los mira con su pequeño muñeco tuerto aferrado.

Sus ojos brillantes de rojas chispas, que opacan su pálida piel mortecina,  los observan mientras la ignoran, su pequeño cuerpo quema, su carne trémula tiembla al sentir el escozor del lugar. Esboza una forzada sonrisa de dientes de perla y su cara se enciende en la más pura esencia.

Una mano toca su hombro, estruja su delicada manga de seda rosa y mi pequeña levanta su mirada agradecida de ser recibida en aquel bendito lugar. Acostumbrada ya a ser creída huérfana, infla sus redondas mejillas sonriendo, balbucea, ríe y llora mientras cuenta. Es recibida y llevada dentro de la casa de Dios, pasará la noche ahí antes de llevarla al lugar donde yacen sus demás hermanitos de infortunio.

La noche cae rauda y las voces de los cantos sagrados llegan hasta sus oídos a través de los corredores en donde revotan los ecos de las palabras. Lámpara de aceite en mano, recorre los vacíos pasillos. Sus pasitos en zapatos de charol retumban en la oscura noche y su sombra se deforma bailarina en una gigantesca imagen.  

El comedor está encendido con velas por doquier, un sacerdote canta mientras los demás comen opíparos alimentos que jamás vio en orfanato alguno. Los rechonchos curas llenan sus tripas y los restos que no pueden masticar caen por la comisura de sus gruesos labios.

Pequeña fiera vengativa y justiciera recordando los enjutos cuerpecitos de los que se alimentó, los delgados niños que llenaron sus venas secas con el poco vital liquido que podían producir. Pobres huérfanos, pobre pequeña escoria de las calles que comían lo que aquellos sobraban.

Se acercó a pedir comida a la gran mesa, su manita estirada y su rostro de evocación no consiguieron la generosidad de ninguno de aquellos adiposos santos varones. Empujada, ignorada, manoseada y humillada se sentó en una de las esquinas del lugar oliendo los potajes. Sus dedos jugaban con el cascabel regalado por su pequeño muñeco de trapo y sonrisa cosida. Su sonido la acompañaba mientras planeaba, mientras calculaba.

Se sentó en el regazo de uno de los curas alejado a descansar, acarició su rostro con sus blancas manitas enguantadas, sentía las manos del mismo sujetándola, rozando vestidito y muslos, encajes y talle, bordados y pechos inexistentes. Dilató las azules pupilas como su naturaleza impía le había enseñado, dejó caer su influjo sobre el pérfido que perdido en aquella maldita mirada infantil se dejó llevar. Su pequeña boca se adhirió a la gorda garganta, los incipientes colmillos se hundieron entre grasa y piel, succionó hasta saciarse dejando caer, esta vez, gotas bermellón por sus labios y gotear a su rosado vestido. Balanceaba sus piernitas que no llegaban al piso sintiendo como los latidos del infortunado se iban acallando, como su sangre comenzaba a formar parte de ella. Su alma inmortal se consumió en fuego sádico, la euforia hizo presa de su voluntad, sus diminutos dientes se volvieron cuchillas, arrancaron labios, lengua y pedazos de rostro. Escupió asqueada el pellejo limpiándose con el delicado pañuelo. Lloriqueó al ver su vestido manchado por vez primera sacudiendo la cabeza en un reproche contra sí misma. Sus bucles dorados bailaban de un lado al otro sobre la tersa tez.

Ya el cielo estaba oscuro adquiriendo un matiz purpura que prometía una noche clara. Acarició los lacios cabellos de su víctima y con un beso en la frente agradeció su vida por la propia.

Se alejó del lugar, los curas aun comían y su pequeño cascabel se dejó oír hasta desaparecer entre cánticos y mordiscos.  Ya lejos, volteó hacia el templo y por los coloridos vitrales observó la fila de monjes que caminaba lentamente cantando como una procesión infernal.


Mi querida niña torció su boca de rosa en una perversa sonrisa  al escuchar el grito desgarrador que llegaba desde la basílica. 



jueves, 11 de febrero de 2016

DELPHINE: RONDA DE NIÑAS


*Favor de leer este relato con la melodía adjunta.

Delphine, salta tarareando una canción infantil, el sonido del cascabel de su cuello acompaña su delgada vocesita. Sus rizos rubios una vez más revuelan en el viento del atardecer que enrojecido da paso a  las primeras horas de la oscura noche. Su vestido floreado se deja llevar por el viento vespertino convirtiendo en ondas bailarinas su puntillado vuelo.

Como soplo del atardecer sus zapatitos de raso apenas tocan el verde césped acercándose al parque infantil en puntitas de pie que la llevan como las alas etéreas de un hada.

