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miércoles, 20 de junio de 2018

ALAS MARCHITAS



*Favor de leer el presente relato con la melodía adjunta.

Sus ojos cerrados sentían, sobre sus parpados, cada nota. Su cabeza, apoyada en el violín, se movía al compás de éste, del movimiento que sus manos le infringían al instrumento de sus desventuras.

En su cabeza dañada, las imágenes de sangre venían solas y recurrentes. Bellas manchas escarlata que formaban dibujos irreverentes, imposibles. Sangre de sus víctimas que coleccionaba en sus vestidos blancos.

La violinista lamía por momentos el arco, el arco que teñido de sangre era compañero de sus escapes. De sus aventuras en la tierra de los muertos, pues luego de su paso, ya no podía existir vida, debía llevarse alguna de las almas, engendrar dolor.

Sus pasos, las huellas que dejaba en el camino, eran cubiertas con lágrimas de sus semejantes que perdieron un ser querido en sus manos. Lágrimas de madres, cuyos pequeños durmieron en el regazo de la delgada asesina. De la pequeña parca disfrazada de dulce música.

Su rostro, en un gesto de placer sublime, se movía al compás de cada acorde que el violín lloraba. Sus ojos se apretaban en las notas más altas y su boca se relajaba en las más bajas.

Esperaba la hora etérea, la hora oscura, la más lóbrega de la noche, aquella que la invitaba a matar.

Bajó de entre los tejados que la cubrían, de los techos que eran su hábitat y su camino. Los pequeños eran su alimento, nutrían su placer más profundo, su apetito por la muerte, alimentaba su corazón enfermo con el palpitar de los pequeños corazones que se iban deteniendo en sus manos.

El cabello al viento, en un movimiento retrasado, la diferenciaba de cualquier ser mortal. Su deteriorada cabeza, como la de una muñeca, no se dejaba ayudar, ella era feliz así, malograda y rota.

Caminó, sus pequeños pies descalzos sobre la nieve de París no tenían frio, su clásico vestido blanco de tul llevaba, esta vez, los encajes más primoroso en los que, en poco tiempo, correría la sangre infantil llenándolos de vida, decorándolos.

A esa hora la iglesia estaba vacía. Solo los pequeños huérfanos dormían en los escalones, buscando una misericordia negada, la compasión que ni Cristo les había dado. El violín seguía resonando en su cabeza y ella caminaba a su ritmo, tarareando despacito.

Se sentó en un escalón de la iglesia, donde la nieve no había hecho escarnio todavía. Acarició el cabello de un ángel de ébano. Sus ensortijados rizos envolvieron sus dedos pálidos y largos. Levantó la frágil cabecita acomodándola en su regazo.

—Pequeño querubín de alas marchitas ¿qué hace un ángel como tú en el frío hielo? Bendición abandonada al frío invierno ¡qué cruel destino te espera en estas calles! — susurraba al niño acariciando sus cabellos negros.

El pequeño la miraba sereno, con los ojos entrecerrados por el frío, el hambre y el sueño. Un hada, pensó el pequeño, el cual no había sido acariciado por mano amorosa. Se dejó llevar por su cariño, no importaba de donde viniera, era calor, abrazó del talle al demonio mismo, escondido en la forma de una flor.

—Duerme pequeño serafín de negro cutis, duerme, cierra tus pequeños ojos de aceituna— sus dedos rodearon el cuello del pequeño que sintió el calorcito de su piel. Apretó sus manos de uñas largas, inclinó su cuerpo sobre el niño atrapándolo como nívea araña.

No pudo hacer nada el infante ante su fuerza, las blancas manos se llevaron su existencia , dedos marcados en su cuello ya sin vida. El arco del violín sirvió de daga, el arco preparado para estos hechos trágicos, afilado por su dueña de dulce vestimenta. Se hundió la punta en el pequeño pecho, corriendo hasta el estómago vacío. Pobre ángel hambriento que ella había salvado del aliento de la cruel vida.

La sangre brotó tibia como suave río, como delicado arroyuelo de tinta mora. Echado aun en su regazo, tiñó la blanca tela llenando el encaje del vestido , dibujando intrincados arabescos e hilos sinuosos que se impregnaban en el tul.

Alrededor, la noche abrazaba el aire. La luna acompañaba el sueño de los justos, de los abandonados. Se puso de pie, acomodó el cuerpecito en el escalón vacío, besó su frente agradecida por saciar su sed maldita.

Y se fue, chorreando sangre su vestido, cayendo en la nieve que se abría a cada gota. Se fue dejando muerte una vez más, se fue con su violín en la mano, tarareando como había venido. Se fue con su cabello negro que flotaba en el aire blanquecino. Se fue meciendo su cuerpo al compás del violín que fue acallando su sonido.

Nadie entendía su bondad.




viernes, 5 de enero de 2018

TAMIEL

Las campanadas de la catedral espantaban a los gallinazos que, negros, sobrevolaban el gris cielo de la ciudad jardín. Lima, oscura como siempre en los días de junio, reflejaba en sus pisos de piedra su tristeza más pura.

Las campanas llamaban a la misa como voces lúgubres entre la bruma de la húmeda mañana. Georgina, ocultaba su rostro tras la mantilla de encaje negro que caía sobre sus hombros, caminaba hacia la iglesia entre cantar de gallos, fantasmas y sombras. De su mano, colgaba un rosario y en sus labios la acompañaba la plegaria diaria:

-“Ayúdame San Tamiel, gemelo del mismo Dios, igual en poder, igual en grandiosidad, igual en benevolencia, todopoderoso Tamiel, santo entre los santos, solo por debajo de Yahvé”.

Uno a uno pisaba los escalones de la catedral que la llevaban a la imagen de aquel santo varón. Caminó a lo largo del pasillo de la nave izquierda de la gran iglesia, donde los santos famosos tenían grandes retablos de madera. Al final, en un delgado desnivel de la pared donde solo se llegaba por pérdida de los pasos o desviación de la fe, yacía su imagen sobre una pequeña columna, sin luz siquiera que lo iluminara. Se arrodilló delante de él. En su bolsillo guardaba la vela negra que aquel bendito ser exigía y la encendió esperando recibir su bendición mientras lo contemplaba extasiada.

