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miércoles, 11 de enero de 2017

PRINCESAS IV

Y Cenicienta cantó y cantó hasta que se le fue la voz. Los pajaritos, ardillas, conejitos y, sus amigos más fieles, los ratones del bosque atraídos por su canción, la ayudaban a escapar de la maldita torre donde la tenía escondida su madrastra.

Abajo, sus hermanastras se cortaban los dedos de los pies para que el zapatito de cristal les quepa, convirtiéndose así en la princesa del reino y casarse con el apuesto príncipe.

¡Apuraos criaturitas! – pedía Cenicienta con sus hermosos ojos azules llenos de esperanza y su blondo cabello cayendo desordenado sobre sus preciosos hombros.

Los ratones roían la vieja madera de la puerta tratando de aflojar la cerradura y los pajaritos traían la llave volando.

El roer de los pequeños dientes, filudos como cuchillos, iba logrando su objetivo.
La vieja puerta crujió y a un golpe de la bella niña, cayó pesadamente a sus pies.

Cenicienta corrió escaleras abajo desesperada, escuchando la despedida del príncipe y su lacayo que ya atravesaban la puerta.

En el salón de la mansión, la sangre de los dedos cortados por Anastasia y Griselda en su afán de meter sus grandes pies en el pequeño zapato, la hacía resbalar, cayendo un par de veces y manchando su viejo vestido de escarlata líquido. Su rubia cabellera, teñida por la sangre de las malvadas, se sacudía en el correr de la niña hasta la puerta.

¡Majestad, espere! ¡Aun falto yo! – gritó la chica sacudiendo la mano para llamar la atención.

El príncipe volteó a su llamado. La hermosura de la joven dama, a pesar de estar bañada en el espeso flujo rojo, lo cautivó; corrió con el pequeño zapato en sus manos, viendo al mismo tiempo la pequeñez de los pies de Cenicienta. Pero ¡Ay! Se tropezó a centímetros de la joven y la pequeña joya de cristal se hizo añicos.

La furia de la maltratada joven se vio alimentada por aquella afrenta involuntaria. ¡Ella también quería ser la princesa del reino y hacer pagar a cada uno de los que le habían hecho daño! ¡Y ese torpe príncipe insensato no se lo permitiría, había destruido la única forma de llegar a sus anhelos! ¡La prueba de su derecho a ser llamada princesa!

Comenzó a cantar pero, esta vez, su otrora melodiosa voz, asemejaba gritos. Ya no eran pajaritos del bosque los que llegaban a su llamado sino águilas, grandes pájaros de garras afiladas que certeras, cerraron las puertas de la mansión dejando afuera al lacayo, despedazándolo y haciéndolo su alimento.

Adentro los ratones y ratas llenaban el salón lamiendo la sangre derramada minutos antes. El príncipe aterrado solo atinó a refugiarse en un rincón mientras Cenicienta se acercaba lentamente hacia él seguida por las ratas negras como la noche, con pelos gruesos como hebras duras y ojillos brillantes en los cuales se podía ver el eterno infinito.

La mano de Cenicienta se levantó sobre su cabeza con un movimiento de baile flamenco, y en toda su traumatizada belleza, agitó la blanca mano, a la orden de la cual, las hordas de roedores corrieron sobre el asustado príncipe rodeándolo. Gruñeron, mirándolo siempre con los ojillos brillantes de furia y hambre.

El joven llenándose de valor pateaba a las primeras ratas que se le acercaban, las hizo volar por los techos escuchando sus chillidos de dolor.

Pero el círculo se fue cerrando sobre él. La peluda sombra lo cubrió mordiendo su blanda piel, diminutos diente como alfileres engullían pedazos mínimos de carne al mismo tiempo, comiéndoselo vivo.

Pero horrorosa fue su sorpresa entre tanto dolor, al sentir a las más intrépidas buscar las vísceras. Las partes nobles no fueron respetadas, las oscuras criaturas buscaban la forma de entrar en su cuerpo y todas las cavidades fueron utilizadas.

El cuerpo del joven era un volcán aullador de dolor, un tibio productor de sangre, que como lava bañaba a las, ahora, rojas criaturas que no se compadecían de su mortal sufrimiento.

Una masa de sangre en movimiento lo cubría ya, sin dejar ver lo que quedaba del cuerpo del malogrado joven. Las ratas salían y entraban por cuencas, fosas nasales y boca. Su vientre abierto asemejaba el nido de los roedores que corrían enredados en largas tripas blanquecinas y en el recto desgarrado uno de los animales asomaba su cabeza con el hocico lleno de pútrido alimento.

Cenicienta, sentada en el piso, a unos metros de la masacre, dejaba que el algodón de su vestido absorbiera el líquido vital derramado, el cual avanzaba por la tela cual marejada roja.

De pronto, un brillo llamó su atención entre la negrura de la estampida asesina.

Se acercó golpeando a las ratas con la mano, sacándolas del lugar. Al lado del cadáver con la sonrisa más bella, brillaba una pequeña joya, un pequeño zapatito de cristal, hermano gemelo del deshecho. El príncipe no había tenido tiempo, o valor, para anunciar su existencia.


