Una vez más paso por esa calle de altas paredes, una
de las más antiguas de Lima. Data de la época colonial, de cuando los españoles
gobernaban estas tierras. La pared era tan alta que parecía una fortaleza, era
totalmente lisa, salvo por una pequeña ventana en lo alto de ésta. Las calles
estrechas daban la impresión de estar pasando entre dos cerros y la escasa
iluminación la hacían aún más misteriosa.
Mi abuela siempre me decía que no pase por ahí, que
los jóvenes en edad casadera no deberían caminar por esa angosta calle.
En la época de la colonia española vivía en esa casa,
que parecía un fortín, un noble español viudo con una hija muy buenamoza, con
rizos negros que caían ondeando sobre sus incipientes pechos y unos ojos que la
misma luna no igualaba en brillo, la niña era más hermosa que el mismo amor y
tesoro de su padre del cual era su única familia.
El padre anhelaba para la joven el mejor casamiento y
siempre andaba en busca del pretendiente ideal, a los cuales la niña hacia
desprecios por viejos, amargados, avaros o feos como lengua de suegra.
La joven sólo podía salir a dar un paseo en la tarde
acompañada de su ama y aprovechaba para ver a la urbe limeña en todo su
movimiento, ya que Lima era la Ciudad de los Reyes, llena de mercaderes, vida y
el jolgorio de la juventud limeña. En uno de sus tantos paseos, como es de
suponerse y como Dios manda a la edad de merecer, conoció a un joven caballero
de buen ver que se fue ganando su confianza cada tarde y la de la nana que era
comprada fácilmente con Empanaditas dulces y Suspiros de Limeña. Los jóvenes caminaban en la plaza durante el
tiempo que la joven tenía y regresaba a casa a refugiarse en su dormitorio con
los vívidos y alegres recuerdos de las palabras del joven por el cual ya su
corazón palpitaba como el caballo más encabritado.
Las tardes transcurrían así, tranquilas, templadas,
con las hojas del otoño cayendo a los pies de los jóvenes amantes, cuando no
faltó una vecina, de esas típicas cuervas de convento que se golpeaban el pecho
si olvidaban un padrenuestro mañanero pero que mal hablaban del vecino, que se
acercó al viejo noble para comentarle en que andanzas estaba la niña.
El padre encolerizado esperó a la jovencita esa tarde
y tras llenarla de todos los improperios conocidos para ella y la nana, envió a
la virgen a su dormitorio con la promesa que no saldría más hasta que
contrajera nupcias con quien a él le pareciera. La niña bañada en lágrimas y
desesperanza se consumía en su dolor pensando en el vejestorio que le tocaría
como marido y las babas que tendría que limpiar del veterano. Pero su joven
enamorado lejos de abandonarla se montaba a una alta escalera para poder
hablarle por la pequeña ventana que tenía el cuarto de la joven y por la cual
ella sacaba su pequeña mano para avisarle que su padre ya dormía y podían
conversar en paz.
Tras meses de esta manera furtiva de verse, el
jovenzuelo, temeroso de que su amada se casase por orden del padre, decidió
hablar con éste y pedir la mano de la tierna joven formalmente convencido de que
doblegaría al padre con el gran amor que le profesaba a su hija y sus ganas de
salir adelante con su trabajo de periodista de la Gaceta de Lima.
El padre, como todos suponemos, le dio forata al
caballero, acusándolo de pobretón y poca cosa para la hija echándolo de la casa
sin ningún respeto.
La linda niña al escuchar la respuesta del padre salió
corriendo de la habitación increpándole su negación, se acercó a él golpeándole
el pecho como una posesa e injuriándolo con palabras de grueso calibre, a lo
que el padre reaccionó con un golpe en el bello rostro que hizo que la beldad
cayera al piso. Ay! Con tal mala suerte que golpeo su cabeza con una mesa de
madera desnucándose al instante.
El viejo gritando de dolor y culpa se jalaba los
cabellos y desgarraba sus ropas viendo como la sangre de la muchacha teñía el
piso de madera del salón. Salió como el mismo demonio buscando al causante de
su reacción por las oscuras calles llenas de niebla.
Desde entonces, se dice, que en las noches limeñas,
cuando el sol se hunde en el océano y el viento sopla las hojas de los árboles,
una delicada mano sale a través de la alta ventana buscando al amante añorado
en cualquier joven que pase por el lugar de su último descanso.
Esta vez fui yo, desoyendo las palabras de mi abuela,
pasé confiado por la estrecha calle, mirando hacia la pequeña ventana de las
leyendas pero ninguna mano se asomó, ninguna niña llamaba a su eterno amor, la
bruma que me envolvía solo era producto de la humedad de junio y no de un
ambiente espectral.
Salí de esa calle al fin y seguí mi camino para
toparme de nuevo con la misma delgada callejuela como si caminara en un círculo
sin fin, algo en mi me hacía mirar nuevamente la alta ventana esperando la mano
avizora, nunca llegaba, la bruma me envolvía y comenzaba el mismo camino
nuevamente.
Siglos después aún sigo caminando, observando,
esperando su pequeña mano que nunca aparece, su pequeña mano que me daría al
fin la libertad de subir a hablar con ella desde esa alta escalera que nos unía
unos minutos que se nos hacían una eternidad.
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