Ahí estaba el en toda su gloria, su rostro delgado y de nariz larga apuntaban el piso de loseta recién pulida. Su ralo cabello apenas cubría su nuca y el plomo del yeso, con el cual habían modelado la figura, le daba a su piel un aire mortuorio.


En su mano, un bastón de punta redondeada que asemejaba, ¡santísima sangre de Cristo!, un largo y venoso falo, servía para castigar a aquellos que desobedecían sus normas. Su ropa raída tapaba su piel llena de llagas, producto de las santas orgías y sus excesos en vida por las cuales se le había condenado. Era un pecador redimido.

Georgina se preguntaba si muchos sabrían que bajo ese manto gris y marrón del santo, su espalda escondía un par de alas plegadas que rompían su piel atravesándola a la altura de los omóplatos  ¡Cuanto deseaba algún día poder verlas extendidas! El solo pensamiento la hacía arquear la espalda por el cosquilleo que le recorría la columna.

Arrodillada frente a él, en la penumbra de aquel escondido rincón, Georgina, esta vez, venía a pedir perdón.

Perdón por todos esos orgasmos reprimidos, por todos esos gemidos fingidos. Los pervertidos también tenían un santo y todos ellos sabían que si las depravaciones existían era porque Dios mismo las había dejado ser. San Tamiel cuidaba de que aquellas se cumplieran a cabalidad, en toda su magnificencia y su máxima expresión. Que se manifestaran en todo su éxtasis, que fueran reales, que no se osara romper la sagrada perfección de los excesos o los bacanales que sus feligreses, en su beatifico deseo, decidieran realizar.  Cada hombre, mujer, niño o animal debía cumplir su función so pena de molestar al santo patrón.

Georgina era la más ferviente beata, su más leal seguidora y creyente en sus poderes de cumplir cada uno de sus deseos más oscuros y temerosa de la ira del bienaventurado que tal como milagroso, era cruel sin miramientos.

Pero así como amaba a Tamiel, así era creyente en Dios y su hijo Jesucristo. De la sagrada trinidad; padre, hijo y espíritu santo.

Nada mejor que limpiar su cuerpo y mente con la palabra de Dios, con el espíritu impoluto que invadía su interior con cada Padre Nuestro, Salve o Yo Pecador.

No había domingo en que no asistiera a la comunión con Dios en la santa misa y venerara, al mismo tiempo, a San Tamiel, Patrono de los deseos impuros, un santo incomprendido. Pero ella atribuía su rechazo a la hipocresía de la gente que ocultaba sus más impropios deseos y apetitos.

Qué más demostración de sinceridad, honestidad y falta de falsedad que mostrarse a sí mismo tal cual somos y amar, en todas las posiciones, a tu prójimo, tal como dijo el hijo de Dios.

Ella no había podido conseguir al infante para la festividad de aquel día, su torpe e hipócrita sentido de decencia le había impedido cargar a ese hermoso querubín de rizos rubios y piel sabrosamente blanca que hubiera sido disfrutado por cada miembro de la hermandad del santo querido.

Una malvada vocecilla le había impedido separarlo de sus padres para convertirse en el objeto deseado de aquella fiesta del desenfreno con el cual se festejaba, por estas fechas, al querido San Tamiel, conocedor, tal como Dios, del bien y del mal.

-“¡Maldita moralidad!¡Perversa integridad!¡Desgraciada probidad que me impidió complacerte! Que no me dejó tomar al crío para nuestra sagrada unión. Perdóname San Tamiel por mi debilidad y dejarme llevar por la conciencia”-

De pie se puso Georgina al oír el llamado a la eucaristía y acudió a la comunión por la hostia consagrada. Tomó con las manos la blanca oblea y la llevó hasta los pies de Tamiel, que en ladino silencio, la esperaba.

Pasó el sacrosanto pan por los pies del santo y por cada pedazo de piel que mostraba la imagen. Se atrevió a sobarla entre sus propias piernas para, con un suave gemido ahogado, posarla en su  boca y sentir a ojos cerrados como se diluía en su lengua. La saliva mezclada con el sacro pan bajaba por su garganta, el placer más sublime cuando los músculos de su cuello deglutían, tragaban el líquido blanco que llenaba de sabor su interior y calentaba su vientre. Era el momento supremo de cada domingo, el instante en que se unía con él, el minuto que le servía para darle razón a cada día de su vida.

En arrobamiento estaba cuando la vela se apagó de pronto. La iglesia alrededor fue desapareciendo tras un manto negro que comenzó a ocultarla. Un estremecimiento recorrió su maduro cuerpo y la hizo caer sentada mirando de cara al santo que con un movimiento brusco volteó el rostro hacia ella.

Georgina abrió los ojos que luchaban por no salirse de sus órbitas y abrió la boca en un grito que no llegó a presentarse. San Tamiel ya estaba delante de ella tomándola del cuello con su mano de yeso frío.

La miró con sus ojos negros sin vida, como un par de botones brillosos sin fin en donde la mirada se pierde en la profundidad de la negrura.

-“¡Mil veces maldita! ¡Por tu obscena decencia no podrás nunca más disfrutar del placer más básico y necesario del hombre!¡Inmunda meretriz de vientre seco, no disfrutará tu garganta del lúbrico placer de sentir la sensación de unirse en comunión conmigo!” – escuchó la devota clamar en sus oídos.

La beata quedó arrodillada en el frío piso con la cara cubierta por sus manos, levantó el rostro lentamente para ver a la gente que, mirándola, ya salía de la santa misa que acababa de terminar. San Tamiel estaba impoluto, quieto, en el oscuro altar donde siempre lo encontraba.

