sábado, 22 de abril de 2017

HOMO LUPUS: Enamorados



*Favor de leer el relato con la melodía adjunta.

Angelique se movía entre las sombras de la ciudad que fría le regalaba los vapores de su niebla. Su rojo pelaje al viento se confundía con el aura escarlata de algún demonio en fuga.

Los faroles de aceite despedían su olor acostumbrado y las damas de largos vestidos barrían, sin querer con ellos, las calles. Los carruajes, en su loco correteo, se inclinaban sobre las húmedas piedras del camino al chocar de los caballos.

Escondida en las esquinas más álgidas husmeaba recelosa. Sus grandes ojos brillaban fieros mostrando su lado más salvaje pero su mirada era fija denotando la inteligencia propia de su naturaleza humana.

Un perro callejero le aulló asustado al encontrarla sin querer, un garrazo destrozando su cuello fue lo último que sintió.  Salió de ahí avanzando entre las callejuelas oscuras y húmedas, la lluvia cual clavicordio enfurecido taladraba sus oídos y opacaba el sonido de sus movimientos.

Versalles brillaba en una de sus miles de fiestas. Sangre noble borboteaba entre vinos y champagnes que les darían un sabor alcohólico.

París era tan diferente a Gévaudan, aquel pueblito al sur del que había huido poco antes. Había logrado evadir al caza recompensas que la perseguía incansablemente y regresaba a su ciudad de origen en busca de su familia y su hogar perfecto de perfecta dama.

El enrejado del palacio le impedía la entrada, lo rodeó olfateando, mirando las posibilidades. Los guardias lo cercaban, solo esperaba un descuido de cualquiera de esos jóvenes vigilantes. Solamente necesitaba que se alejen un poco, que ingresaran a uno de los jardines en los cuales ella, amparada por la oscuridad de la noche y su madre luna, era la reina.

Al fondo, el clavicordio, esta vez uno real y no el que siempre taladraba su mente, sonaba ligero envolviendo a los invitados de los bacanales acostumbrados por el soberano inquilino de palacio.

Afuera, la lluvia se convirtió en pálida garua que la acariciaba sutilmente sin lograr entrar en su rojizo pelaje que brillaba como bañado por polvo de ángeles malignos.

Al fin era la loba roja nuevamente, al fin libre a sus instintos de carne y libertad. No apretaban su gentil cuerpo vestidos ajustados ni modales impuestos.

Angelique rugía a la vida, caminó entre los hermosos campos recién podados, el olor de la húmeda tierra la acompañaba. Llegó al lugar más oscuro de los reales jardines de Versalles y ¡ohhh! buena suerte, bendición de algún dios travieso, un hoyo libre de reja la esperaba.

Su musculoso cuerpo se estiro entrando sigilosa.

Los ventanales aullaban de luz y música, las figuras caprichosas se movían de un lado a otro. Hermoso clavicordio que cantaba a la vida, notas suntuosas de lujuria que despertaban su sangre y sus deseos.

Detrás de un arbusto esperó asechando.

Jóvenes enamorados que se alejaban del mundanal ruido para llegar al oscuro jardín, perdiéndose entre los laberintos verdes del césped que formaba muros que los escondían de las miradas lascivas. Se entregaban a sus instintos, a sus carnales intenciones, a sus manos encendidas.

Angelique se acercaba oliendo el deseo que los abrasaba. La joven, con los ojos cerrados no vio venir la sombra roja que se cernía sobre el cuerpo de su candente amante. El no profirió un grito cuando la cánida dama hundió sus colmillos en el cuello masculino destrozándolo.

No se quejó cuando su cabeza colgaba de una débil lonja de carne que la unía a su cuerpo. La muerte escarlata puso su gran pata sobre el pecho desnudo de la chica, que minutos antes henchido de deseo se dejó exponer, los ojos horrorizados de la joven y el grito atorado en la delicada garganta incitaron a la bestia.

El hocico babeante dejaba caer la vil saliva sobre la rosada boca que la bañaba como rocío de cualquier mañana primaveral.  Las uñas como cuchillas afiladas desgarraron piel y musculo, quebraron hueso y cartílago. Sacaron el corazón que aun latía enamorado.

Angelique devoró amor esa noche. Intestinos y húmedos órganos fueron su complemento.

La noche terminaba, el manto violeta del amanecer comenzaba a cernirse sobre el real palacio. Huellas rojas de grandes garras estamparon la verde alfombra de césped mientras se alejaba.

Una vez más a su hogar, una vez más a su perpetua celda de oro forrada.

