*Favor de leer el presente relato con la melodía adjunta.
Sus ojos cerrados sentían, sobre
sus parpados, cada nota. Su cabeza, apoyada en el violín, se movía al compás de
éste, del movimiento que sus manos le infringían al instrumento de sus
desventuras.
En su cabeza dañada, las imágenes
de sangre venían solas y recurrentes. Bellas manchas escarlata que formaban
dibujos irreverentes, imposibles. Sangre de sus víctimas que coleccionaba en
sus vestidos blancos.
La violinista lamía por momentos el
arco, el arco que teñido de sangre era compañero de sus escapes. De sus
aventuras en la tierra de los muertos, pues luego de su paso, ya no podía existir
vida, debía llevarse alguna de las almas, engendrar dolor.
Sus pasos, las huellas que dejaba
en el camino, eran cubiertas con lágrimas de sus semejantes que perdieron un
ser querido en sus manos. Lágrimas de madres, cuyos pequeños durmieron en el
regazo de la delgada asesina. De la pequeña parca disfrazada de dulce música.
Su rostro, en un gesto de placer
sublime, se movía al compás de cada acorde que el violín lloraba. Sus ojos se
apretaban en las notas más altas y su boca se relajaba en las más bajas.
Esperaba la hora etérea, la hora
oscura, la más lóbrega de la noche, aquella que la invitaba a matar.
Bajó de entre los tejados que la cubrían,
de los techos que eran su hábitat y su camino. Los pequeños eran su alimento, nutrían
su placer más profundo, su apetito por la muerte, alimentaba su corazón enfermo
con el palpitar de los pequeños corazones que se iban deteniendo en sus manos.
El cabello al viento, en un
movimiento retrasado, la diferenciaba de cualquier ser mortal. Su deteriorada
cabeza, como la de una muñeca, no se dejaba ayudar, ella era feliz así,
malograda y rota.
Caminó, sus pequeños pies
descalzos sobre la nieve de París no tenían frio, su clásico vestido blanco de
tul llevaba, esta vez, los encajes más primoroso en los que, en poco tiempo, correría
la sangre infantil llenándolos de vida, decorándolos.
A esa hora la iglesia estaba vacía.
Solo los pequeños huérfanos dormían en los escalones, buscando una misericordia
negada, la compasión que ni Cristo les había dado. El violín seguía resonando en su
cabeza y ella caminaba a su ritmo, tarareando despacito.
Se sentó en un escalón de la
iglesia, donde la nieve no había hecho escarnio todavía. Acarició el cabello de
un ángel de ébano. Sus ensortijados rizos envolvieron sus dedos pálidos y
largos. Levantó la frágil cabecita acomodándola en su regazo.
—Pequeño querubín de alas
marchitas ¿qué hace un ángel como tú en el frío hielo? Bendición abandonada al
frío invierno ¡qué cruel destino te espera en estas calles! — susurraba al niño acariciando
sus cabellos negros.
El pequeño la miraba sereno, con
los ojos entrecerrados por el frío, el hambre y el sueño. Un hada, pensó el
pequeño, el cual no había sido acariciado por mano amorosa. Se dejó llevar por
su cariño, no importaba de donde viniera, era calor, abrazó del talle al
demonio mismo, escondido en la forma de una flor.
—Duerme pequeño serafín de negro
cutis, duerme, cierra tus pequeños ojos de aceituna— sus dedos rodearon el
cuello del pequeño que sintió el calorcito de su piel. Apretó sus manos de uñas
largas, inclinó su cuerpo sobre el niño atrapándolo como nívea araña.
No pudo hacer nada el infante
ante su fuerza, las blancas manos se llevaron su existencia , dedos
marcados en su cuello ya sin vida. El arco del violín sirvió de daga, el arco
preparado para estos hechos trágicos, afilado por su dueña de dulce vestimenta.
Se hundió la punta en el pequeño pecho, corriendo hasta el estómago vacío. Pobre ángel
hambriento que ella había salvado del aliento de la cruel vida.
La sangre brotó tibia como suave
río, como delicado arroyuelo de tinta mora. Echado aun en su regazo, tiñó la
blanca tela llenando el encaje del vestido , dibujando intrincados arabescos e
hilos sinuosos que se impregnaban en el tul.
Alrededor, la noche abrazaba el
aire. La luna acompañaba el sueño de los justos, de los abandonados. Se puso de
pie, acomodó el cuerpecito en el escalón vacío, besó su frente agradecida por
saciar su sed maldita.
Y se fue, chorreando sangre su
vestido, cayendo en la nieve que se abría a cada gota. Se fue dejando muerte
una vez más, se fue con su violín en la mano, tarareando como había venido. Se
fue con su cabello negro que flotaba en el aire blanquecino. Se fue meciendo su
cuerpo al compás del violín que fue acallando su sonido.
Nadie entendía su bondad.
Nadie entendía su bondad.
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