Una vez más los golpes en el armario. Como cada noche
me despierta el golpeteo de la puerta de madera del pequeño ropero donde guardo
las pocas ropas que poseo. Entreabro los ojos y me cubro con la almohada la
cabeza, posiblemente así ya no los escuche.....Y siguen.
Me levanto a abrir las puertas y veo mi ropa colgada,
las dejo así, tal vez se calmen. Me acuesto nuevamente. La luz nocturna, de los
faroles de aceite de la calle, que entra por la ventana proyecta, en la
pared, sombras bailarinas que son
producidas por mis camisas colgadas. El húmedo frío de Lima me impide dormir
como cómplice del incesante tocar de mi armario.
Me niego a escuchar los consejos de mi madre.
"Son las ánimas del purgatorio hijo, quieren que
reces por ellas, te han escogido para que ores en su nombre, ¡ayúdalas!"
Desde niño esos golpes en cajas, armarios y cualquier
mueble de madera me habían despertado a medianoche, no dejaban dormir a nadie y
mi madre había intentado rezar por ellas para que se calmen pero ella no era la
llamada para tal acción.
Como todo buen limeño, tradicional y católico, yo sabia que las ánimas del purgatorio
estaban condenadas a vagar en este sitio de paso, entre el paraíso y el
infierno, pues necesitaban de la oración
para que el buen San Pedro les abriera las puertas de la eterna gloria. El
pequeño inpase era que los rezos de los difuntos, ya en este estado espectral,
no eran efectivos y necesitaban a los vivos solicitándoles que oren más por
ellos. Yo, bendito entre los benditos, según mi madre, era uno de los
iluminados para rezar por las huesudas almas.
Ciertamente, ella, devota hasta el tuétano, me
levantaba de un grito apenas el golpeteo comenzaba.
"Dieguito va por la Novena para las almitas,
levántese pillo que así también se gana un lugar junto a nuestro Señor por
salvar muchos pecadores para él y ya a su lado hace un lugarcito para la
familia hijito"
Y de rodillas al lado de mi cama con mi madre como
acompañante y verdugo nocturno comenzaba yo el rezo:
"Oh María, madre de misericordia, acuérdate de
los hijos que tienes en el purgatorio, y presentando nuestros sufragios y tus
méritos a tu hijo, intercede para que los perdone de sus deudas........."
Terminado el rezo, el silencio reinaba y podíamos
volver a la cama en paz.
Ya en la adolescencia las almitas me dejaron libre de
sus golpes y correteos, mi madre escandalizada me dio buenos latigazos
acusándome de haber hecho alguna diablura o haber tenido pensamientos o, Dios
nos libre, acciones impuras y que por ese motivo las almas me habían retirado
sus favores. Yo, por el contrario, bendecía cada noche que podía dormir
completa y a pata tiesa, como dicen por aquí.
Unos años duró esta bienaventuranza, hace
poco más de una semana comenzó el golpeteo fantasmal, nuevamente, a taladrar mi
joven sien. Me negaba, como ya he referido, a continuar con las costumbres de
mi madre y sus creencias cucufatas. Había dormido pocas horas los últimos días
y mis ojos estaban tan rojos que cualquiera diría que mis iris flotaban en un
minúsculo mar de sangre. Mi piel empalidecida por la falta de sueño y mi
figura, antes delgada pero firme ahora lucía desgarbada y sin ánimo. Mirándome
al espejo me decía que parecía estar transformándome en uno de mis cadavéricos flagelos.
Anocheció la novena noche de mi martirio y
decidido estaba a aburrir a los muertitos no haciéndoles caso, ya se irían a
buscar algún otro mojigato que rece por ellos. Un poco de cera en los oídos me
ayudaría a no escuchar sus molestos golpazos.
Llegaron las doce, hora de las ánimas
benditas, listo estaba a que comenzaran las llamadas, sentado en la silla
mecedora que crujía con cada movimiento, miraba mi armario a la espera de los
golpes. La noche se puso más fría y más oscura, las sombras se movían a mí
alrededor, el campanario de la catedral cantaba las horas retumbando sus
campanas que resonaban en mi habitación precariamente iluminada por mi única
lamparita de keroseno. Una copa de vino ayudo a calentar mi cuerpo, el mecer de
mi asiento comenzó a acunarme, no me di cuenta de en qué momento mi conciencia
se perdió en los dulces brazos de Morfeo.
Dormí por unas horas, me levante
sobresaltado, tocaban a mi puerta, las tres de la mañana sonaron en el tañido
de las campanas de la Iglesia de San Agustín muy cerca de mi pequeño cuarto. Me
levanté de mi asiento con pesar, estiré mi cuerpo resentido por haberlo dejado
dormir sentado y caminé lento hacia la puerta preguntándome quien se atrevería
a buscarme a esa hora y especialmente, por qué.
Abrí la puerta dispuesto a increparle al
atrevido y quedé horrorizado ante la visión que se me presentaba, mi piel se
erizó de pies a cabeza, mi cuerpo se negaba a moverse de su lugar a pesar de su
temblor, mis dientes comenzaron a golpearse unos contra otros
incontrolablemente y mis ojos se abrieron casi saliéndose de sus órbitas.
