“Leí que la
sangre hace que la piel se vea linda y lozana, sólo hay que ponerla sobre la
cara y dejarla secar ¡quiero una mascarilla de sangre!” me dijo mi hija
adolescente entusiasmada.
Siempre había
sido de las chicas que se cuidaban mucho. Sus baños tomaban un buen tiempo, más
que prudencial y entraba a dárselo con muchos envases y ungüentos para
untárselos de pies a cabeza. Limpiaba, humectaba y exfoliaba cada zona de su
cuerpo y cabello.
¡Obsesión! Lo
llamaba yo, no pasaba un día de su ceremonia del baño y cada sábado de su “home
spa” que hacía religiosamente.
No podía salir
de la casa sin cerrar la puerta y golpear cuatro veces para ver si estaba
totalmente cerrada y debía tocar la puerta tres veces al entrar. El persignarse
al pasar cerca de iglesias y lugares sagrados también estaba dentro de sus
costumbres.
Siempre había
visto todo esto como simples manías, hasta su amor por los gatos era obsesivo.
Decía que había sido uno en su vida anterior y dormía con varios sobre su cama
en posiciones muy parecidas a las de ellos.
Comenzó a experimentar con sangre
como había declarado. Los pollos fueron los primeros en pagar su ansia de
belleza. La fila de pollos decapitados en el granero daba testimonio de sus
mascarillas diarias. “¡No sirve mamá, mi piel no queda como decía en el
artículo, mira tengo la piel toda ajada, se me ha secado, malditos pollos y su
sangre podrida!” renegaba mirándose al espejo.
“Tal vez animales más grandes”
“¿Tus gatos?”
“Por Dios, ni que estuviera loca
mamá, leeré nuevamente ese artículo para ver a qué tipo de sangre se refería”
Regresó con un cachorro bajo el
brazo, el perrito le lamia las manos sin
saber las intenciones de su aparente protectora.
“¿No lo harás verdad? Es un pobre
animalito, siempre te hemos enseñado a respetar a los animales, pertenecemos
hasta a sociedades protectoras. Lo de los pollos te lo permití porque, al fin y
al cabo, son comida. ¡Pero animales domésticos no! ¡No te lo permito!”
Me miró con los ojos hechos
flamas. Me acerqué a ella quitándole de los brazos el cachorro.
“Ven aquí, soy tu madre, ya había
pensado en tu mascarilla y tu piel ¿para qué crees que somos las madres si no
es para preocuparse por su hijos?
Dejé al perrito en el piso que
corrió presintiendo su milagrosa salvación. Le entregué otro animal a mi hija,
un mamífero mayor, con sangre más pura que lograría sus expectativas.
“¡Gracias mami”! me dijo mi hija
feliz llevándose en sus brazos al cachorro humano.
Nunca entenderé a las mujeres y su obsesión con la belleza. Aunque...¿funciona la mascarilla de sangre? No es que me interese mucho...
ResponderBorrarMmm pues, no la he probado, pero la piel de mi hija esta tan suave como trasero de bebe.
BorrarMacabro relato, Mendiel; no solo por el final de horror sino por cómo refleja la obsesión por la apariencia que se ve tanto en la actualidad.
ResponderBorrarUn saludo!
Pues a extremos se ha llegado por la ansiada perfección, lamentablemente no ponen la misma obsesión para cultivar el intelecto. Gracias por tus comentarios.
BorrarUn relato macabro que refleja una obsesión incrustada en la sociedad actual. Con un aire infantil, casi inocente en su inicio, se eleva el cruel desenlace, una grata sorpresa para un amante del terror con contenido reflexivo bajo la superficie.
ResponderBorrarMe ha gustado mucho.
Abrazo, compañera.
Gracias por pasar por mi blogcito nuevo Edgar y por tus comentarios y pues,como dije, la belleza duele, no necesariamente a nosotros :)
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