Las paredes pétreas me rodean, sus voces ahogan mis
propios pensamientos y ensordecen mi mente.
Lamentos, suplicas, gritos de terror y de dolor.
Agarro mi cabeza y la sacudo tratando de eliminar esas
voces que me carcomen el alma.
Sentado en mi celda, espero al verdugo sin
resignación.
No es justo, nada hice, me sacaron de mi casa a
rastras una noche, arrastraron mi cuerpo por el camino empedrado donde fui
dejando jirones de mi camisón y de mi piel. Sus batas blancas con la cruz roja
en el pecho y sus máscaras terminadas en punta, les daban un aire fantasmal y
de ultratumba.
¡Hereje! - me gritaban - ¡Blasfemo! - chillaban.
Dos de ellos me tomaron de los brazos, me levantaron lanzándome
a la jaula en la parte de atrás del pequeño carruaje que era tirado por un par
de asnos. Los hombres del Santo Oficio caminaban a cada lado de éste, como una
procesión mortuoria, sus antorchas satanizaban el recorrido, las flamas se
deformaban ante mis ojos. Me hundí cayendo en el piso de paja sollozando, que
horrores me esperarían, con que torturas harían doblegar mi espíritu. Con
cuantas vejaciones romperían mi carne, mis articulaciones, mis huesos.
Mi corazón enloquecía en sus latidos, mis venas
saltaban debajo de mi piel, el intento de respirar era sofocante y mi corazón
no dejaba de latir en mis oídos, detrás de mis ojos, en mis sienes que
reventaban, mientras mi cuerpo temblaba contrayendo mis músculos como preparándose para el dolor futuro.
Interminables minutos después llegamos, la
sala muy amplia con piso de mármol me esperaba con el Inquisidor y dos frailes,
apenas si levantaron los ojos para mirarme, uno de ellos señaló la puerta que
daba a los calabozos. Grité suplicando ser escuchado pero un golpe en la cabeza
nubló mis sentidos.
Los gritos me despiertan, abro los ojos
escuchando los gemidos. La oscuridad total me envuelve, me levanto palpando
alrededor mío, nada, camino con cuidado, con los brazos estirados hacia
adelante, no doy ni dos pasos y mis manos chocan con la pared de piedra, la
superficie es fría e irregular, al igual que el piso, la palpo en todo lo ancho
que puedo, sigo caminando con las manos apoyadas a la pared, tres pasos más
y encuentro el ángulo donde cambia de
dirección, va tomando una forma cuadrada, en la última pared mis pies chocan
con la reja que sirve de puerta, no es mas alta que mi cintura. Vuelvo a
sentarme, la oscuridad es absoluta, algo peludo roza mi pie y me sobresalto
lanzándome a un lado, quedo ahí agazapado pensando en mil monstruos que podrían
ser. Mis ojos se esfuerzan por ver algo pero la oscuridad es perpetua, oigo un
ruido del cual no me había percatado por el pánico inicial, es ruido de agua
corriendo. Comencé a caminar a gatas tanteando el piso, mi mano se humedeció
pero la retire asqueado inmediatamente comprendiendo que era la alcantarilla de
los orines y excrementos, me limpie como pude contra una pared.
- Seguro fue una rata - pensé.
Los quejidos eran lastimeros, una mujer
lloraba llamando el nombre de un hombre.
- Debe ser su hijo o esposo - concluí.
Me quedo sentado, escuchando alrededor,
voces, metal golpeando, madera crepitante, palabras ininteligibles, no me doy
cuenta del paso del tiempo, siento los ojos cansados, pesados, los párpados se
niegan a quedarse abiertos y la tibieza del sueño me envuelve por más que mis
instintos me dicen que no duerma, que me mantenga alerta.
El hierro candente quemando mi piel me
levanta de un salto, la cadena me ahorca mientras me arrastran por el estrecho
pasillo hacia una sala que me deslumbra con su luz.
- Diga su nombre - me solicita el
inquisidor.
- Diego de Torres y Messia eminencia -
respondí sin tardar - pero yo no he .....-
Un golpe del látigo rasgó mi espalda
haciéndome callar. Arrodillado ante esos tres sacerdotes mi cuerpo tiembla por
la ignorancia de mi pronto futuro.
- Es un hereje, idolatra, practica las
artes oscuras de la magia y se le ha visto con gatos negros - grita el
sacerdote más bajo y rechoncho apuntándome con
su dedo acusador - ¿cómo se declara? - pregunta como si fuera a creer la
respuesta que le diera.
- Inocen......- otro latigazo corta mi
piel antes de terminar mi inservible respuesta.
- Al potro - anuncia y ordena el
inquisidor principal.
Me jalan llevándome hacia esa extraña cama
de madera, en vano trato de soltarme de sus manos, no sé porque pierdo tiempo y
energía.
Soy amarrado cual animal al cadalso, las
cuerdas son apretadas hasta que cortan mi piel.
- ¿Con que demonio haces tus tratos
hereje? - me interrogan gritando.
Mis ojos se abren inmensos no sabiendo de
que hablan, a una señal el verdugo con el rostro cubierto da la vuelta a la
rueda que tensa las cuerdas, solo veo su mirada fría, sin ningún sentimiento,
escucho un grito que luego reconozco mío. Oigo otra pregunta con respuesta
desconocida para mí, mis brazos y piernas se estiran mientras la piel de mis
muñecas y tobillos se desgarran, las articulaciones se desencajan de sus
coyunturas, los miembros comienzan a quemarme, los músculos se separan de mis
huesos haciendo el dolor insoportable, mis gritos inundan el ambiente antes de
perder el conocimiento.
El agua ahogándome me despierta al
momento, me sueltan esperando que me ponga de pie, pero mi cuerpo hecho una
masa informe no logra coordinar ningún movimiento, mis brazos y piernas cuelgan
desde mi cuerpo, me arrastro como puedo hacia una esquina tratando de
esconderme de mis verdugos, ellos incólumes van hacia mí, me levantan sin
importarles mis chillidos sentándome en una silla de fierro donde atan mis
destruidas extremidades. El verdugo prende el fuego debajo de la silla que se
torna roja al calentarse, muevo el cuerpo tratando de levantarlo de la silla y
mi piel se queda pegada en ella, me desolló vivo por la desesperación de morir
achicharrado. Grito y me contorsionó pegando alaridos del dolor indescriptible,
la conciencia viene y va de mi cuerpo, el infierno en la tierra no puede ser
más cruel, lo que queda de mí se deja caer en la parrilla que es ahora la
silla, ya no siento nada, veo mi cabello prenderse antes que la oscuridad me
envuelva en sus brazos salvadores.
Me tocan el hombro.
- A trabajar - escucho la voz del padre
Mateo despertándome - haz hablar a ese hereje!
Me levanto, me pongo la máscara negra de
tela y en punta de mi oficio, empuño el látigo.
El pobre hombre me mira horrorizado
sabiendo que el verdugo se acerca.
Escalofriante, Mendiel. Como escrito en el Malleus Malleficarum. Dudo que el verdugo, tras su vívido sueño, sienta algo de empatía por su reo. Abrazos
ResponderBorrarHola Ragnar, gracias por comentar. Y yo tambien dudo que la sienta y si lo hiciera más le vale no darlo a conocer.
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