jueves, 26 de marzo de 2020

MADRE FÉRETRO

El armazón metálico que sostenía mi cabeza, apenas la dejaba moverse. Abrí los ojos, los tubos transparentes y el sonido acuoso que pasaba raudo a través de ellos, me despertó. Aún no me acostumbraba al lugar, pese a que había estado un tiempo incalculable en el mismo sitio, no sé cuánto a decir verdad.

Miré hasta donde pude inclinar la cabeza. La urna de vidrio que recubría mi vientre abierto me permitía ver su producto. Un pequeño engendro se agitaba, una masa informe aún que apenas presentaba un amago de dedos, se revolvía en mis entrañas. «¿Cuántos habían sido ya? No lo sé». La vida se movía dentro de mí, rebotaba a cada lado de la pared uterina como en un juego de ping pong marino. Mis ojos lo seguían sin poder evitar algo parecido a la ternura.


Alrededor, mi cuerpo estaba aprisionado; de pie, sobre una plancha de metal tibio, era sostenido por sendas argollas plateadas atravesadas por tubos que entraban y salían de él, de mis riñones, de mi estómago, de mis tripas. Pero mi vientre era lo más llamativo. Como un pequeño domo transparente, permitía ver mi interior y lo que crecía en él.

Miles de cuerpos iguales al mío yacían delante de mí, arriba, abajo. Las hileras eran interminables a mi vista. Mujeres de todo tipo respiraban con dificultad, moviendo los ojos aterradas, los gemidos salidos de sus bocas entubadas eran lo único que acompañaba el sonido del líquido que se paseaba por nuestros cuerpos abiertos y desnudos.
Calculé los años, hace una década que los niños comenzaron a fallar, ninguno nacía perfecto como era el sueño de cada padre. En una sociedad donde cualquier imperfección era condenada, los frutos podridos no podían permitirse.
Espermatozoides corruptos, óvulos imperfectos, nadie sabía a qué se debían las deformidades, las taras mentales y físicas que cada niño del planeta presentaba.
Recordé mi captura, el rodear de mis brazos, mis esfuerzos, las grandes manos demostrando su supremacía ante mis fuerzas menguadas. Luego, las luces que aparecían ante mí por momentos, entre el abrir y cerrar de mis párpados. El sonido del líquido corriendo, siempre el sonido y los tubos. Mis recuerdos se perdían entre el agua y la sangre que se turnaban para pasar por ellos.

Las horas pasaban lentas, eternas, movía los dedos de los pies en un intento por sentir que podía tener la voluntad de alguna parte de mi cuerpo. El tubo en la boca me ahogaba, trataba de abrirla y aspirar una bocanada del aire tibio del lugar donde nos mantenían. Mi vientre se movía a su antojo, lo comparaba con los demás engendros, sus hermanos, aquellos que habían crecido en el mismo lugar y que en algún momento, ya formados, perfectos y con sus cabecitas que se apoyaban en mi pared uterina pareciendo buscarme, habían desaparecido reemplazados por redondos óvulos fecundados.

Este pequeño embrión parecía no desarrollarse igual. Si bien no tenía idea del tiempo transcurrido, mi instinto de máquina reproductora —pues no podría llamarme madre— me decía que algo estaba mal.

Ellos se acercaron, los hombres de blanco con el escudo de la BIOH bordado en sus batas, se pararon delante de mí como un pelotón de fusilamiento. También se habían dado cuenta.

Susurraban entre ellos, mirándome a mí y a mi producto imperfecto. Un escalofrío recorrió mi columna entibiando mi corazón cribado. «Las madres siempre protegen al hijo que más las necesita, al más indefenso», resonaron las palabras de mi madre en medio de la corriente diminuta que fluía en mi cerebro. Me preguntaba si podría ir muy lejos, sobrevivir con el vientre abierto, llevar ese pequeño domo hasta el término. Las horas nocturnas llegaron, al menos es lo que suponía cuando apagaban las luces del criadero. Por primera vez busqué los defectos del féretro que me aprisionaba.