Se encaminó a su casa aun temblando al recordar el episodio, ¿habría sido un sueño? ¿Su conciencia por el incumplimiento de su deber para con su santo patrón?¿Alguna alucinación presa de su  culpa?

Llegó a flagelar su cuerpo, nada más satisfactorio que girones de piel arrancados por los maravillosos pedacitos de metal incrustados en sus fustas que limpiaban su alma de todo pecado.

Se dispuso a desayunar sobre la mesa cubierta con mantel de blanco lino. Sirviose el café amargo que humeaba llenando el ambiente de más humedad de la ya habida. Sus labios se posaron temblorosos en el borde de la taza recordando el episodio.

El café caliente llenó su boca, bañó el interior de sus mejillas, su lengua y su paladar, el sabor agrio pero delicioso la hizo olvidar, por un momento, lo acontecido minutos antes.

Se puso rígida en un instante, los músculos de su cuello no la obedecían, lo intentaba mil veces sin resultados, el café aun reposaba en su boca quemándola. Le era imposible tragarlo, no pudo evitar aspirar aire sintiendo el ahogo que le provocaba el líquido en su boca. Fue peor aún, el café ingresó por su tráquea y esófago dejándola sin aire. Cubrió cada conducto respiratorio por el cual la vida entraba a su cuerpo.

Desesperada perdía el control de sí misma, se movía en todas direcciones intentando tomar el aire necesario. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al pensar en una muerte tan absurda ¡por un sorbo de café! Sus manos golpeaban desesperadas las paredes y saltaba, corría y caminaba exasperada al sentir el ahogo inminente.

Minutos duró la tortura y el café desapareció de sus vías respiratorias, tomó una bocanada de aire que, ella sintió, le salvó la vida. Su corazón latía saliéndosele del pecho y un sudor frío, de miedo infinito, recorrió su espalda.

Intentó tomar un poco de agua para refrescar su garganta raspada por el esfuerzo. Los resultados fueron los mismos, sin embargo, esta vez, ni siquiera la intento tragar, solo la escupió al sentir que los músculos de su garganta volvían a rebelarse contra sus órdenes.

Fue a la cama a descansar, temblando aun por el miedo de lo sucedido. Ante sus ojos cerrados, plasmado dentro de sus párpados, San Tamiel repetía su condena.

Despertó al mediodía más relajada. El recuerdo del café y el ahogo estaban quedando atrás y la verdad, ya se le antojaba el agrio saborcito en su boca. El almuerzo también le apetecía, sirviéndose un gran plato de éste.

¡Debía ser una pesadilla! el arroz atragantado en su esófago cubría, como más temprano, también la tráquea dejándola sin respiración. Más tiempo quedó Georgina sin aire esta vez. El arroz era sólido y no desapareció tan fácilmente como el café de la mañana.

Los días pasaron, la beata caminaba apoyándose en las paredes ante tanta debilidad. Alrededor la gente comía y bebía. Sus repisas, sus cajones y alacena, repletos de comida y agua, se burlaban de su desgracia.

Moría de sed rodeada por líquido y de hambre sin que le falte alimento. ¡Qué no hubiera dado porque un poco de líquido pasara por su cerrada garganta!

-“San Tamiel, apiádate de mí, aparta de mi este cáliz. Demuestra la misericordia que el todopoderoso Dios no mostró por su hijo. Comprueba que eres mejor que El” – rezaba con la boca seca, con los labios partidos de sed y el sonido de sus entrañas rugiendo por el hambre y quemando por los jugos gástricos que la devoraban por dentro.

Cada trago de agua de la gente que pasaba por su lado, la enloquecía; ver las gargantas moverse, en la dulce acción de tragar, era su martirio.

El siguiente domingo llegó encontrándola famélica. Salió de la oscuridad de su casa arrastrándose, agarrándose de las paredes hasta la santidad de la iglesia donde San Tamiel, seguro conmovido por sus reiterados rezos y pedidos de perdón, la disculparía y le quitaría el castigo. Estaba segura que apenas la hostia se derritiera en su boca, bendeciría su garganta y la abriría nuevamente.

La hora de la eucaristía llegó finalmente, apoyándose en las bancas se acercó al altar, donde el padre Ludovico poso su mano en su frente haciendo la señal de la cruz y tomando una hostia consagrada en la sangre de Cristo, la poso en la lengua salida de Georgina que en éxtasis la extendía.

Se puso de pie como pudo, sus pasos la llevaron al oscuro rincón de le efigie de yeso. La hostia iba derritiéndose con el calor de su lengua. Esta vez no esperó pasarla por la piel del santo, no esperó acariciar su propia piel con ella, no escuchó su gemido tímido y bestial al mismo tiempo. Sólo necesitaba sentir la saliva llena de santidad cruzar su garganta, acariciar su esófago y caer sobre los jugos gástricos de su estómago apangándolos cual infierno consumido en agua bendita.

Llegó a los pies de Tamiel, los beso sin poder aun consumar el acto de la deglución deseada. La garganta relajada no se movía, los músculos de ésta, como cárcel infernal, retenían el líquido bendito comenzando a bajar por su tráquea, aspiró involuntariamente, sintiendo el ahogo una vez más. Los pedacitos de hostia no diluidos, se le pegaron a las paredes de los orificios de aire, la pequeña porción de agua, que en su interior se asemejaban a un mar entero, inundaban éstos al mismo tiempo.

Se ahogaba con el objeto más sagrado de sus mórbidas fantasías.

“¡Tamiel!”- intento gritar con su último aliento, cayendo al piso al mismo tiempo. La saliva se incrementó por el esfuerzo de respirar, la lengua amoratada sobresalía dándole a su rostro un gesto horrendo.

Georgina miró al santo que esbozó una sonrisa en su cara de yeso, liberando a la beata del castigo.
Volvió a respirar Georgina con una aspiración ruidosa. Se tocó el cuello por el alivio que le causaba el aire nuevamente corriendo por sus pulmones.

