La luz tenue del bar titilaba
sobre su cabello rojo. EL sonido de las copas, botellas y conversaciones
incoherentes se escuchaban como un sueño torpe.
Cruzó sus piernas acomodándose en
el alto banquito del bar. Su falda se levantó hasta que casi se pudo ver la
unión del muslo al nacimiento de las redondas nalgas.
Tomó la copa del verde licor
llevándosela a sus labios, una gota cayó en el nacimiento de sus senos
corriendo hacia el camino que se formaba entre ellos. La miró fastidiada,
siempre le pasaba, era el castigo por tener esos grandes pechos. Con un dedo la
recogió y se la llevó a la boca sacando la suave lengua para saborearla.
No era consciente del espectáculo
que era para quien la mirara. O tal vez sí.
Debía llegar con comida para los
niños, dependían de ella y no había sacrificio imposible para conseguirla.
Se dispuso a buscar algún incauto
ya envalentonada por el alcohol y aquellos cigarros que daban tanta risa.
Caminó por aquel lugar lleno de mesas marchitas. Su vestido de seda verde se
pegaba a su cuerpo que se contoneaba a cada paso. Su cabello rozaba su cintura
como los dedos de un amante lascivo.
Delante de ella, unos ojos
ladinos la admiraban. No dudó en acercarse , se sentó a su lado y puso un
cigarrillo en sus labios pintados del más profundo rojo. Esperó.
Su invitación fue aceptada
encendiendo el pitillo y una bocanada de humo salió de su boca entreabierta
cubriendo por un momento su rostro de sílfide.
Las copas fueron y vinieron sin
que se dieran cuenta de los vuelos que el minutero daba alrededor de ellos
Ella, acostumbrada cada noche a
beber para olvidar el cómo y solo recordar el porqué de lo que hacía, aguantaba
los toqueteos perversos, los besos babosos, las palabras ofensivas de aquellos
hombres que atraídos por su belleza y su distraída moral se acercaban a
satisfacer sus deseos más bajos.
Ya entrada la madrugada se
dispusieron a salir a dar rienda suelta a la negociación carnal. El quiso
entrar a un motelito de mala muerte, esos en los que el baño es compartido por
mil almas tal vez más perdidas que la de ella misma.
Ella no lo dejó, tenía un lugar
propio donde, hasta lo que era posible, se sentía más cómoda desarrollando su
labor.
Al fin llegaron, los niños
dormían, todo era por ellos, porque aquellas bocas comieran y no lloraran de
hambre como ya lo habían vivido anteriormente. Ella no soportaba la idea de
verlos nuevamente en la calle muertos de frío y ansías de llevarse algo a la
boca.
Entraron por la cocina al pequeño
cuarto acondicionado para estos menesteres. Una desvencijada cama de vieja madera los aguardaba.
El entró dejándose caer
pesadamente sobre el colchón que apenas lo sostuvo, jaló la pequeña mano de
ella haciendo que cayera torpemente sobre su rechoncho cuerpo. Sus manos
sedientas de sexo la tocaron lascivas por cada parte que encontraron. Ella
asqueada imitaba aquellos gemidos que lo llevarían al éxtasis y por ende, a
perder la conciencia de la realidad.
Sólo era cuestión de aguardar. De
esperar y aguantar un poco, un poquito más,
sus besos inmundos, su lengua repulsiva, sus manos obscenas hurgando
cada deseada parte de ella.
La enajenación llegaba al fin, la agitación
del porcino hombre sobre su cuerpo lo delataba, sus jadeos animales y la saliva
que caía de su boca hacia su rostro, la cual esquivaba como podía, la llenaban
de la furia que necesitaba.
Empujada al extremo de la cama
por las embestidas furiosas del degenerado, metió la mano bajo ésta y sus dedos
tocaron su mango, la madera suave abrazada por su mano, madera salvadora y
liberadora. La empuñó con toda la fuerza
contenida en su aun joven cuerpo y almacenada en años de impotencia y asco.
EL martillo de fuerte fierro le
reventó la cabeza abriéndola en dos, los sesos salían deslizándose por lo que
fue la frente y caían sobre los ojos llenando la cuenca vacía de uno de ellos
que rebotaba en su rostro por el impacto.
