*Favor de leer el relato con la melodía adjunta.
Angelique se movía entre las
sombras de la ciudad que fría le regalaba los vapores de su niebla. Su rojo
pelaje al viento se confundía con el aura escarlata de algún demonio en fuga.
Los faroles de aceite despedían
su olor acostumbrado y las damas de largos vestidos barrían, sin querer con ellos,
las calles. Los carruajes, en su loco correteo, se inclinaban sobre las húmedas
piedras del camino al chocar de los caballos.
Escondida en las esquinas más
álgidas husmeaba recelosa. Sus grandes ojos brillaban fieros mostrando su lado
más salvaje pero su mirada era fija denotando la inteligencia propia de su
naturaleza humana.
Un perro callejero le aulló
asustado al encontrarla sin querer, un garrazo destrozando su cuello fue lo
último que sintió. Salió de ahí
avanzando entre las callejuelas oscuras y húmedas, la lluvia cual clavicordio
enfurecido taladraba sus oídos y opacaba el sonido de sus movimientos.
Versalles brillaba en una de sus
miles de fiestas. Sangre noble borboteaba entre vinos y champagnes que les
darían un sabor alcohólico.
París era tan diferente a
Gévaudan, aquel pueblito al sur del que había huido poco antes. Había logrado
evadir al caza recompensas que la perseguía incansablemente y regresaba a su
ciudad de origen en busca de su familia y su hogar perfecto de perfecta dama.
El enrejado del palacio le
impedía la entrada, lo rodeó olfateando, mirando las posibilidades. Los
guardias lo cercaban, solo esperaba un descuido de cualquiera de esos jóvenes
vigilantes. Solamente necesitaba que se alejen un poco, que ingresaran a uno de
los jardines en los cuales ella, amparada por la oscuridad de la noche y su
madre luna, era la reina.
Al fondo, el clavicordio, esta
vez uno real y no el que siempre taladraba su mente, sonaba ligero envolviendo
a los invitados de los bacanales acostumbrados por el soberano inquilino de
palacio.
Afuera, la lluvia se convirtió en
pálida garua que la acariciaba sutilmente sin lograr entrar en su rojizo pelaje
que brillaba como bañado por polvo de ángeles malignos.
Al fin era la loba roja
nuevamente, al fin libre a sus instintos de carne y libertad. No apretaban su
gentil cuerpo vestidos ajustados ni modales impuestos.
Angelique rugía a la vida, caminó
entre los hermosos campos recién podados, el olor de la húmeda tierra la
acompañaba. Llegó al lugar más oscuro de los reales jardines de Versalles y ¡ohhh!
buena suerte, bendición de algún dios travieso, un hoyo libre de reja la
esperaba.
Su musculoso cuerpo se estiro
entrando sigilosa.
Los ventanales aullaban de luz y
música, las figuras caprichosas se movían de un lado a otro. Hermoso clavicordio
que cantaba a la vida, notas suntuosas de lujuria que despertaban su sangre y
sus deseos.
Detrás de un arbusto esperó
asechando.
Jóvenes enamorados que se
alejaban del mundanal ruido para llegar al oscuro jardín, perdiéndose entre los
laberintos verdes del césped que formaba muros que los escondían de las miradas
lascivas. Se entregaban a sus instintos, a sus carnales intenciones, a sus
manos encendidas.
Angelique se acercaba oliendo el
deseo que los abrasaba. La joven, con los ojos cerrados no vio venir la sombra
roja que se cernía sobre el cuerpo de su candente amante. El no profirió un
grito cuando la cánida dama hundió sus colmillos en el cuello masculino
destrozándolo.
No se quejó cuando su cabeza
colgaba de una débil lonja de carne que la unía a su cuerpo. La muerte
escarlata puso su gran pata sobre el pecho desnudo de la chica, que minutos
antes henchido de deseo se dejó exponer, los ojos horrorizados de la joven y el
grito atorado en la delicada garganta incitaron a la bestia.
El hocico babeante dejaba caer la
vil saliva sobre la rosada boca que la bañaba como rocío de cualquier mañana
primaveral. Las uñas como cuchillas
afiladas desgarraron piel y musculo, quebraron hueso y cartílago. Sacaron el
corazón que aun latía enamorado.
Angelique devoró amor esa noche.
Intestinos y húmedos órganos fueron su complemento.
La noche terminaba, el manto
violeta del amanecer comenzaba a cernirse sobre el real palacio. Huellas rojas
de grandes garras estamparon la verde alfombra de césped mientras se alejaba.
Una vez más a su hogar, una vez
más a su perpetua celda de oro forrada.
Nuevamente el mausoleo familiar la
acogió en su infinita locura y dolor físico. La transformación revertió su
maldición. Musculoso cuerpo en grácil figura,
horroroso hocico en angelical rostro. Pelaje escarlata en rojizo cabello
sedoso pegoteado aun por la sangre que se secaba formando un casco de
vergüenza.
De pie, la dama recogió su ropaje
escondido entre los muertos. Vistiose tímidamente.
El frío aire matutino la hizo
respirar en un suspiro triste. Limpio su boca ensangrentada aun, ya sin hambre.
El cercano río lavó sus cabellos más rojos aun por el vital líquido.
Salió del cementerio, enrumbó
hacia su hogar donde debía llegar antes de que el astro rey toque los ojos de
los que ahí vivían.
Detrás de ella un par de ojos la
miraban, nuevamente la había encontrado. Esta vez no se salvaría. La muerte
estaba escrita para el bello monstruo. Esta vez, ni su belleza solo comparada
con el amor mismo, ni sus ruegos saliendo por aquella boca roja como el más
jugoso fruto, ni la cabellera que enmarcaba la más bella obra de arte la
librarían de sus balas de plata.
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