Se abrazó a los pies del santo, sabía que no iba a abandonarla, que no podía dejar así a su más fiel devota.

Georgina levantó la mirada agradecida, el santo bajó la mirada complacido. Abrió la boca para advertirle que no admitiría otra falta.

La mujer abrió los ojos violentamente, su boca se desfiguro ampliándose en forma grotesca, la lengua se volteó hacia atrás cubriendo la garganta completamente, la saliva aumentó sin parar llenando su garganta, chorreaba por su boca haciendo charcos babosos alrededor de sus manos que apoyadas en el piso lo golpeaban sin parar. El miedo se reflejaba en el agrandamiento de sus pupilas, las venas de sus ojos comenzaron a reventar convirtiendo su mirada en sangrienta agonía.

Su rostro se puso rojo con el color de la muerte que llegaba enmascarada de asfixia.

Tamiel la vio morir, impotente, quieto, sin vida ni alma, ni movimientos, ni palabras, como siempre había estado. Sólo vivo en la degenerada fe de la mujer que luchaba intentando tomar un aire que no llegó nunca. Colapsó entre gemidos de ahogo, entre lágrimas de esfuerzo, rodeada del miedo más aterrador y la sofocación que le fue quitando la vida lentamente. Su última visión fue hacia una olvidada lápida de mármol de algún mártir olvidado que rezaba:


"Yo soy el Señor; ¡Ese es mi nombre! No le daré mi gloria a nadie más, ni compartiré mi alabanza con ídolos tallados" - Isaías 42:8

“No te inclinarás ante ninguna imagen, ni las honrarás; porque yo soy Yahve tu Dios, fuerte, celoso, que castigo la maldad (…) de los que me desprecian” – Exodo 20:5



miércoles, 5 de julio de 2017

EN PUNTITAS

Su pequeña figura rompía el paisaje bicolor del cielo de París. Los colores sangrientos del atardecer trastocaban su silueta oscura que saltaba de techo en techo en los tejados de la ciudad luz.

Sus largos cabellos negros flotaban en el aire con un tiempo retrasado. Se movían lentamente, más lento que el mismo aire que agitaba los transparentes tules de su ropa oscura como el ébano.

En su mente dañada y rota un violín resonaba perpetuo.  Sus notas le hablaban de sangre y hambre, de deseo y muerte.

En puntitas bailaba sobre las rojas tejas de Paris, al fondo, las formas de la Torre Eiffel y Notre Dame adornaban el horizonte sombrío.

El recuerdo de la vida la invadía en su baile sin rumbo, las remembranzas de sus actos que la habían llevado al limbo eterno de donde se escapaba cada luna roja, la hacían danzar frenética esperando, deseando, buscando.

Buscaba niños, pequeños bastardos sin padres, querubines abandonados a su suerte, infantes olvidados por la vida, perdidos, sin destino. ¿Quién más que ella para mecerlos en su seno?¿Quién más que ella para tomar su último aliento? ¿Para absorberlo inhalándolo?¿Quién más que ella para susurrar las más dulces palabras y canciones infantiles antes de cubrir con sus largos dedos sus finos cuellitos y retorcerlos hasta que, en un acto de cruel generosidad, se quebraran hasta la muerte?

Su cuerpo ya se pudría en aquella fosa sin nombre, olvidada por los hombres, despreciada por las mujeres, odiada por las madres. Pero solo aprisionaron su cuerpo, lo flagelaron, lo mutilaron, lo castigaron por la generosidad de sus actos con los huérfanos. Jueces inclementes e ignorantes de su magnificencia que la condenaron.

Pero su alma no fue atada, el príncipe de las tinieblas le soltaba el hilo rojo atado a su tobillo con cadenas ardientes cada luna sangrienta.

Era su recompensa por ser tan fiel seguidora.

De un salto bajó del tejado al adoquín de la calle que frío esperaba su pisada; a unos metros, la puerta del orfanato entreabierta iluminaba la vereda con un fino haz de luz.


lunes, 3 de octubre de 2016

LA CELDA ALIÑADA: CARPACCIO VATICANO


INGREDIENTES

Carne de cura (filete, preferentemente pedófilo y perdonado por la justicia del hombre)
Limones
Alcaparras
1 cebolla
Hierbabuena
Sal y pimienta
Aceite de oliva

PREPARACIÓN

Luego de esperar a que pase el efecto del somnífero en el cura e ir despertándolo, introducirlo en una bolsa grande de plástico con la cabeza hacia afuera para que pueda respirar y la carne se conserve tierna. Con un martillo de moler carne comenzar a golpear el cuerpo en las partes más blandas, romper articulaciones y, en lo posible, huesos. La bolsa retendrá la sangre que se usará luego para hacer la salsa de acompañamiento.

Disfrute usted de la cocina oyendo los alaridos del potaje, los cuales denotan la buena táctica de golpeo que estamos utilizando. Mientras la presa se recupera y acompañados de sus llantos, afile el cuchillo de hoja más fina que tenga, hasta que quede brillante.

Sacándolo de la bolsa, coloque al cura en la mesa de trabajo, no haga caso a sus gritos y llantos, este paso necesita concentración. Ajuste bien las correas de muñecas y tobillos para impedir la movilidad y los cortes sean perfectos.

Comience a filetear el cuerpo del cura, rebanando láminas delgadas y pequeñas. Empiece por las partes más ablandadas, amoratadas y sanguinolentas. Recuerde cortar en partes no mortales para conservar la vida el mayor tiempo posible. Vaya despellejando con cortes pequeños y precisos en pecho, estomago, piernas, brazos y el resto del cuerpo dejándolo en carne viva sin dejar que la presa pierda el conocimiento. En caso esto pase, rociar con jugo de limón, con esto, despertará rápidamente y, al mismo tiempo, ablandará la carne de la víctima.

Cortar la cebolla en dos y sobar con estas el cuerpo para conservar para próximos cortes. Colocar los pedazos de carne sobre un plato y agregar la hierbabuena y las alcaparras para decorar.

