La pequeña obesa se revolcaba en
la sucia cama tratando de calmar su hambre, sus raptores no la alimentaban como
ella quería. No había límites para su apetito.
Lejos de ahí, su padre lloraba abrazando
un gran vestido en el que entrarían dos niñas de talla normal. La recordaba saltando
en los charcos de lodo que la lluvia formaba en el jardín.
Sus captores la matarían si no
cumplía con el pago. Acudió a rogarles que le regresaran a su hija con una
cantidad menor a la que pedían. Ellos lo miraron despiadadamente y partieron
con la niña.
Regresó a
su casa llorando la inminente muerte de su princesa gorda.
La luz estaba encendida. Corrió a
la casa esperanzado, ahí estaba echada en
su cama con su vestido rojo y sus pies descalzos y sucios, las sombras pronunciaban
su silueta corpulenta, se acercó lentamente para no asustarla en la oscuridad.
Se cubrió el rostro horrorizado.
Su vestido, rasgado y ensangrentado estaba puesto sobre ese cuerpo rollizo de hocico corto y ancho y pequeños ojos que lo miraban sin vida. Ni
siquiera se habían detenido a limpiar el lodo de las pezuñas de aquel cerdo que
yacía sobre la cama.