martes, 13 de agosto de 2019

GHADA: Cascabeles

Los cascabeles de su tocado tintineaban sobre su cabello azabache envuelto en flores y largos ganchos de metal ornamentados bellamente.  Sonaban a cada paso que daba, mientras ella aparecía despacito entre la penumbra del lugar. 

Movía su cabeza de lado a lado, estirando su delgado cuello cual hermosa víbora de ojos de ópalo y pestañas que envolverían al mismo Lucifer, pestañas que eran la perdición del hombre; oscuras y ondulantes como sus caderas que contaban diferentes historias cada noche, con cada melodía. Se sacudían y arqueaban, se ondeaban en un movimiento interminable como el vaivén de un péndulo.

Ghada disfrutaba, gozaba de pensar como moría, poco a poco, de miedo aquel hombre que escuchaba sus cascabeles acercándose, ¿Sabría que era lo último que escucharía?

Sigilosa se acercó, bailó alrededor del hombre atado, sentado, amordazado. Cada movimiento era perfecto, cada músculo le obedecía. Sus brazos abiertos, relajados, las manos suaves, con la palma hacía abajo, realizaban un floreo perfecto. Su pecho se movía al compás de los hombros que lo llevaban de un lado al otro, haciendo temblar los flecos y joyas colgantes de su corpiño, al tiempo que sus caderas no dejaban de temblar, de hacer bailar la piel de su vientre.

En un delicado movimiento, levantó el brazo sobre su cabeza formando un arco, su mano no dejaba de ondear y con la delicadeza de una lóbrega ninfa, sacó uno de los ganchos de su cabellera.

Hermoso gancho largo, plateado, con el trabajo de un detallista artesano en su cuerpo, que había plasmado pequeñísimos arabescos y figuras circulares en él, toda una joya de punta filosa que se escondía entre los cabellos de Ghada.

Hundió aquel fino ornamento en el ojo de quien la vio horas antes, en el ojo de aquel que había intentado tocarla groseramente durante su baile tribal. En el ojo de quien creyó en la promesa de una noche de pasiones sombrías.

Los gemidos crisparon el ambiente, ella no se detuvo, su vientre se movió al compás de los intentos de grito, vibraba y temblaba haciendo tintinear las joyas de su ombligo. La sangre la iba salpicando de gotas de rubí que adornaron sus caderas y que iban cayendo con su ondear, tiñendo su piel y sus faldas.

Giró en éxtasis, en un arrobamiento infernal de ojos cerrados que sólo podían ver sangre dentro de sus párpados como cardas cortinas. El giro terminó delante del acosador, con su mano golpeando enérgicamente el precioso gancho, traspasando el suave tejido ocular, vaciándolo sobre el rostro del desdichado. La punta halló el cerebro, lo profanó, partió sus rosados lóbulos dejándolo en penumbra eterna. En vital ceguera.

Ghada recogió sus faldas, humedecido el filo por el rojo rio, sacó su gancho, limpiolo en su piel, perdiéndolo nuevamente entre sus rizos.

miércoles, 3 de julio de 2019

ALAS

Extraño mis alas. A veces, cuando camino, la falta de su peso me hace tambalear y trastabilleo casi cayéndome, con el tiempo me acostumbraré seguramente, por ahora, solo atino a mirarme al espejo y tocar las marcas dejadas por ellas en mi espalda. Dos cicatrices en forma de hoz dan cuenta de su antigua existencia. Mis dedos palpan esa rugosidad de la piel que envuelve el duro resto oseo que apenas se asoma entre las clavículas. Aun duele, las heridas deben estar todavía abiertas por dentro. Por fuera, una delgada piel las cubrió pero con la presión, arde, quema, como el lugar donde terminarán mis días, o mejor dicho, donde los sufriré perpetuamente. Duelen si, pero más fue el dolor que sentí al caer. Al sentir el firmamento abrirse bajo mis pies. Caía lento con el aire desnudando mis alas, las veía perder su color, su blanca esencia, abandonaba mi halo mientras mi rostro en uno carnal se tornaba. Mi falta de fe en la deidad me había llenado de dudas ante su amor incondicional lleno de pruebas.

Y caí a la tierra fría, tan diferente a mi cálido hogar entre las nubes, donde su amoroso corazón nos mantenía tibios y amados.

Mis alas fueron quemadas por la conversión al más vulgar ser humano, fueron desprendiéndose en la caída así como mis más arraigadas creencias en la eterna misericordia celestial.

El piso, mojado por la infernal lluvia, recibió mi cuerpo adolorido y desesperanzado. ¿Por qué había dejado de creer? ¿por qué mi fe se perdió entre las miserias del mundo? ¿Por qué la divinidad dejó escapar a uno de sus luceros?

Sin entender las preguntas de mi mente insana, me levanté con dolor, que por primera vez sentía, mi ropaje ensangrentado, denotaba el impacto de mi caída. Tuve conciencia de mi cuerpo gracias al sufrimiento en él. Mis pies desnudos no se acostumbraban al frío del cemento del que estaba hecha la jungla que había escogido como nuevo hogar, quizá me había equivocado, pero la perversión mundana es más grande que el temor al arrepentimiento.