Aparte en una sartén con el aceite bien caliente, echar la sangre que quedó en la bolsa y la que se pueda recuperar de la mesa de trabajo, agregar el aceite de oliva y dejar reducir hasta que espese. Con una cuchara ir agregando esta salsa sobre la carne y disfrute de este platillo viendo y escuchando a la presa, agonizante, morir lentamente.

¡Buen provecho!




jueves, 29 de septiembre de 2016

ASESINAS DE FELPA: VALENTINA

Una lágrima corrió por mi redondeada mejilla de porcelana descolorida ya por el tiempo.  Acomodaba estirando mi vestidito raído que un día fue hermoso y admirado. Los bucles de mi cabello deshechos me daban un aire fantasmal y mis ojos ya no cerraban igual. Uno se quedaba a medio camino sin pestañas que lo adornaran.


Hace mucho la esperaba, siempre mirando la entrada de la tienda donde me trajo a que me repararan, en el estante más alto descansaba junto a las telarañas y el polvo que impregnaban mi cuerpecito. Un soldadito de metal con la pierna amputada esperaba a mi lado como el pequeño oso de peluche ahora plomo por el polvo del tiempo.

Pronto sonó la campanita que colgaba en la puerta de la vieja Clínica de Muñecas, las pupilas de mis ojos de vidrio brillaron esperanzados esperando, mirando.

La pequeña niña de la mano de su padre inspeccionaba cada juguete.

“Mira hacia arriba, vamos” – rogaba sin dejar de mirarla.

Sus ojos se posaron en los míos, éramos una.

“La quiero” – balbuceó la pequeña de cabello de ébano.

“Pero hija, es vieja y rota, mírala ¿no prefieres una nueva, una Barbie?” – trataba de convencerla el padre.

“Señor yo la dejaré como nueva, vuelva mañana” - ofreció el viejo juguetero recibiendo en pago la más grande sonrisa de la pequeña.

Se fueron con la promesa de volver al día siguiente. Sus manos me bajaron del estante dejando en mi sitio un lugar libre de todo el polvo acumulado por el tiempo.

Mi cabello fue cambiado por uno brillante de color rojo, volví a ver claramente gracias a los hermosos ojos con las más largas pestañas que ahora lucía, mi carita fue limpiada y pintada nuevamente devolviéndome la vida. Pero mi vestido, mi bonito y viejo vestido, fue cambiado por uno burdo, ya no era de la más fina seda, sino de simple felpa. Un pedazo de toalla bordada que rodeaba mi cuerpo con toscas cintas que lo ataban a mí.

Nadie me querría así, con ese trapo vistiéndome, la niñita que me escogió se sentiría desilusionada al verme tan mal vestida. Lloré toda la noche limpiando mis lágrimas para no arruinar mi pintura nueva esperando el nuevo día. Temblaba al pensar en su rechazo, en mi cabecita de porcelana se erigían imágenes de la pequeña repudiándome y dejándome de lado como mi niña anterior. Abandonándome.

El sol tocó la puerta de la juguetería, la mañana ya estaba avanzada cuando entraron, llegaron a recogerme y yo avergonzada me sonroje al ser entregada a ella.

“Valentina” – me nombró la niña con sus ojos ilusionados mirándome.

Ya en su habitación me tomó echándome en la cama, a su lado. Me abrazaba mirando mi cabello y mis ojos, pasando su dedito por mi cara delineando mi rostro. Tocó el vestido de felpa y sonrió, una sonrisa limpia, amplia, mostrando dientes y haciendo hoyuelos en sus mejillas ¡una sonrisa sarcástica, irónica, farsante!

¡Se burlaba! ¡Lo sabía dentro de mí! Todos esos mimos eran solo señal de su embuste. Esos cuidados conmigo y con mi atuendo no eran más que satírico comportamiento.

¡Claro niña embustera! ¡Sigue burlándote de mí, acaríciame y ríete! Juega conmigo haciéndome pasar vergüenza delante de mis compañeros, todos tus movimientos son sólo para hacerme ver mal y fea ¡Todo por este maldito vestido de felpa cosido a mi cuerpo!

Esperé la noche, ese manto estrellado que nos oculta a nosotros, los que sólo nos movemos en la oscuridad, los que escondidos entre las sombras tenemos vida cuando tus parpados, cual cortinas de escenario, disimulan nuestros actos y movimientos.

Las tijeras estaban en el cajón del baño, mis pequeños dedos hicieron lo impensable para poder hacerme con ellas.

Al fin caminé por el oscuro pasadizo, sus padres dormían, su respiración acompasada acompañaba mis pasos hacia la niña dormida.

Las tijeras en mi mano se movían casi cayéndose y mi vestido, a cada paso, se mecía como una gallina degollada.

De un salto subí a su cama, aquella en la cual me brindaba sus hipócritas caricias. La punta de la tijera entró suavemente en su tierna piel, jalé con toda mi fuerza abriéndole rápidamente el cuello para que no pueda gritar. Su piel se separó semejando una gigantesca boca y la sangre brotó espesa y tibia, graciosamente el vestido de felpa la absorbió tiñéndolo de rojo, gotas escarlata caían por mi cuerpecito creando dibujos abstractos de líneas y arabescos.

Sus miembros se sacudían sobre la cama, su boca abierta y sus ojos cerrados en una muestra de horror e impotencia intentaban detener la hemorragia incontenible.

Trepé a su pecho para que me viera, mis piececitos se hundían en su suave cuerpo mientras avanzaba.  Quería que me viera, que supiera que no podía burlarse de un ser que pudo ser su mejor amiga. Sus ojos apretados no le permitían verme y de un par de tajos arranque sus párpados y aparecí ante ella sonriente con mi boca recién pintada y el burdo vestido goteando su propia sangre.

Minutos duró su silenciosa muerte, minutos largos en mi infinita felicidad – “Siempre seremos amigas” – se escuchó desde mi diminuto disco interior en el mismo momento en que sus miembros dejaron de sacudirse.