La joven lo tomó, sacudió la sangre que lo envolvía. Se lo puso. Calzó perfecto.

Sacó la varita mágica del hada madrina que aun tenia prendido el ojo de ésta en la punta y con un “Bibidi babidi bu” convirtió a los ratones en caballos, a una vieja rata en cochero y la cabeza del joven heredero en elegante carruaje, al cual se montó encaminándose a reclamar su trono.


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Princesas I

Princesas II

Princesas III

domingo, 4 de diciembre de 2016

PRINCESAS III

Sus voces atravesaban la puerta de fierro que me encerraba a la libertad. El lugar húmedo y oscuro hecho con paredes de piedra me aprisionaba cada vez más.

Nuevamente vendrían por mí, a saciar sus instintos perversos en mi cuerpo.

Su tamaño no les impedía ser malvados. Al contrario, lo acrecentaba. Complementaban su falta de estatura con su rebalse de lascivia y malignidad.

Mi cabello negro como el ébano estaba pegado de sangre coagulada de los golpes que ejercían sobre mí. Mi piel, tan pálida como la nieve, aparecía llena de moretones de dedos, de palmas, de mordidas infinitas.

Me sacarían, como lo hacían diariamente, a atenderlos, pues no contentos con usarme carnalmente, también debía servirles cual infeliz esclava.

Salieron a la mina a arrancarle sus tesoros a la tierra dejándome, como era usual, encadenada a las paredes de piedra de la pequeña casita en medio del bosque.

La viejecita que venía a diario, por fin hoy traería lo prometido. La única forma de salvación de mi alma y mi cuerpo mancillados.

Me lo entregó en un pequeño frasco negro, una primorosa botellita de vidrio cortado con diferentes curvas y hendiduras que la hacían una minúscula obra de arte.

Por dentro contenía el más mortal de los líquidos, el más cruel, el más fiero.

Ellos llegaron tiempo después, la comida estaba lista y devoraron hasta el último bocado. Como postre, hermosas manzanas acarameladas adornaban la mesa.

Redondas expresiones del pecado original, dulces y tentadoras como tal.

Cada uno tomó una fruta de la bandeja que les ofrecía no sin ultrajarme antes con alguna libidinosa caricia.

Terminaron la perfecta cena con el postre perfecto. Una siesta reparadora finalizaría su día para levantarse a cometer sus atrocidades contra mí.

Sentada estaba frente al hogar que brillaba con sus flamas protectoras. Desde sus cuartos se escucharon los primero quejidos.

Salieron uno tras otro apoyados contra las paredes de la cabaña, maldiciéronme con voz ronca, casi ya sin habla. Se agarraban la boca y se tapaban los ojos, las hermosas frutas ejercían su dominio sobre su cuerpo. Quemábanse por dentro, las entrañas rugían, los ojos inyectados de sangre a punto de reventar, la saliva ardiendo quemaba lengua y el interior de la boca.

Los gritos pasaron de lamentos a aullidos del dolor más profundo.

Precioso Talio que todo lo destruyes a tu paso, que desmenuzas tripas y órganos, que quemas por dentro a tu víctima, que lo deshaces vivo poco a poco.

Un vomito negro, pestilente y mucoso brotó de ellos, unos a otros se lanzaban el nauseabundo deshecho y se resbalaban con sus propias heces del mismo color.

El cabello se les caían a mechones, haciendo su apariencia más espantosa aun. Desesperación, taquicardia, letargo, parálisis.

Me pasee entre los siete cuerpos convulsionados y agónicos, pateando cabezas y rostros de los cuales la sustancia negra aun surgía.

En mi mano, la última manzana acaramelada se lucia reluciente. La última, la única libre del mortal veneno. La mordí disfrutando el espectáculo, rescaté las llaves de mis ataduras y fui libre.

Comencé mi camino de retorno al castillo entonando una hermosa melodía acompañada del canto de los pajarillos y las criaturitas del bosque. 


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Princesas I

Princesas II

lunes, 21 de noviembre de 2016

PRINCESAS II

Y Rapunzel lanzó su cabello una vez más, ese cabello que había caído tantas veces en busca del amor de su vida. Aquel cabello mágico curador de todo, dador de vida y juventud. Aquel cabello que la condenaba a la cárcel que era su vida.

La alta torre la protegía del mundano ruido, de la febril vida, de las pasiones y el fútil día a día. Las sombras bailaban alrededor de ella, de las piedras de las cuales estaba hecha.

Ella en la ventana mecía su rubia cabeza, el movimiento suave y parejo la mantenía en un trance tranquilo. Sus largas trenzas colgaban tensas cargando el peso del tiempo, de la pasión y del amor verdadero que se deslizaba a diario por su ventana.

Se cruzaban cual doradas cuerdas al movimiento de la princesa, adelante y atrás, de lado a lado lo acunaban.

Príncipe que la amaba a diario, que hacía suyo su cuerpo y llenaba su oído de palabras tiernas. Príncipe que era su destino y su camino, que colmaba su boca de besos, de lengua y de te amos.