En el parque, los niños juegan en columpios y resbaladeras entre la brisa fría que baila entre los árboles que los rodean. Delphine se acerca despacito, paso a paso, a una ronda de niñas que cantan una alegre tonadilla. Con sus manitas enguantadas rompe el círculo colándose entre ellas, tomándolas de las manos. Las acompaña, ríe con ellas, dan vueltas y vueltas divertidas en saltos que parecen llevarlas al cielo mientras el vaho del aliento de sus risas se confunde con el frió ambiente.

“Vamos” –le dice a su nueva amiguita llevándola de la mano tras el árbol mas grande. Desaparecen tras el grueso tronco del centenario roble que cobija a la dulce asesina. Un corto grito es el único aviso y la blanca manita de la niña cae sobre las hojas anaranjadas de otoño que crujen al sentir el pequeño cuerpo aplastándolas.

“Mi querida niña, mi querida amiguita, pequeño recipiente de vida, cierra tus ojos mi niña, pronto pasará” – susurra en el suave oído Delphine que arrodillada con sus mediecitas de encaje toma la débil muñeca y hunde las perlas de colmillitos en ella, absorbe vitae y vida, líquido y alma, sangre y sueños. Se aleja dejando tras de sí su acostumbrado riachuelo carmesí sobre el césped y las hojas que marcan el camino que toma la pequeña muerte de melena rubia.


Su vestidito floreado queda intacto, pulcro y sin mancha, limpia la comisura de los rosados labios con el pañuelito bordado, se balancea en el columpio con sus piecesitos adelante y sus bucles dorados que vuelan y caen en su espalda, oyendo como los gritos de pánico envuelven el parque infantil, viendo como la noche se  torna cada vez más oscura y los primeros copos de nieve de la noche invernal comienzan a caer.



domingo, 17 de enero de 2016

DELPHINE: HUERFANOS



*Favor leer el presente relato escuchando la melodía adjunta.

Con los ojos cerrados y moviéndose frenéticamente, la pequeña mueve el arco del violín rojo carmesí que toma vida en sus manos denotando todos los años de su existencia. Las notas vuelan como vapor invernal alrededor de su cuerpecito que enfunda en un vestido de seda rosa, sus guantes acarician el instrumento haciéndolo flotar en sus sonidos etéreos, susurrantes y gaseosos que se tornan en agresivos gritos de agonía y desmembramiento cuando sus dedos lo torturan sacándole notas que sólo podrían existir en el infierno mismo.

Sus rizos se mueven sobre su espalda donde un hermoso listón de encaje remata el coqueto atuendo.

El violín queda en silencio, la pálida infante toma aire en un suspiro profundo  y comienza a tocarlo en un baile clásico donde sus zapatitos de raso del mismo tono del vestido danzan como los rayos del sol en la aurora que no ve hace siglos.

Pequeña sabandija de oscuros subterráneos y rincones en penumbra ¿que esta cavilando tu degenerada mente? ¿Como estas planeando saciar tu hambre esta noche de Reyes?

Pequeña Delphine, querida, querida niña inmortal e infernal ¿a dónde te dirigen bailando tus pies de muñeca?

Noche de Reyes, noche de regalos y deseos cumplidos. En los hogares se sienten las chimeneas encendidas y el olor a chocolate caliente que abraza a cada ser que los habita.

Afuera, sólo los desdichados, los desprotegidos, los rechazados por la gracia de tener una familia, los que en su vida no hicieron nada bueno a los ojos de nuestro querido Dios para ser amados.

La dulce Delphine camina sobre la nieve que cubre como blanca alfombra las empedradas calles de la Londres victoriana. Un ángel entre mendigos, una diminuta aparición bendecida con gran belleza inocente.

Pequeña huérfana en busca de acogida en el noble edificio.

 A sus puertas llegó sólo con su pequeño violín en la mano, sus bucles al viento y hambre en su rostro.

La nieve mojó su vestido y sus zapatos de tela empapados la hacían tiritar a la vista de la buena mujer que le abrió las puertas del lugar.

- “Pequeño ángel ¿cómo alguien osó abandonarte y dejarte en orfandad?”

Adentro los demás dejados, como ella, disfrutaban de la cena que buenos mecenas les ofrecían y se aprestaban a abrir los regalos donados.

Delphine se sentó entre ellos, cambiada ya, con la humilde ropita prestada. En un rincón, sus ojos fulgurosos veían toda la algarabía y la alegría de los regalos desenvueltos por los huérfanos cuyos semblantes brillaban con toda la felicidad de la esperanza mientras ella tocaba con sus blancos dedos el cascabel que colgaba en su cuello.  Los  corazones infantiles latían con la fuerza propia de su edad  haciendo que los torrentes dentro de sus venas se convirtieran en diminutos ríos caudalosos de ferroso contenido que despertaba su hambre en lujuriosa sed de sangre.  La niña era acunada por una rolliza dama que la hacía entender que no sabían que llegaría y por eso no tendría el esperado regalo.

