Con un movimiento brusco logró al
fin liberarse de sus garras. El pequeño demonio que todas las noches la
visitaba se hacía cada día más fuerte. Sus garras le cubrían la boca y la nariz
casi no dejándola respirar mientras se sentaba en su pecho. Su poder endemoniado
no permitía que moviera sus miembros. Sus brazos y piernas anclados a su cuerpo
la sofocaban sin poder siquiera lanzar un grito.
Cada noche la misma entidad la
atormentaba, durante el día dormía tranquila. Dormía su tormento, su castigo y
su pecado.
Solamente se despertaba por
momentos en las noches, cuando casi ahogándose en su propio cuerpo, el diablo
que la abrumaba la soltaba y volvía a respirar con dificultad para volverse a
dormir y sufrir un nuevo ataque. Pero
nunca abría los ojos, eso le era imposible.
Durante
el día, su dormir era tranquilo.
Años en el mismo lugar,
escuchando entre sueños pasar la vida. Adivinando el cambio de las horas del
día por la luz que atravesaba sus párpados siempre cerrados. Las estaciones
pasaban cambiando los vientos y temperaturas que soportaba estoica en su tálamo
mullido de la más finas telas y tapices. No por gusto era una princesa.
Esperaba una promesa, una promesa
de amor que no llegaba. Soñaba con el roce de sus labios, con el despertar de
su cuerpo al deseo y al verdadero amor. Y dejar al fin su suplicio nocturno.
Su cuerpo iba consumiéndose con
el paso de los años, la magia que la mantenía inerme no conservaba su juventud.
Su mente, perturbada ya por las noches tormentosas en las que la falta de aire
la ahogaba y su propio cuerpo la aprisionaba, tejía historias de libertad con
el interior de sus párpados como escenario.
Finalmente, llegó el día en que
escuchó al dragón rugir, guardián de la torre donde ella se encontraba. El
animal luchaba con toda la fuerza, el poder y el fuego que lo proclamaría, si
la lógica fuera lógica, ganador de la batalla. El blandir de la espada contra las
escamas duras y ásperas del dragón erizaba su piel imaginándose la lucha bajo
sus ojos cerrados.
Su corazón latió a mil por hora
cuando el último suspiro de su guardián fue seguido de un golpe fuerte y seco
en el piso producto del peso de su gran cuerpo. Enseguida los pasos de su
salvador se hicieron cercanos, el aullido de las bisagras oxidadas de la vieja
puerta se hizo oír. Su mundo bajo los párpados se transformaba en una pronta
realidad.
El beso fue tibio, presionó sus
labios por unos segundos y pudo saborear su aliento de príncipe. La proximidad
de aquel cuerpo masculino la estremeció y sus ojos se abrieron levantando los
párpados al sueño realizado.
El la miraba cansado, sin la
emoción que ella había esperado tantos años. Se levantó insegura, sus piernas
temblaban por la falta de uso y debilidad, alrededor las telarañas habían hecho
su reino, la espera había sido más larga de lo que se había imaginado.
De pie, delante del joven príncipe
Felipe, tomó sus manos entre las suyas, él aún tenía la espada asida pero ella
se la quitó con un movimiento suave, besando antes la mano que la sostenía.
De un certero golpe desprendió la
cabeza del cuerpo del joven. Salió rodando por la puerta y cayó por las
escaleras alimentando, finalmente, al dragón herido.
Salpicada de la sangre del príncipe
se sentó en el piso abrazada a la espada que aun goteaba el tibio líquido y miró
al horizonte a través del pequeño balcón de la habitación.
“Yo no me merecía tanta espera” –
pronunció la princesa Aurora saboreando una gota que cayó en sus labios rojos
como el carmín.