Le di un beso en la frente y me acosté en su almohada, a su lado, como a ella le gustaba. Y dormí sobre un mar de sangre donde mi vestido de felpa se perdía entre coágulos y se enredaba en su cabello largo pegoteado.



*Si quieres leer sobre más Asesinas de Felpa, pincha aquí: Asesinas de Felpa

jueves, 18 de agosto de 2016

PIEL

El cuchillo entró entre la piel y el musculo rojo como un ladrillo recién horneado. De un tajo vertical abrí su espalda y rematé con otro horizontal formando una cruz sangrienta. Las gotas de sangre comenzaron a brotar de la herida, fueron uniéndose una a otra como un rosario de cuentas escarlata. Los riachuelos de sangre bermeja fueron cayendo formando sobre la piel blanca y desnuda líneas curvas y abstractas decorando la cintura, la cadera y las nalgas con diseños caprichosos que cruzaban las piernas bajando finalmente al piso donde formaron redondos charcos casi simétricos.

Inquieto porque el sedante pierda su efecto, acerco el plateado cuchillo a su rostro terso, el borde la acaricia como un amante deseoso por mejillas, nariz y boca. Introduzco la punta entre sus labios y dientes entreabriéndolos mientras el filo hace su trabajo y sus labios sangran como los de una virgen en su primera noche. Un gemido bajo me hace estremecer y el parpadeo de sus ojos libera el brillo de sus pupilas que se clavan en las mías con una mirada de terror y un grito que sale desde lo más profundo de sus entrañas.

Su cuerpo se balancea colgado de los brazos al techo del lugar mientras trata inútilmente de zafarse, me pregunto porque pierden energía haciendo eso, ¿no ven que es imposible?

Llora, llora lastimosamente suplicando, también inútilmente, sus lágrimas se unen a su saliva sonrosada por la sangre y caen sobre su pecho que agitado salta como convulsionando haciendo rebotar las gotitas transparentes y formando caminitos en sus pechos.

La punta del cuchillo se hunde entre sus senos y se abre camino hasta el ombligo que como una rosa roja abre sus pétalos que van llenándose de dulce sangre colorada.

Doy la vuelta colocándome a su espalda nuevamente. Los gritos retumban en las paredes de fierro del contenedor, el eco hace suyos mis sentidos que se llenan de él y su energía. El desgarro de sus alaridos va ingresando por mis oídos y acaricia el interior de mis ojos, mi cerebro acelera mi corazón que en un arranque de embeleso ordena a mis manos tirar. ¡Si tirar! Tirar de esa punta de piel que apenas cae despegándose del musculo. La arranco de un tirón con un grito salvaje de guerrero apache. Y mi musa grita, chilla, aúlla mientras acaricio mi rostro con ese pedazo de dermis suave, tibia y húmeda, aun palpitante.  Su espalda, como un mapa informe, se llena de gotas incalculables que forman un manantial de sangre que baña mis pies desnudos y rellena el espacio entre mis dedos.

La voz de ella es un gemido inaudible ahora, un hermoso canto al bien morir que me honra como a su dios en la tierra. Su cabeza cuelga sobre su pecho llenándolo de saliva que resbala por la comisura de sus labios partidos. Levanto su rostro mostrándole la pequeña parte de ella que acabo de hacer mía, el colgajo sanguinolento se mece frente a sus ojos inyectados.  Su corazón palpita fuerte, casi puedo oírlo y quiero sentirlo en mis manos, quiero sentir sobre los propios latidos de mis venas su sístole y diástole. Mis dedos se posan cual mariposa de la muerte en la abertura entre sus senos y arrancan al mismo tiempo ambas partes de piel ¡Sinfonía de sonido antes del silencio absoluto! Antes del devenir de la muerte. Mi cuchillo, artista escrupuloso, encuentra el camino entre las costillas, abre pulmones en una cascada de sangre y pedazos del órgano que van deslizándose como pequeñas esponjas durante el baño más cálido. Sigue hacia el sur de su cuerpo bendiciendo su vientre con su sagrado filo que en un vomito grotesco expulsa metros de intestinos que calientes caen sobre mi abdomen llenándolo de un líquido viscoso y grasiento, abrazándome como víboras desolladas enroscándose en mis piernas.

Mi musa ya no respira, se fue su alma en aquel último alarido, en aquella oración de alabanza a este servidor encargado de enviarla al Nirvana ayudando al Dios supremo a llenarlo de ángeles.

Ante mis ojos se presenta su cuerpo desollado, en musculo puro, cada pliegue con que se forma y recubre los huesos, con ese color en carne viva que me colma los ojos y el alma. Con mis propias manos abro sus costillas, el crujido es exquisito al extirparlo del cuerpo y al fin tomo el órgano gozoso del amor entre mis dedos, aun esta tibio pero ya no late, esta partido. Lo acerco a mis ojos cerrados acariciando mi piel con él, sintiendo su superficie resbalosa, húmeda, indiferente. Lo levanto presentándolo a mi Dios como prueba de un ángel más que va en camino y abriendo mi boca clavo mis dientes aserrados arrancando un pedazo de la noble pieza que se une a mi cuerpo haciéndose parte de mí.

viernes, 5 de agosto de 2016

HISTORIAS REALES: PARÁLISIS DE SUEÑO

“No comas antes de acostarte” – me recriminaba mi madre cada cierto tiempo. Trataba de ayudarme a que no vuelvan a “sentarse sobre mí” como le decía yo a la sensación de ahogo que sentía algunas noches en las cuales tampoco podía moverme, ni gritar, ni pedir ayuda.

La noche oscura es un constante terror nocturno. Ni bien cierro los ojos mi cuerpo se pone rígido y mis brazos y piernas ya no pertenecen a mi voluntad. Simplemente no puedo moverlos, no puedo mover más que mi cabeza de un lado a otro. Mi pecho se contrae y casi no puedo respirar. Trato de abrir los ojos y liberarme. Al fin, cuando lo logro y los abro, es sólo para darme cuenta de que es verdad que no puedo moverme y no ha sido un sueño.

