*Favor de leer el presente relato con la melodía adjunta.
La pequeña Delphine caminaba por
las calles empedradas mirando las farolas de aceite que comenzaban a encender
los guardias de la vieja ciudad. El cielo, lleno de nubes bajo el fondo gris, presagiaba
un chubasco.
Sus pasitos cortos y mimosos la
llevaban a ningún lugar conocido. Ciega de hambre, como casi siempre, buscaba a
algún buen samaritano al cual despertar la ternura y compasión que su delicada
presencia provocaba.
Cachorra indolente del ser más
pérfido, prohibida fecundación del anticristo en la tierra, su apetito insano
no se saciaba con un solo cuerpo pero sabía, por la sabiduría de sus años, que
no podía ir dejando el rastro de cadáveres que ella apetecía.
Abrió su paraguas de hermosos listones bordados en el borde, arregló los rubios bucles bajo el sombrerito celeste de seda al igual que su vestido de puntilla. Pequeños guantes remataban el atuendo y sus clásicos zapatitos de charol la enrumbaron hacia la colina donde se alzaba la carpa de líneas rojas y blancas del circo que acababa de llegar.
¿Quién en su sano juicio extrañaría
a esos engendros? ¿Quién lloraría por alguna de esas aberraciones que la
naturaleza, en su extraña misericordia, se dignó a dejar vivir? ¿Quién echaría
de menos a esas criaturas negadas de la vista de Dios?
Las telas de la carpa volaban en
el aire siniestro y plomo que silbaba en los oídos como una canción degenerada.
Los cabellos dorados golpeaban su carita e hicieron volar su pequeño paraguas.
El animador del circo gritaba llamando a la gente, a los niños y familias que
de la mano aparecían sonrientes. Nombraba a los acróbatas, a la señora gorda,
el hombre fuerte, los enanos, payasos, pinheads, la mujer de dos cabezas, el
torso viviente y otros pobres infelices que iban a exhibir sus miserias y
deformidades por unas cuantas monedas.
Delphine se sentó en la entrada
mirando a la gente pasar, huérfana y solitaria, veía como compraban los
algodones de azúcar y los bastoncitos de dulce con los ojos azules que lucían más
claros en esa tarde gris.
Pero ella no estaba ahí para ver
la función.
El espectáculo comenzó y el murmullo
de las risas, gritos y canciones llenaron el espacio. La pequeña asesina con
brillantes zapatitos se dirigió detrás del toldo, donde las caravanas de madera,
estacionadas en círculo de los artistas, les servían como humilde casa.
La función comenzaba y pasaron
los enanos corriendo vestidos de payasos, el último de ellos nunca llegó a la
carpa. Desapareció bajo uno de los carros jalado ágilmente del tobillo por una
manita enguantada. Nuestra pequeña, clavando sus colmillitos de perla en el
deforme cuello, sació, en parte, su sed.
Limpiando sus labios de rubí con
albo pañuelo sintió curiosidad y metió la cabeza bajo la carpa en el momento en
que los trapecistas volaban por el aire apestoso de sudor, grasa y dulces. Sus gráciles
movimientos la fascinaron y una chispa de inocencia infantil ilumino su azul
mirada.
Pero el hambre volvió a abrirse
paso por sus secas venas. Uno a uno el circo fue quedando sin artistas, nadie
acudía al llamado del presentador que con una sonrisa fingida y la cólera reflejada,
en sus rojos ojos, se disculpaba con mil mentiras.
Tirando al suelo su sombrero de
copa, luego de despedir a la gente que se fue clamando por su dinero, salió de
la blanquiroja carpa, sus pasos se hicieron cada vez más fuertes y pesados, a
cada momento se le hacía más difícil despegar los pies del piso de tierra, la
oscuridad no lo dejaba ver la superficie.
Llegó al primer carromato que estaba
iluminados como todos los demás, estaba vacío y el piso manchado con la sangre
que acababa de llevar en la suela de sus zapatos. La luz de la lámpara del vehículo
ilumino la tierra enrojecida y pegoteada por la matanza que aconteció minutos
antes.
Caminó hacia el centro de la
caravana que silenciosa mostraba los rastros del paso de la diminuta nosferatu.
En las puertas de cada carro de madera un cuerpo terminaba de desangrarse, por
los cortos escalones de madera, delgados riachuelos escarlata caían brotando de
pequeños hoyos como los del cuello de la mujer barbuda o de cortes abiertos
como los del hombre fuerte que denotaba una lucha mayor y grandes tajos, que
casi degollaban a la presa, como en la mujer gorda, cuyo cuello debió ser un
desafío para la dorada criatura al tener que destazar las lonjas de carne. Los cuerpos colgaban por puertas, escalones y
ventanas de los coloridos vehículos de madera.
La sangre en la tierra se confundía
con la arcilla que, abriendo surcos, dibujaba el mapa del camino de la infante homicida.
El silencio sepulcral lo envolvía
ahora, el batir de alas de los pájaros nocturnos se oía taladrando sus oídos.
En el último carromato, las sombras de movían en el interior, se acercó
lentamente solo para ver a una deliciosa niña rubia como el sol y hermosa como
el mismo amor, sus manitas prendidas del vestido de la dama parecían pequeñas
pinzas de escorpión que aferraban el cuello de su plato principal. La mujer de
dos cabezas, y dos cuellos, gemía con sus últimas fuerzas, un hilo de sangre
carmesí corría por uno de los cuellos cuya cabeza yacía inclinada sobre su
pecho, ya muerta. Su cabeza hermana daba agónicas inspiraciones de vital
oxigeno con los párpados cayendo sobre los ojos que iban apagándose con el
reflejo de unos zapatitos de charol en su interior.
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