Y Cenicienta cantó y cantó hasta
que se le fue la voz. Los pajaritos, ardillas, conejitos y, sus amigos más
fieles, los ratones del bosque atraídos por su canción, la ayudaban a escapar
de la maldita torre donde la tenía escondida su madrastra.
Abajo, sus hermanastras se
cortaban los dedos de los pies para que el zapatito de cristal les quepa,
convirtiéndose así en la princesa del reino y casarse con el apuesto príncipe.
¡Apuraos criaturitas! – pedía
Cenicienta con sus hermosos ojos azules llenos de esperanza y su blondo cabello
cayendo desordenado sobre sus preciosos hombros.
Los ratones roían la vieja madera
de la puerta tratando de aflojar la cerradura y los pajaritos traían la llave
volando.
El roer de los pequeños dientes,
filudos como cuchillos, iba logrando su objetivo.
La vieja puerta crujió y a un
golpe de la bella niña, cayó pesadamente a sus pies.
Cenicienta corrió escaleras abajo
desesperada, escuchando la despedida del príncipe y su lacayo que ya
atravesaban la puerta.
En el salón de la mansión, la
sangre de los dedos cortados por Anastasia y Griselda en su afán de meter sus
grandes pies en el pequeño zapato, la hacía resbalar, cayendo un par de
veces y manchando su viejo vestido de escarlata líquido. Su rubia cabellera,
teñida por la sangre de las malvadas, se sacudía en el correr de la niña hasta
la puerta.
¡Majestad, espere! ¡Aun falto yo!
– gritó la chica sacudiendo la mano para llamar la atención.
El príncipe volteó a su llamado.
La hermosura de la joven dama, a pesar de estar bañada en el espeso flujo rojo,
lo cautivó; corrió con el pequeño zapato en sus manos, viendo al mismo tiempo
la pequeñez de los pies de Cenicienta. Pero ¡Ay! Se tropezó a centímetros de la
joven y la pequeña joya de cristal se hizo añicos.
La furia de la maltratada joven
se vio alimentada por aquella afrenta involuntaria. ¡Ella también quería ser la
princesa del reino y hacer pagar a cada uno de los que le habían hecho daño! ¡Y
ese torpe príncipe insensato no se lo permitiría, había destruido la única
forma de llegar a sus anhelos! ¡La prueba de su derecho a ser llamada princesa!
Comenzó a cantar pero, esta vez, su
otrora melodiosa voz, asemejaba gritos. Ya no eran pajaritos del bosque los que
llegaban a su llamado sino águilas, grandes pájaros de garras afiladas que
certeras, cerraron las puertas de la mansión dejando afuera al lacayo,
despedazándolo y haciéndolo su alimento.
Adentro los ratones y ratas
llenaban el salón lamiendo la sangre derramada minutos antes. El príncipe
aterrado solo atinó a refugiarse en un rincón mientras Cenicienta se acercaba
lentamente hacia él seguida por las ratas negras como la noche, con pelos
gruesos como hebras duras y ojillos brillantes en los cuales se podía ver el
eterno infinito.
La mano de Cenicienta se levantó
sobre su cabeza con un movimiento de baile flamenco, y en toda su traumatizada
belleza, agitó la blanca mano, a la orden de la cual, las hordas de roedores
corrieron sobre el asustado príncipe rodeándolo. Gruñeron, mirándolo siempre
con los ojillos brillantes de furia y hambre.
El joven llenándose de valor
pateaba a las primeras ratas que se le acercaban, las hizo volar por los techos
escuchando sus chillidos de dolor.
Pero el círculo se fue cerrando
sobre él. La peluda sombra lo cubrió mordiendo su blanda piel, diminutos diente
como alfileres engullían pedazos mínimos de carne al mismo tiempo, comiéndoselo
vivo.
Pero horrorosa fue su sorpresa
entre tanto dolor, al sentir a las más intrépidas buscar las vísceras. Las
partes nobles no fueron respetadas, las oscuras criaturas buscaban la forma de
entrar en su cuerpo y todas las cavidades fueron utilizadas.
El cuerpo del joven era un volcán
aullador de dolor, un tibio productor de sangre, que como lava bañaba a las,
ahora, rojas criaturas que no se compadecían de su mortal sufrimiento.
Una masa de sangre en movimiento lo
cubría ya, sin dejar ver lo que quedaba del cuerpo del malogrado joven. Las
ratas salían y entraban por cuencas, fosas nasales y boca. Su vientre abierto
asemejaba el nido de los roedores que corrían enredados en largas tripas
blanquecinas y en el recto desgarrado uno de los animales asomaba su cabeza con
el hocico lleno de pútrido alimento.
Cenicienta, sentada en el piso, a
unos metros de la masacre, dejaba que el algodón de su vestido absorbiera el líquido
vital derramado, el cual avanzaba por la tela cual marejada roja.
De pronto, un brillo llamó su
atención entre la negrura de la estampida asesina.
Se acercó golpeando a las ratas
con la mano, sacándolas del lugar. Al lado del cadáver con la sonrisa más
bella, brillaba una pequeña joya, un pequeño zapatito de cristal, hermano
gemelo del deshecho. El príncipe no había tenido tiempo, o valor, para anunciar
su existencia.
La joven lo tomó, sacudió la
sangre que lo envolvía. Se lo puso. Calzó perfecto.
Sacó la varita mágica del hada madrina que
aun tenia prendido el ojo de ésta en la punta y con un “Bibidi babidi bu” convirtió
a los ratones en caballos, a una vieja rata en cochero y la cabeza del joven heredero
en elegante carruaje, al cual se montó encaminándose a reclamar su trono.
*Si quieres conocer a más primorosas princesas, pasé por aquí:
Princesas I
Princesas II
Princesas III