Pasa repetidamente, me “despierto” mil veces viendo que, una vez más, estoy paralizada y se me dificulta respirar.

“Es pesadilla por estar comiendo tan tarde”- dice mi madre siempre tratando de tranquilizarme.

Ya sólo como hasta antes de dos horas de acostarme, no uso nada que pueda ajustarme al cuerpo y crear mis pesadillas.

"Es la famosa Parálisis de Sueño" - me comentan todos y me dan las explicaciones científicas del caso. Me ha pasado desde niña, mucho más seguido ahora que en mis años infantiles.

Estuve leyendo mucho sobre ese fenómeno y se han calmado las inquietudes que he tenido todos estos años de que sean almas malvadas o algún ser sobrenatural al cual yo le agrado mucho para visitarme regularmente.

Tenía la tonta idea de que este “ser” iba conmigo a donde fuera, en cada casa a la cual me mudaba pero luego, ya crecida, caí en que era sólo la parálisis de sueño que sufría desde pequeña.

Cada detalle de las explicaciones que he leído son las que me pasan en la vida real, entonces no hay duda, es ese tipo de anomalía la que sufro.

Lo único que no entiendo y aún no encuentro ni en vídeos, libros o internet es la razón por la que, después de algunas de esas “visitas”, en la parte interna de mis muslos aparecen las marcas de tres garras de arañazos profundos.



*Es el dibujo más cercano a las marcas que aparecen en mis piernas que acabo de encontrar junto al siguiente párrafo: "Una marca a menudo asociada con un ataque del demonio es un cero de tres líneas que se cree que es el signo de la burla a la Santísima Trinidad"

*Si te gustó el relato y quieres saber sobre otras visitas, click aqui

domingo, 31 de julio de 2016

UNICORNIO

El unicornio revoloteaba con su cola de arcoíris alrededor de los otros muñecos de peluche. Sin duda era el rey de la habitación y la niña lo amaba con ese amor infantil tan especial y conocido por todos.


Sus patitas sonrosadas golpeaban el estante donde los juguetes dormían y cabalgaba orgulloso de su belleza y la preferencia de su pequeña dueña.

La noche cubría sus movimientos ayudada por los párpados cerrados de la nena que dormía plácida entre edredones como nubes de algodón.

"¡Juguemos!" - bramó el unicornio a todos sus compañeros muñecos y éstos, emocionados, saltaron de sus estantes cayendo silenciosos a la alfombra con dibujos de globos de colores.

"¡Hagamos una ronda, cantemos y saltemos!" - sugirió el pequeño ser mitológico de suave peluche blanco parándose en dos patitas y tomando de la mano a una rubia Barbie y a un oso Teddy con overol de constructor.  Cantaron toda la noche, pies y pezuñitas se movían al unísono, al compás de las alegres melodías cantadas. Jamás, conejos, ositos, vaqueros, muñecas, perritos y todos los juguetes se habían divertido tanto durante sus noches de desvelo.

El cielo adquiría el tinte púrpura de la más oscura noche y el unicornio tomó su sitio al centro del círculo de juguetes para convertir esa maravillosa noche en la más mágica que sus ojos de canica habían visto.

Con un movimiento de su cola formó un arcoíris de escarcha por el cual invitó a pasar a cada muñeco, convirtiéndose éstos, al atravesarlo, en pequeñas versiones reales de lo que representaban. Un diminuto oso, una hermosa y pequeña rubia, conejos pequeñitos como adornos, revoloteaban maravillados al verse de carne y hueso agradeciendo al unicornio ese gran milagro.

El tierno animalito danzaba al centro del círculo cada vez más frenético alentado por las palmas y gritos de sus compañeros.

Una chispa roja brilló en las pupilas del amoroso juguete antes de que éste se lanzara sobre sus compañeros de juego abriendo, con su brillante cuerno, las pequeñas panzas de todos los que danzaban a su alrededor.

Las diminutas tripas se desbordaron en la alfombra colorida mientras sus dueños se retorcían del dolor que, por primera vez, sentían. Los gritos lastimeros se unían a los intentos de salvación de los que se resbalaban en charcos de sangre y coágulos. 

La luz rosada de la aurora entrando por la ventana teñía el dormitorio infantil de un tinte rojizo dantesco cual aposento de un infante anticristo.

La niña se frotó los ojos y abrió la boca, agitando su cuerpo hacia adelante, para gritar mudamente al sentir como la piel de su cuello crujía rota por el asta de su amado amigo que la miraba con los ojos de canica, negros como la muerte, mientras ella se ahogaba con su propia sangre que brotaba hacia sus adentros.


domingo, 10 de julio de 2016

PESO

Me duele el cuello y no puedo dormir, es el “síndrome del escritor” me dicen los amigos que me ven sobándome y quejándome del fastidio que siento. Creo que tienen razón, el estar sentado frente al computador, la pantalla con su página en blanco que grita que escribas, que la llenes de tus sueños locos y tus pesadillas más perversas hacen que el cuello sufra y los hombros tensos también molesten.
No sé si los pensamientos pesan pero eso es lo que siento sobre mi cuello y hombros, camino con lentitud, arrastrando los pies como si cargara toda la miseria del mundo sobre mí.
El cansancio tiene presa mi imaginación y mi desidia.

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Al fin comencé a escribir la historia más horrenda de terror jamás contada. Si no mueres de miedo en los primeros minutos es que no tienes corazón o valor en él. Mis líneas destilan sangre y lágrimas, tripas y desesperación, gritos y un daño psicológico irreversible.
Pero es curioso, avanzo en mi obra maestra de horror sin dejar un día de escribir y las ideas me fluyen como el manantial más cristalino que naturaleza alguna haya creado. La verborrea de mi escritura desborda imaginación y crea mil formas de morir, una más trágica y sangrienta que la otra, pero….y sí, es un pero absoluto, el pesar de mis hombros y cuello no ha parado. Al contrario, creo que mientras más escribo y camino de un lado a otro ordenando mis ideas, más es el peso y dolor que siento.