Recogí mis manchadas ropas, sucias de sangre de traición, puercas de remordimiento, impregnadas de incredulidad en mi Dios antes supremo.
Caminé como un crío en sus primeros pasos, con los pies inestables, ignorante del mundo pero avancé, avancé hacia mi nuevo Dios, a sus brazos oscuros, a sus ideas macabras, a la incertidumbre de sus intenciones.



martes, 21 de mayo de 2019

BABETTE



*Favor leer acompañado por la melodía adjunta.

Los ojos entrecerrados de Babette denotaban su cansancio o tal vez su aburrimiento. El hombre bailaba ridículamente movido por una fuerza invisible que lo hacía retorcerse en posiciones imposibles. Su cabeza se doblaba a un lado y otro y giraba transgrediendo todas las leyes de la anatomía, su mueca de dolor era ignorada por la mudez de su boca. Su cuerpo se torció, se dobló hacia atrás quedando su columna en una posición de U invertida que iba apretándose poco a poco, uniendo los brazos y piernas, propinando que la columna se partiera con un sonido a plástico roto. La boca del hombre se abrió desmesuradamente en un grito que nunca se oyó. 

Su cuerpo cayó muerto y unas delicadas líneas de rojos riachuelos se deslizaron por sus muñecas, codos y hombros, así como sus tobillos y rodillas. Unos delgados cordoncillos apretaban la piel de sus miembros hasta abrirla en estrechas heridas por donde se vaciaba el sangrante cuerpo.

Los finos hilos fueron retrocediendo como teniendo vida propia, desatando el cuerpo inerte de su otrora prisión.

Babette halaba sus cabellos rojos que flotaban en el aire como si poseyeran articulaciones y éstas se movían a su voluntad. Echada de lado, sobre su cuerpecillo de plástico, enrollaba su cabellera con la cual había podido manejar a su antojo a esa pobre alma desgraciada que yacía en el suelo, rota, contraída, deshecha.

—Se rompen con tanta facilidad — pronunciaba con esa voz con eco del que su pequeño mecanismo interior la había dotado y un mohín burlón en su rosada boca. Se bajó de la repisa, donde el dueño de la juguetería la había situado para ser admirada. Era tan linda, sus grandes ojos envolvían el mundo, su pelirroja melena, larga hasta llegar al piso, se enroscaba en suaves rizos brillantes, sus mejillas sonrosadas le daban ese aire de vida que no tenían todos los juguetes que sentados alrededor de ella, miraban su extraño actuar. Viles ingenuos, no entendían su magnificencia dentro de su cuerpo de hule.

Babette miró a un punto fijo concentrándose, tarareando la melodía mil veces grabada en su disquito interior y a su ritmo, sus cabellos se alargaron en múltiples veces su tamaño normal y danzaron, bailaron en el aire al ritmo del clásico Pizzicato apoyándose en el piso del lugar con la fuerza para levantarla en el aire y depositarla suavemente en el suelo, junto al cuerpo de su difunto dueño que estorbaba su salida del local. Su cabellera fue envolviendo y levantando los restos del hombre para que ella pudiera pasar, los brazos rotos en mil partes, las piernas grotescamente dobladas, todo era levantado por la fuerza de sus mechones rojos, como envueltos en las flamas más ardientes del infierno.

La muñequita caminaba dejando atrás el encierro, su vestido se movía en la brisa nocturna de otoño y la luna alumbraba las vitrinas de la tienda que reflejaban su libertad. Miró de soslayo la vidriera, su mágico cabello se arrastraba por la vereda, lo levantó para protegerlo. Vio su perfil, deteniéndose por un momento. Su redonda cabeza se destacaba sobre su cuerpo delgado. Era verdad que tenía los ojos más hermosos, más deslumbrantes, en los que cualquier niña soñara reflejarse. Su pequeña nariz en puntita le daba el aire delicado de alguna princesa y su boca, siempre roja, parecía una frutilla madura. Pero su cabeza, el tamaño de ésta, desproporcionada con el resto de su ser, la sumía en la depresión más profunda. Sus ojos se tornaron oscuros, se entornaron en una mirada vacía, sus labios, antes hermosos, adquirieron un rictus duro, caminó con pasos fuertes, como si sus pequeños pies de jebe pudieran hundirse en el cemento como en piel arrancada. Ya pagarán todos los impíos, ya sus cabellos enredarán sus cuellos, atravesarán sus cabezas de oreja a oreja y entrarán por sus bocas saliendo por sus ojos infieles. Ya amarrará sus miembros, cual titiritera orate, para hacerlos bailar, bailar hasta que sus articulaciones se desprendan de los huesos, hasta que los huesos sobresalgan de la piel marchita, hasta que la piel hecha jirones se despegue del cuerpo, hasta que el cuerpo se convierta en una masa informe amarrada por divinos hilos de cobre. Y, en ese momento, le tocará bailar el hermoso Pizzicato que cantará desde su disco de plástico para que pueda hundir sus piececitos en cada órgano extirpado, caído fuera del cuerpo por entre las heridas abiertas. Cuán feliz sería embebida en el rojo matiz de la esencia vital, su figurita de jebe absorbiendo el rojo líquido, el límpido extracto. Las gotas de rubí subiendo por sus formas hasta llegar a su cabello, tiñéndolo aún más, adquiriendo su rojo color característico, rojo de cada víctima, de cada cuerpo vaciado. Babette dobló la esquina, su melena voló al viento y el sonido de sus cortos pasos se perdió en la inmensidad de los sonidos nocturnos.