Nuevamente el mausoleo familiar la acogió en su infinita locura y dolor físico. La transformación revertió su maldición. Musculoso cuerpo en grácil figura,  horroroso hocico en angelical rostro. Pelaje escarlata en rojizo cabello sedoso pegoteado aun por la sangre que se secaba formando un casco de vergüenza.

De pie, la dama recogió su ropaje escondido entre los muertos. Vistiose tímidamente.

El frío aire matutino la hizo respirar en un suspiro triste. Limpio su boca ensangrentada aun, ya sin hambre. El cercano río lavó sus cabellos más rojos aun por el vital líquido.

Salió del cementerio, enrumbó hacia su hogar donde debía llegar antes de que el astro rey toque los ojos de los que ahí vivían.


Detrás de ella un par de ojos la miraban, nuevamente la había encontrado. Esta vez no se salvaría. La muerte estaba escrita para el bello monstruo. Esta vez, ni su belleza solo comparada con el amor mismo, ni sus ruegos saliendo por aquella boca roja como el más jugoso fruto, ni la cabellera que enmarcaba la más bella obra de arte la librarían de sus balas de plata.


*Si deseas saber como fue la transformación de Angelique, click aqui

jueves, 20 de abril de 2017

ORGASMO

Mis ojos abiertos solo veían tu cuerpo sobre el mío, el vaho que tu piel expelía me envolvía en el torrente de deseo más sublime y salvaje. Nunca en mi vida tuve un hombre que me hiciera temblar la tierra, que me pierda en el placer y que me haga olvidar la existencia mientras me tenía entre sus brazos.

Tus largas caricias me embriagaban haciéndome abrir la boca en gemidos ahogados y algunos escandalosos. Tus manos manejaban mi cuerpo como si éste fuera una muñeca de trapo que encontraste en cualquier lugar.

Cada pose, cada sucia palabra,  cada mordida y arañazo sorpresivo me llevaban a un nuevo nivel del placer más febril.

Había encontrado al fin lo que tanto había esperado, lo que tanto había pedido, lo que solo vi en películas y que supuse, no existía o yo no conocía.

¿Cómo era posible que alrededor mío la gente hablara de sexo lujurioso, de actos en los que no escuchaban, no oían, no olían ni saboreaban otra cosa que no sea el cuerpo de su amante de turno?

¿Por qué yo solo veía el techo o el colchón y pensaba en qué tenía que comprar para la comida de la semana mientras era poseída por un cuerpo caliente pero no vibrante?

Yo era tan simple, tan sencilla en mi forma de ser, de vestir, de vivir.

Mi vestido azul había sido roto por ti, embestido por tus grandes manos que echaron mi pequeña canasta de costura sobre la cama tirando los carretes de hilo multicolores, centímetros y tijeras sobre ella.

Encima, mi cuerpo ya semidesnudo bajo el tuyo se envolvía en mil hilos que lo apretaban cada vez más llegando a cortar la piel en algunos lugares en los que hacías presión olvidado en tu propio placer. Mi piel no se quejaba, al contrario, disfrutaba de aquel placentero dolor que se dibujaba como mapa cartográfico del propio Eros en mi piel desnuda.

El éxtasis llegó al mismo tiempo, en alaridos bestiales, en movimientos salvajes, en sudores compartidos y respiraciones entre cortadas.

El primer orgasmo estaba a mis puertas, entre las dos delicadas medias lunas que cubrían la entrada a mi entraña eterna.

Gemiste como animal en celo, como salvaje ser en el acto más básico y carnal mientras llenabas mi interior con tu simiente.

Mis manos asieron las tijeras que con un corte certero te abrieron el cuello como la boca más provocadora a un beso. Fui bautizada por tu liquido tibio que caía a chorros cual río de añejo vino sobre mi blanco cuerpo. Tus ojos desorbitados y tu boca abierta en un grito silencioso me hicieron entrecerrar los míos en un orgasmo aparte.

La tibieza de tu sangre recorría cada centímetro de mi piel, cada pliegue , cada hoyuelo y convexidad. Mi boca se llenó de ella cayendo como delicada pileta por la comisura de mis labios.

Flotaba en un mar rojo sobre blanca sábana donde me hundía en lúbrica pasión. Las pequeñas olas que se formaban en cada movimiento de tus fúnebres espasmos me tocaban como pequeños dedos infringiéndome crueles cosquillas.

La blanca palidez reinaba en tu rostro vacuo de vida, tu postrero gemido fue comido por mi boca abierta que atrapó tu aliento final. Mis muslos aferraron tu miembro en su última embestida.

El peso de tu cuerpo sobre el mío como minutos antes había sentido; cobraba, esta vez, nuevo significado. Más pesado, más entregado, más mío. 

Totalmente mío, me cubría para nunca más sentir.