Cada criatura que creo o cada idea que tengo hace que mis dolores se acrecienten, el cuello me mata y los hombros pesan cada día más.

Ya basta, dejaré de escribir para tomar un descanso aunque las ideas se me vayan en el camino. Un baño me relajará un poco del dolor físico el cual amerito al estrés que he estado sintiendo por la carencia de ideas.

Ya en el baño descanso desvistiéndome y abriendo la ducha, el chorro caliente hace que el vapor invada el pequeño cuarto como una calle londinense de alguna historia victoriana y el calor conforta mi cuerpo desnudo. Sobo mis adoloridos hombros masajeándolos con mis dedos y el dolor del cuello ya no me deja levantar la cabeza, por lo que de reojo miro el espejo empañado.

Una sombra negra aparece reflejada en él, sentada en mis hombros, aplastando mi cuello voltea sin rostro a mirarme. Un grito ahogado sale de mi abierta boca como una exhalación de intento de vida, me muevo como poseso dentro del baño intentando sacármela de encima pero no se mueve. Clavada sobre mis hombros sonríe dentro del túnel oscuro que es su rostro.

Voy cayendo de rodillas por el peso y el esfuerzo, su aliento frío en mi oído me deja escuchar las palabras que salen de su penumbra.

“Sigue matando, sigue creándome súbditos perfectos, tu cerebro es privilegiado en oscuridad y crueldad, sigue llenando las mentes de sangre y los deseos más impuros. Padre me ha elegido para acompañarte perpetuamente hasta tu último día, en el cual te acogerá en los lóbregos aposentos en los cuales sufrirás cada una de tus historias, de los momentos más álgidos y sanguinarios, las vivirás cada una ¡que privilegio!”

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Pasan los días y los meses, mi opera prima quedó inconclusa, no quiero crear más monstruos ni asesinos, no quiero usar mi perversa vida para inventar cuentos de horror. 


Paso por los espejos de mi casa que me dejan ver a mi acompañante oscuro, siempre sentado en mis hombros, sin dejar que levante la cabeza, esperando, esperando que un día entierre la nariz en mis miserias.

martes, 21 de junio de 2016

FIESTA INFANTIL

El pequeño Damian renegaba en un rincón de los arbustos del gran jardín de la mansión. ¡Cómo era posible que esa mujer arruinara su fiesta de cumpleaños que estaba saliendo tan divertida!

Sus amigos habían llegado y se entretenían con todos los juegos que había puesto su madre en el jardín y los shows que se había contratado.

Aunque la verdad no le gustaba mucho la decoración que su madre había realizado, mucho color para su gusto, ni que fuera una niñita. Hubiera preferido colores más oscuros pero ella siempre le decía que para su edad tenía un gusto tétrico, así que la había complacido no diciéndole nada sobre los globos y serpentinas colorinas que bañaban el gran patio interior.

El niñito decidió darle más diversión al show de magia que estaba siendo un poco lento y se concentró en el mago que hacía sus sosos trucos de ilusionista básico.

De su sombrero de copa sacaba palomas y conejos a los cuales sus ñoños amigos aplaudían sin cesar. Damian se paró detrás del grupo de niños que disfrutaba el show y miró al mago con esa mirada fija y fría que tanto temían en su casa.

El sabía que su padre no lo defraudaría y lo ayudaría a hacer de esa fiesta infantil un evento estelar.

El delgado mago se arregló el ridículo bigote torciéndolo entre los dedos y sonrió a los niños con una sonrisa chueca para hacerse el interesante.

Metió la mano al sombrero y su rostro comenzó a contorsionarse, se le desdibujó la sonrisa para dar lugar a un gesto de sorpresa y luego a uno de repugnancia.

Sacó la mano ensangrentada del alto sombrero negro, los niños mudos no entendían que era aquello que palpitaba en su mano y del cual colgaban largos colgajos de carne que goteaban sin parar la sangre más oscura y espesa formando perfectos charcos en el verde césped.

El mago soltó aquello y volvió a meter la mano para sacar, esta vez, un rosado pedazo de carne que se movía sin parar como una pequeña culebra rosa y húmeda que destilaba un líquido transparente y resbaloso el cual lo hizo caerse al piso.

El aprendiz de ilusionista metió la mano por tercera vez a su sombrero y un par de bolas blancas salieron de entre sus dedos, dos hermosos iris verdes miraban desde la mano del mago a todos aquellos pequeñuelos que gritaban horrorizados.

Allá en la esquina, una pequeña de coletas rubias se tocaba el hueco vacío en el pecho en el cual antes palpitaba su inocente corazón y que había sido el primer truco del mago. Más atrás un niño de lentes y short a cuadros vomitaba sangre por la falta de la lengua con la cual hubiera gritado por ayuda si hubiera podido hablar.

Y muy cerca a nuestro pequeño, el niño con las cuencas oculares vacías avanzaba a cuatro patas buscando a que apoyarse mientras éstas dejaban caer largos y gruesos hilos de sangre, que bañaban su rostro,  en su camino.

El mago poseído metía y sacaba la mano del mágico sombrero mostrando orejas, hígados, tripas, riñones y estómagos que vomitaban sus fluidos por todo el césped ya pegote de sangre coagulada y pedazos de cuerpos sobre el cual se arrastraban y caían pequeños cadáveres y padres desesperados.

Damian, a un lado, disfrutaba de su cumpleaños y reía ruidosamente del espectáculo mientras iba devorando los dulces, galletas y la gran torta que destrozaba con las manos, frenético.

Su fiesta estaba en el mejor momento hasta que la estúpida de su niñera malogró el momento gritando desde una de las ventanas de la mansión: ¡Oyeme Damian, hago esto por ti!



*Plus: Para que los más jóvenes conozcan a la niñera, click aqui