Haciendo la decoración navideña,
que mi madre me obliga a realizar, saco
la cajita de herramientas que guardo en el sótano de la casa. Es antigua,
herencia de mi abuelo, al que le gustaba tallar en madera, por lo que contiene
muchas cuchillas de diferentes anchos, desarmadores, pequeñas sierras,
martillos y hasta un soplete, que yo había adquirido hace un tiempo.
Tomé clavos y los fijé a la
ventana para colgar las luces que mi madre quería cayeran como una lluvia de
chispas colorinas. También varios cuadros del viejo roñoso de Papa Noel, que
jamás se acordó durante mi infancia que yo existía.
Si tan solo regresara ahora que
ya estoy grande, lo haría pagar por cada año esperando despierto su llegada. La
leche tibia y las galletas que evitaba comer para ofrecérselas a ese
desgraciado.
Por años pensé que, y me convencí
de ello, era el peor niño del barrio, por algo él no me traía nada.
Me senté en el sillón frente a la
chimenea recordando la fábula de los cerditos y el lobo en que los marranos
terminan quemándolo vivo y una sonrisa se dibujo en mi rostro.
Por supuesto, años después, supe
que él no existía. Ahora, en mi
adolescencia, al fin me convencí de que no era un monstruo infantil como suponía.
Regresé de mi ensueño al grito de
mi madre para que me apure. Abrí mi cajita de herramientas, observé el brillo
plateado de mis cuchillas y sierras, el hermoso soplete con su haz de fuego
azul, mi martillo de mango amarillo que destacaba entre tanto metal. Todo me
serviría para esta ocasión especial.
Pensé un buen rato sentado en el
mullido mueble en una decoración que satisfaga a mí madre y salí raudo con mi
caja hacia el pequeño almacén fuera de la casa. Cargué una antigua reja de
hierro oxidado del tamaño de una puerta y ayudado de mi soplete la partí por la
mitad, amolde las puntas de los bordes al rojo vivo, con el martillo, llevándolas hacia arriba.
Partí varias partes del centro y de lados de la reja levantando las puntas luego, con el
martillo, al igual que los bordes.
Cargué mi obra dentro de la casa
acomodándola en el piso de la chimenea, bajo los leños secos recién puestos, a
pesar de que no funcionaba desde hace muchos años. Esta noche nuevamente
ardería y así aseguraría los leños.
Pinté con brea el interior de la
chimenea hasta lo más alto que pude. Así ardería más el fuego al prenderlo.
Colgué las luces que mi madre
quería, adorné las ventanas, y el árbol
giratorio que mi hermana compró a pedido de su vástago que, de alguna manera,
si recibía obsequios cada año.
Fuimos a acostarnos ya entrada la
noche. Mi sobrino, pobre iluso, dejó nuevamente las galletas y la leche para el
viejo gordo que nunca llegaría.
Me acosté cansado de haber
complacido a mi madre con su maldita decoración anual.
En la noche, el ruido de
cascabeles me despertó, un golpe en el piso, cosas que caían y un grito ahogado
dieron paso al silencio natural de esa hora.
Salí del dormitorio así como mi
hermana, su crío y mi madre corriendo hacia el primer piso.
¿Acaso por Belcebú existía el
viejo ese? Un cuerpo gordo y alto se veía en el piso de la sala entre las
penumbras de la noche.
Todo era un regadío de cosas
rotas, la chimenea apagada no nos dejaba respirar bien por el polvo que
esparcía y no podíamos distinguir con
detalle, salvo la robusta silueta caída.
Mis instintos de futuro
investigador forense especializado en sangre, como Dexter, mi ídolo, me
hicieron reconstruir el escenario en un instante.
Papa Noel llegó en su trineo
lleno de cascabeles y se posó en nuestro techo. Bajó por la chimenea como es su
costumbre, al quedarse atorado por lo gordo que estaba trató de deslizarse hacia
abajo y en el camino se levantó su traje quedando el cuerpo al descubierto, los
ladrillos y el cemento sin lijar hicieron lo propio, desgarraron piel
arrancando girones de ésta, la sangre se deslizó por la chimenea mojando los
leños que ahora se veían de un color
tinto oscuro. El tubo de la chimenea cerrada ahogaba los gritos del hombre que sentía
abrirse vivo dentro de esa tumba vertical. La piel se agrietaba, el musculo
aparecía al rojo vivo, la grasa del cuerpo se deslizaba también como copos blancos de nieve que terminaban por morir en los leños. La piel del abdomen, más
suave, fue la que se abrió primero, las tripas solo eran sostenidas por los
muros que no las dejaban salir libremente. Sus manos ensangrentadas al fin
dieron el último empujón encontrando la brea, que yo había puesto horas antes
en los muros, la cual lo ayudó a caer bruscamente como un bulto informe
sobre los leños que se esparcieron a su peso quedando incrustado en la reja que
había acomodado debajo de ellos. Los pinchos cortos se incrustaron en la poca carne
que quedaba en el torso, en piernas, nalgas, brazos y manos que temblaban al traspasar
de los nervios.
Como pudo y aun con muy poca
fuerza se levantó y dio unos pasos tropezando con mi caja de herramientas que,
descuidadamente, dejé en el piso y cayó como un paquete a los pies del árbol que
giraba aun encendido, trató de apoyarse en éste metiendo la cabeza entre el
follaje intentando agarrar el tronco para levantarse pero el cordón de luces
atrapo su cuello apretándolo cada vez más a cada giro. - Si no hubiera estado
tan débil se lo hubiera quitado con facilidad - pensé para mis adentros. Entre
luces que prendían y apagaban iba ahogándose, perdiendo la vida, el aire cada vez llegaba menos a sus
pulmones. El cable se incrustaba en su rechoncho cuello desapareciendo entre los sudorosos pliegues.
Mi madre se prestó a acercarse
para prender las luces cuando el cuerpo se movió dando su último esfuerzo para
tratar de salvarse, jaló con una mano el cordón que lo aprisionaba, en el
esfuerzo las tripas salieron de la cavidad torácica regándose casi hasta
nuestros pies desnudos. El árbol no resistió el peso del hombre bañado en
sangre y brea y cayó sobre él. Solo una chispa fue necesaria para encenderlo
sobre el cuerpo del infortunado Mr. Kringle que ardía como una tea gorda
destripada y ensangrentada. Ya no tuvo
tiempo de gritar, ni de moverse, ni de respirar. Quedó en el piso de mi hogar,
en vísperas de navidad, sobre su propia sangre dejando un olor a carne
chamuscada que llenaba la noche junto a los villancicos lejanos.
Me desperté a la mañana siguiente.
El olor a chocolate caliente llegó a mi habitación. Miré por la ventana la fría
mañana navideña. Mi madre y mi hermana estaban llegando. La última vestida de
negro luto. Miraron hacia arriba para
leer sobre la puerta principal el letrero de bienvenida:
“Feliz Navidad y un próspero Año
Nuevo les desea el Psiquiátrico Clarkson”
Al fin había dejado de ser
solamente una cavilación.
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