El pequeño Damian renegaba en un
rincón de los arbustos del gran jardín de la mansión. ¡Cómo era posible que esa
mujer arruinara su fiesta de cumpleaños que estaba saliendo tan divertida!
Sus amigos habían llegado y se
entretenían con todos los juegos que había puesto su madre en el jardín y los
shows que se había contratado.
Aunque la verdad no le gustaba
mucho la decoración que su madre había realizado, mucho color para su gusto, ni
que fuera una niñita. Hubiera preferido colores más oscuros pero ella siempre
le decía que para su edad tenía un gusto tétrico, así que la había complacido
no diciéndole nada sobre los globos y serpentinas colorinas que bañaban el gran
patio interior.
El niñito decidió darle más diversión
al show de magia que estaba siendo un poco lento y se concentró en el mago que
hacía sus sosos trucos de ilusionista básico.
De su sombrero de copa sacaba
palomas y conejos a los cuales sus ñoños amigos aplaudían sin cesar. Damian se
paró detrás del grupo de niños que disfrutaba el show y miró al mago con esa
mirada fija y fría que tanto temían en su casa.
El sabía que su padre no lo
defraudaría y lo ayudaría a hacer de esa fiesta infantil un evento estelar.
El delgado mago se arregló el
ridículo bigote torciéndolo entre los dedos y sonrió a los niños con una
sonrisa chueca para hacerse el interesante.
Metió la mano al sombrero y su
rostro comenzó a contorsionarse, se le desdibujó la sonrisa para dar lugar a un
gesto de sorpresa y luego a uno de repugnancia.
Sacó la mano ensangrentada del
alto sombrero negro, los niños mudos no entendían que era aquello que palpitaba
en su mano y del cual colgaban largos colgajos de carne que goteaban sin parar
la sangre más oscura y espesa formando perfectos charcos en el verde césped.
El mago soltó aquello y volvió a
meter la mano para sacar, esta vez, un rosado pedazo de carne que se movía sin
parar como una pequeña culebra rosa y húmeda que destilaba un líquido
transparente y resbaloso el cual lo hizo caerse al piso.
El aprendiz de ilusionista metió
la mano por tercera vez a su sombrero y un par de bolas blancas salieron de
entre sus dedos, dos hermosos iris verdes miraban desde la mano del mago a
todos aquellos pequeñuelos que gritaban horrorizados.
Allá en la esquina, una pequeña
de coletas rubias se tocaba el hueco vacío en el pecho en el cual antes
palpitaba su inocente corazón y que había sido el primer truco del mago. Más
atrás un niño de lentes y short a cuadros vomitaba sangre por la falta de la
lengua con la cual hubiera gritado por ayuda si hubiera podido hablar.
Y muy cerca a nuestro pequeño, el
niño con las cuencas oculares vacías avanzaba a cuatro patas buscando a que
apoyarse mientras éstas dejaban caer largos y gruesos hilos de sangre, que
bañaban su rostro, en su camino.
El mago poseído metía y sacaba la
mano del mágico sombrero mostrando orejas, hígados, tripas, riñones y estómagos
que vomitaban sus fluidos por todo el césped ya pegote de sangre coagulada y
pedazos de cuerpos sobre el cual se arrastraban y caían pequeños cadáveres y
padres desesperados.
Damian, a un lado, disfrutaba de
su cumpleaños y reía ruidosamente del espectáculo mientras iba devorando los
dulces, galletas y la gran torta que destrozaba con las manos, frenético.
Su fiesta estaba en el mejor
momento hasta que la estúpida de su niñera malogró el momento gritando desde
una de las ventanas de la mansión: ¡Oyeme Damian, hago esto por ti!
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