Pensé que el diablo tenía los
ojos rojos, ojos en los que el infierno se refleja, que apagan el mismo fuego
del averno y hacen hervir la sangre de los condenados con solo posar su mirada
demoníaca sobre ellos.
Pero ¡Ay! errada estaba yo en mis
pensamientos.
¡Son azules!
Azules como el reflejo de un mar
en calma, como las burbujas de jabón que alocadamente creamos y matamos con
nuestros dedos cuando niños. El hermoso azul de la calma, de ese que los
psiquiatras dicen que nos dará paz.
El príncipe me miró son sus dos
faroles encendidos en chispas añiles. Matome entre marina quietud. Desmembrome
entre el sosiego de su azul mirada. Desollome voluptuosamente tocando mi piel y
arrancándola sin piedad, sin despegar su azulada mirada de cada curva de mi
cuerpo. Febriles garras se posaban en la redondez de mi seno desprendiéndolo de
mi ser para terminar en sus fauces.
No respetó la divinidad de mi
intimidad quebrantando mi bragadura con su lengua impía antes de consumir mi
sangre dejándome como vacío envase, reflejando su azul mirada en cada gota de mis
lágrimas sanguinolentas que bañaban sus párpados, cerrándolos enajenados, cubriendo
sus brillantes pupilas antes que los míos cubrieran las mías perpetuamente.
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