No había muerto, ella cuidaba
mucho que no murieran, solo deseaba que estuvieran a su merced sin poder
defenderse y gozar de ver esa agonía, ese medio camino entre la vida y la
muerte que se iba colando por cada seso y hueso caído entre pequeños ríos de
sangre espesa y roja que se mezclaban con saliva y el humor acuoso del ojo
reventado.
Disfrutaba de aquel vaivén del
cuerpo vacilante y sangrante, atrapado en la decisión de morir de una vez. El ojo colgando le daba un aire ridículo, a
adorno navideño colgado de la rama del pérfido arbolito. El tipo cayó de rodillas mientras los sesos
caían entre sus dedos regordetes. La miraba con el único ojo, que perdido, ya
no enfocaba la vida. Levantó una mano tocándose la cabeza abierta, sus dedos
entraron hasta el cerebro palpitante, un sonido animal salió de su chueca boca,
ahora deforme, un quejido escalofriante que helaría la sangre al ser más vil.
Se acercó a él blandiendo el
martillo, lo levantó reflejando en su mirada su sádico placer, el infeliz trato
de cubrir su rostro a lo inevitable. El martillo cayó una y otra vez, se hundió
en el otro ojo, cegándolo, la sangre caliente salpicaba al piso y muros creando
obras de arte entrañables, nunca antes mejor dicho.
El hombre babeaba ya
desfalleciente, su cuerpo temblaba en espasmos que sacudían sus miembros
inertes. Lo tomó de uno de los brazos y con gran esfuerzo lo arrastró hacia la
cocina. Pues más era la excitación y el deber que su propia debilidad. Movía la
cabeza tratando de mirar a través de las cuencas sangrantes.
Ahí estaba brillante, siempre
limpia, siempre reflejando como ella iba acercándose con la carne del día.
Herencia de su madre que le había
dado el mismo uso.
Como pudo sentó al hombre en la
silla más cercana a la pequeña mesita, jaló el mismo brazo y con cuidado de
cirujano metió los gordos dedos en la boca de la antigua moledora de carne que
afilada esperaba su alimento.
Daba vueltas a la manija que movía
las cuchillas, que cortaban y molían la carne que se les ofrecía. Estimulada
por los quejidos sordos del hombre, que le demostraban que aun sentía un ápice
de dolor, hacia esfuerzos por darle
vueltas a la manija para lograr moler musculo y cartílago.
Por el otro extremo, pequeños
gusanos rojos y jugosos salían en un pequeño y primoroso plato decorado con
pequeños gatitos rosa. Lo iban llenando hasta que se rebalsaba sobre la mesa. Había
que sacar las uñas que habían quedado enteras. Los dedos fueron fáciles, los
brazos se mezclaban entre el rojo del músculo y el blanco del cartílago
formando gusanitos bicolor.
Se preguntaba hasta donde tendría
que moler de él para que finalmente muriera, faltaba poco y sus quejidos se
iban apagando. Al llegar al codo, tomó el machete cortando el brazo. El codo no
se podía moler. Tendría que cortar el cuerpo en trozos.
Ese gordo le serviría para
algunas semanas.
Los niños habían despertado por
el ruido y el olorcito de la sangre fresca. Se acercaban asomando sus caritas
curiosas, sus grandes ojos brillaron al contemplar sus platitos llenos de
fresca carne.
“A comer mis niños” – avisaba la
hermosa pelirroja con el vestido de seda verde pegado a su cuerpo, no solo por
su voluptuosidad sino por la sangre y el sudor impregnados. Se agachaba dejando
los platitos sanguinolentos en el piso de la cocina como las más afectuosa
madre.
Los niños se acercaban presurosos
humedeciendo sus boquitas en la carne recién molida y agradeciendo a quien la traía
para ellos con los más amorosos maullidos.
*Muchas gracias a Edgar K. Yera por la inspiración.
**Encuentren el sentir de la victima en la seguidilla Abnegación de Zesar.
*Muchas gracias a Edgar K. Yera por la inspiración.
**Encuentren el sentir de la victima en la seguidilla Abnegación de Zesar.