Príncipe que se alejaba después de poseerla, que no la liberaba, que la mantenía cautiva sin esperanza verdadera. Príncipe que perdió la cuenta y la razón de su existencia en el cuento. Príncipe que se olvidó de que era el caballero andante, el salvador, el príncipe azul.

Ahora no lo veía tan galante, echando su mirada hacia abajo lo veía entre sus trenzas, sostenido con la seguridad que le daba su larguísimo cabello. Pero esta vez ya no trepaba, ya no se acercaba con su sonrisa perfecta. Esta vez se estaba yendo, acabada su rutina bajaba una vez más.

Sólo un movimiento fue necesario para su propósito. Un movimiento rápido y brusco como el zumbido de un rayo.

El cabello formó collar de oro alrededor del real cuello. Sus pies se sacudieron agónicos y con su último esfuerzo levanto la mirada hacia su verdugo, la hermosa princesa que lo miraba desde lo alto de la torre, dueña de la dorada horca.

Rapunzel disfrutó del balanceo y de la visión de las pequeñas venas que fueron reventándose, los globos oculares convertidos en un pequeño mar de sangre donde los iris se ahogaban iban apagando la vida de su otrora amor.


"Debiste haberme liberado" – susurró mientras el viento se llevaba sus palabras y golpeaba el cuerpo, que colgaba a mitad del camino, contra las piedras. 


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miércoles, 31 de agosto de 2016

PRINCESAS I

Con un movimiento brusco logró al fin liberarse de sus garras. El pequeño demonio que todas las noches la visitaba se hacía cada día más fuerte. Sus garras le cubrían la boca y la nariz casi no dejándola respirar mientras se sentaba en su pecho. Su poder endemoniado no permitía que moviera sus miembros. Sus brazos y piernas anclados a su cuerpo la sofocaban sin poder siquiera lanzar un grito.

Cada noche la misma entidad la atormentaba, durante el día dormía tranquila. Dormía su tormento, su castigo y su pecado. 

Solamente se despertaba por momentos en las noches, cuando casi ahogándose en su propio cuerpo, el diablo que la abrumaba la soltaba y volvía a respirar con dificultad para volverse a dormir y sufrir un nuevo ataque.  Pero nunca abría los ojos, eso le era imposible.

Durante el día, su dormir era tranquilo.   
                
Años en el mismo lugar, escuchando entre sueños pasar la vida. Adivinando el cambio de las horas del día por la luz que atravesaba sus párpados siempre cerrados. Las estaciones pasaban cambiando los vientos y temperaturas que soportaba estoica en su tálamo mullido de la más finas telas y tapices. No por gusto era una princesa.

Esperaba una promesa, una promesa de amor que no llegaba. Soñaba con el roce de sus labios, con el despertar de su cuerpo al deseo y al verdadero amor. Y dejar al fin su suplicio nocturno.

Su cuerpo iba consumiéndose con el paso de los años, la magia que la mantenía inerme no conservaba su juventud. Su mente, perturbada ya por las noches tormentosas en las que la falta de aire la ahogaba y su propio cuerpo la aprisionaba, tejía historias de libertad con el interior de sus párpados como escenario.

Finalmente, llegó el día en que escuchó al dragón rugir, guardián de la torre donde ella se encontraba. El animal luchaba con toda la fuerza, el poder y el fuego que lo proclamaría, si la lógica fuera lógica, ganador de la batalla. El blandir de la espada contra las escamas duras y ásperas del dragón erizaba su piel imaginándose la lucha bajo sus ojos cerrados.

Su corazón latió a mil por hora cuando el último suspiro de su guardián fue seguido de un golpe fuerte y seco en el piso producto del peso de su gran cuerpo. Enseguida los pasos de su salvador se hicieron cercanos, el aullido de las bisagras oxidadas de la vieja puerta se hizo oír. Su mundo bajo los párpados se transformaba en una pronta realidad.

El beso fue tibio, presionó sus labios por unos segundos y pudo saborear su aliento de príncipe. La proximidad de aquel cuerpo masculino la estremeció y sus ojos se abrieron levantando los párpados al sueño realizado.

El la miraba cansado, sin la emoción que ella había esperado tantos años. Se levantó insegura, sus piernas temblaban por la falta de uso y debilidad, alrededor las telarañas habían hecho su reino, la espera había sido más larga de lo que se había imaginado.

De pie, delante del joven príncipe Felipe, tomó sus manos entre las suyas, él aún tenía la espada asida pero ella se la quitó con un movimiento suave, besando antes la mano que la sostenía.

De un certero golpe desprendió la cabeza del cuerpo del joven. Salió rodando por la puerta y cayó por las escaleras alimentando, finalmente, al dragón herido.
Salpicada de la sangre del príncipe se sentó en el piso abrazada a la espada que aun goteaba el tibio líquido y miró al horizonte a través del pequeño balcón de la habitación.

“Yo no me merecía tanta espera” – pronunció la princesa Aurora saboreando una gota que cayó en sus labios rojos como el carmín.