Un frío gélido invadió mi cuerpo que solo
atinó a responder con una leve inclinación de cabeza a cada saludo que se me
ofrecía de parte de los miembros de la procesión que pasaba por mi puerta.
Todos vestidos de frailes, cubrían parte
de su rostro con una capucha que era parte de sus hábitos y llevaban en sus
manos cirios encendidos que le daban a la procesión un aura sobrenatural. Este
hecho no hubiera sido raro en una ciudad tan católica como Lima, si no hubiera
sido porque la procesión se movía levitando sobre el piso de piedra, los pies
de los frailes no existían y sus rostros eran sendos cráneos con huecas órbitas
por ojos.
Cada uno, al pasar, apagaba y me entregaba
el cirio que llevaba consigo susurrándome con voz de ultratumba:
"Hermanito, por favor, guárdeme la
velita por esta noche, la pasaré a recoger mañana"
Incapaz de negarme a su pedido, tomé cada
cirio y los fui acomodando en mi cuarto hasta que el último de los devotos se
hubo alejado de mi morada, perdiéndose entre las brumosas calles que lucían
solitarias a esa hora.
Cerré mi puerta lanzándome a la cama y
cubriéndome hasta el rostro como si mi pobre sabana fuera el más grueso escudo
espartano, no hube cerrado mis ojos hasta que, por cansancio, mi cuerpo cayó
dormido.
La mañana siguiente me trajo una macabra
sorpresa. Me levanté sin saber si todo lo acontecido durante la noche había
sido producto de mi imaginación y de mi conciencia, por no haber cedido ante
las demandas de oración de las pobres almas en pena.
Giré la cabeza hacia el lugar donde había
acomodado los cirios pero ya no estaban ahí, en lugar de las gruesas velas se
encontraba un montoncillo de canillas, me acerqué restregándome los ojos, por
si los estragos de la mala noche no me dejaran ver con claridad, sólo para
confirmar que si se trataba de los largos huesos. Toqué uno de ellos apenas
rozándolo con el dedo, cuando al levantar la vista vi, con horror, mi cuarto
convertido en un camposanto u osario.
De un brinco llegué a la puerta, mi
corazón, como un loco, cabalgaba en mi pecho mientras corría hacia la iglesia
cercana.
Al llegar al santo lugar toqué el portón desesperado
sabiendo que volvería a tener la espeluznante visita por la noche, tal cual me
dijeron las ánimas, para recoger sus cirios que se convirtieron en huesos.
Fray Gomes, un sacerdote que gozaba fama
de santidad, abrió la puerta y que cara habré tenido que expresó:
"¿Hijo mío, que forma de tocar es esa
en la casa del Señor y porque esa cara tan pálida? ¡Parece que hubiera visto
usted al mismo Don Sata con todo y patas de chivo!!!"
Seguí al buen varón a la sacristía y le
conté con detalles toda mi penosa historia de cómo las ánimas se me habían
presentado en procesión por no haberles rezado y mi temor por su futura visita
preguntándole que hacer para que no me lleven con ellas. El sacerdote se rascó
el mentón caminando de un lado a otro, el hábito oscuro se movía a su compás y
sus sandalias de cuero se dejaban ver por momentos. Finalmente, se detuvo y
mirándome de frente me dio la respuesta calmadamente. Agradecido, bese su mano
y regrese a mi aposento.
Esa noche preparé todo tal cual me dijo
Fray Gomes y me dispuse a esperar la fantasmal procesión. Llegó la medianoche y
mi puerta fue golpeada. Ya listo, con una gran capa cubriendo por completo mi
vestidura, abrí la puerta encontrándome con las cadavéricas presencias que se
acercaban amenazantes dispuestas a llevarme por mi rebeldía y desobediencia.
Pidiome su canilla la primera de las
ánimas acercando su cadavérica mano a mí, cuando comencé a ejecutar el ardid
que el buen cura me había dado.
Debajo de la amplia capa cargaba yo un
bebe recién nacido al cual pellizqué haciéndolo llorar mientras entregaba su
canilla a la susodicha alma, retrocediendo ésta al escuchar el llanto del mamón
luego de tomar su hueso convirtiéndose éste en cirio nuevamente, al ser
recibido por su dueño. Así desfilaron
ante mí toda la procesión de las ánimas benditas recuperando sus huesos al
compás del llanto del neonato. Al entregar el último hueso, toda la procesión
se retiró no sin antes mirarme por última vez con cierto recelo por no haber
podido llevarme con ellos gracias al querubín escondido entre mis ropas que
evitó que me levantaran, con todo y mis pecados, pues ahora se que las almas
del purgatorio no pueden tocar seres tan inocentes como ese pequeño crío.
Vale decir que hasta el día de hoy los
paseanderos espíritus no han vuelto a perturbar mis noches.
Y como es mejor decir, aquí corrió que
aquí quedo, me disculparan, pues tengo que ir a empacar mis pocas ropas para
mudarme a otro cuartucho antes de que mis queridas almitas del purgatorio se
acuerden de éste pecador y sus útiles oraciones.
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