Lágrimas fingidas caían por sus redondas mejillas esperando el fin de la fiesta.

Todos se acostaron con las pancitas llenas, durmiendo con su nuevo regalo en los brazos. La pequeña Delphine se levantó en la penumbra de la madrugada, su hora favorita en la que las sombras reinaban llenando las paredes del recinto. Acompañada por ellas y con su pequeño violín, visitó cada pabellón de huérfanos. Fueron muertes silenciosas, colmillitos hundidos en el frenesí más profundo que no dejaron gritar a las pequeñas víctimas. Sangre de párvulo, divina esencia de vida, puro elixir que llena los confines más oscuros de su podrido cuerpecito.

Sació el hambre en su cuerpo y dejó correr la sangre de los huérfanos formando charcos que en el éxtasis del ímpetu usó para hundir el violín y mantener el color que por siglos había tenido.

Al día siguiente el pueblo vio horrorizado como delgados ríos de sangre bermeja escurrían debajo de la puerta cerrada del edificio abriendo surcos en la nieve como los arroyos encarnados del averno. Cada pequeña cama contenía un cuerpo vacío, todos se fueron juntos como hermanitos.

La pequeña Delphine caminaba ya muy lejana por los aun oscuros callejones sintiendo el viento frío golpeando su rostro sonriente. No había llorado en vano, ella misma tomó el regalo merecido con sus manitas enguantadas.




viernes, 1 de enero de 2016

DELPHINE


*Favor de leer el presente relato con la melodía adjunta.

Los adoquines de la calle londinense se iluminan a cada paso que ella da. Los faroles recién encendidos brillan iluminando quedamente el camino de la muerte. La pequeña de rizos dorados se  mueve lánguida en la penumbra. Arrastra su vestido por la fría piedra que se levanta al toque del viento invernal cual alas de ángel incorpóreo. Levanta el rostro a la ligera lluvia que golpea su cara infantil. El sombrero de seda celeste apenas cubre su pálida tez y sus piececitos avanzan inclementes por la oscura y estrecha calle.

Llega al puerto que la recibe con la algarabía de las fiestas, los fuegos artificiales y artilugios traídos del lejano oriente hacen brillar sus pupilas a cada estallido en el cielo, las voces alrededor festejan sin tomarle importancia a su presencia. Qué bien se sentía poder ver el nacer una nueva era. El primer día de un nuevo siglo.

La fría brisa envolviendo las gotas de lluvia se desplaza a su lado, su piel exánime no siente el frío ni el viento, sus pies apenas tocan, ahora, el piso. Las borlas de su vestido se deslizan como alma en pena buscando una víctima para saciar sus instintos. Pequeña asesina, preciosa homicida sin alma ni escrúpulos.

Sonríe al ver a su víctima, se le acerca inocente, está perdida, pide ayuda, llora en su regazo. Siente la piel tibia abrazarla, rodearla con su calor, el latir de un corazón cabalgando y los ríos de color purpura que corren bajo la dermis que la protege.

Se abraza a su samaritana que la ayuda sin pensar, en la oscuridad del abrazo entreabre sus labios carmesís, las blancas perlas de los dientes brillan sutiles. Los pequeños colmillos relucen al clavar la mirada en los ojos horrorizados de la victima que comprende que es muy tarde.

Lanzada a su cuello como frágil flor, sus garritas se prenden de los ropajes y sus dientecitos se hincan en la carne que solo consigue desgarrarse  más a  cada movimiento de intento de huida.

Preciosa víctima, querida mia, aliméntala, nútrela, revívela, haz que sus venas se hinchen y humedezcan, que su pequeño corazón se bañe en tu vital liquido. No dejes morir a mi niña de piel de marfil que comienza a disfrutar de este mundo de oscuridad.

Entre sus pequeños brazos, la inmolada cae, su cuerpo se desliza sin vida ante su infantil mirada. Ya sin sangre, un cuerpo inerte, vacío envase de valioso contenido.

Su vestido no fue manchado, aprendió bien.  Deja caer a la adorada en el húmedo suelo de aquel lugar de celebración. Su sombrerito fue desatado por algún intento de salvación, se acomoda y limpiando sus sonrosados labios con el delicado pañuelo blanco prosigue su camino.

Alrededor de ella la gente celebra extasiada, ninguno de los latientes corazones se fijó en la muerte que llegó en zapatitos de charol, entre luces en el cielo, gritos de júbilo, licor y baile.


Se aleja con su canción infantil en los labios y el  cascabel de su cuello que susurra en la noche. Ahí va Delphine.