*Favor de leer el relato con la melodía adjunta.
Los suaves rizos rubios de mi
niña hermosa vuelan a su pausado andar, entra con cándido paso a la iglesia que
la recibe con sus puertas abiertas como las alas de un ángel celestial y
generoso. Los vitrales de colores con mártires figuras dejan pasar la luz del
día que va desfalleciendo. El olor a la madera del techo que gótico se alza en
altas naves en punta, las banquetas de tosca madera y la obra del artesano que
talló esos relieves convirtiendo el tronco y el yeso en figuras santas la rodea
con las vírgenes y los niños que la miran acercarse al altar de nuestro Señor
Jesucristo que con su mirada caída contempla sus pies ensangrentados y
atravesados.
Lo mira con pena, con la dulzura
de sus años y la piedad de sus grandes pupilas. Sus pies sangran sobre cruz de
madera con líquido de roja cera.
Una hilera de sacerdotes va
entrando desde la sacristía, no se ven sus pies, sus hábitos los cubren y se
mueven sobre el pulido piso como ángeles oscuros levitando. Mi niña parada al
centro, entre las bancas y el altar sagrado, sólo los mira con su pequeño muñeco
tuerto aferrado.
Sus ojos brillantes de rojas
chispas, que opacan su pálida piel mortecina, los observan mientras la ignoran, su pequeño
cuerpo quema, su carne trémula tiembla al sentir el escozor del lugar. Esboza una
forzada sonrisa de dientes de perla y su cara se enciende en la más pura
esencia.
Una mano toca su hombro, estruja
su delicada manga de seda rosa y mi pequeña levanta su mirada agradecida de ser
recibida en aquel bendito lugar. Acostumbrada ya a ser creída huérfana, infla
sus redondas mejillas sonriendo, balbucea, ríe y llora mientras cuenta. Es
recibida y llevada dentro de la casa de Dios, pasará la noche ahí antes de
llevarla al lugar donde yacen sus demás hermanitos de infortunio.
La noche cae rauda y las voces de
los cantos sagrados llegan hasta sus oídos a través de los corredores en donde revotan
los ecos de las palabras. Lámpara de aceite en mano, recorre los vacíos
pasillos. Sus pasitos en zapatos de charol retumban en la oscura noche y su
sombra se deforma bailarina en una gigantesca imagen.
El comedor está encendido con
velas por doquier, un sacerdote canta mientras los demás comen opíparos
alimentos que jamás vio en orfanato alguno. Los rechonchos curas llenan sus
tripas y los restos que no pueden masticar caen por la comisura de sus gruesos
labios.
Se acercó a pedir comida a la
gran mesa, su manita estirada y su rostro de evocación no consiguieron la
generosidad de ninguno de aquellos adiposos santos varones. Empujada, ignorada,
manoseada y humillada se sentó en una de las esquinas del lugar oliendo los
potajes. Sus dedos jugaban con el cascabel regalado por su pequeño muñeco de
trapo y sonrisa cosida. Su sonido la acompañaba mientras planeaba, mientras
calculaba.
Se sentó en el regazo de uno de
los curas alejado a descansar, acarició su rostro con sus blancas manitas
enguantadas, sentía las manos del mismo sujetándola, rozando vestidito y
muslos, encajes y talle, bordados y pechos inexistentes. Dilató las azules pupilas
como su naturaleza impía le había enseñado, dejó caer su influjo sobre el
pérfido que perdido en aquella maldita mirada infantil se dejó llevar. Su
pequeña boca se adhirió a la gorda garganta, los incipientes colmillos se
hundieron entre grasa y piel, succionó hasta saciarse dejando caer, esta vez,
gotas bermellón por sus labios y gotear a su rosado vestido. Balanceaba sus
piernitas que no llegaban al piso sintiendo como los latidos del infortunado se
iban acallando, como su sangre comenzaba a formar parte de ella. Su alma
inmortal se consumió en fuego sádico, la euforia hizo presa de su voluntad, sus
diminutos dientes se volvieron cuchillas, arrancaron labios, lengua y pedazos
de rostro. Escupió asqueada el pellejo limpiándose con el delicado pañuelo. Lloriqueó
al ver su vestido manchado por vez primera sacudiendo la cabeza en un reproche
contra sí misma. Sus bucles dorados bailaban de un lado al otro sobre la tersa
tez.
Ya el cielo estaba oscuro
adquiriendo un matiz purpura que prometía una noche clara. Acarició los lacios
cabellos de su víctima y con un beso en la frente agradeció su vida por la
propia.
Se alejó del lugar, los curas aun
comían y su pequeño cascabel se dejó oír hasta desaparecer entre cánticos y
mordiscos. Ya lejos, volteó hacia el
templo y por los coloridos vitrales observó la fila de monjes que caminaba
lentamente cantando como una procesión infernal.
Mi querida niña torció su boca de rosa en una perversa
sonrisa al escuchar el grito desgarrador
que llegaba desde la basílica.
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