Amada que abrazas mi cordura con
tus suaves brazos de luna, frente al espejo nos veo juntos, unidos como un solo
ser, mi tez aun gotea las lágrimas de la soledad y los monstruos de mi cabeza
me miran desde todos los espejos de la habitación.
Apoyo mi rostro en tu suave brazo
que me rodea como única respuesta a mi delirio, me abrazo a él y lo beso
mientras ellos me miran y se ríen de mí – "¡Fuera, fuera de mi cabeza! ¡Sálvame
amor, salva mi juicio que se va entre reflejos rotos de mi pobre alma
atormentada! ¡Rodéame con tus brazos fuertes que no me dejan escapar, que me
clavan a un lugar seguro junto a ti!"
"¡Oh malditos seres de múltiples
ojos y escamas brillantes, salgan de mi mente, dejen de hablarme! ¡Voces…...acallen
sus frases, sus órdenes, sus rezos! ¿No ven que estoy con mi amada que mantiene
mi razón? ¿No ven como me abraza y me estruja con amor?"
"Cálida amada mía ¡Cómo me amas! ¡Cómo
me envuelves con tus brazos de lino blanco!….¡No! ¡No me sueltes, no se la
lleven! ¡No! ¡No me la quiten! ¡Al contrario! ¡Ajústenme más sus correas!"
Alondra,
ave de invierno. Mirando a través de las ventanas del castillo, la nieve cae en
copos que el viento lleva hacia algún otro lugar no muy lejano. El canto de
aquella ave llena la noche más oscura del mes, las flamas de la chimenea bailan
como en el averno mientras alumbra los muebles y cortinas de terciopelo rojo
dándoles una tonalidad sangrienta.
Camino
de un lado a otro inquieto, preocupado, impaciente. Las alfombras son testigos
de mi andar incesante.
Un
grito desgarrador rompe el espeluznante silencio, me adelanto rápidamente por
el pasillo mientras las bailarinas sombras, que danzan al compás de las antorchas inflamadas, me rodean por el largo corredor.
Abro
la puerta de la habitación en penumbra de donde los gritos y gemidos provienen.
El charco de sangre en el suelo salpica alrededor cada vez que lo pisan. Las
sábanas de la cama ensangrentada están en completo desorden, sus manos las
estrujan por el esfuerzo y el dolor se refleja en su pálida faz.
Me
acerco a acariciar su cabello negro, húmedo de sudor, que se pega a su rostro.
Otro
grito me ensordece mientras aprieta mi mano y yo acaricio la suya dándole
valor. El galeno casi invisible entre sus piernas y paños pide el último
esfuerzo.
El
agudo llanto nos sorprende y nos miramos a los ojos, ella me mira con ese amor
endemoniado que nos une, yo le correspondo con el brillo infernal de mis
pupilas.
El
matasanos me entrega a la pequeña envuelta en oscuros mantos de encaje, los
mismos que me acogieron a mí al nacer. La miro por primera vez, sus oscuros y
grandes ojos penetran hasta mi alma o lo que queda de ella. Su piel, tan blanca
como la de su madre, resalta los rojos labios de su pequeña boca y suaves rizos
negros enmarcan su perfecto rostro. Miro a Eleonora, su palidez natural
resplandece como la luna llena al entregarle el fruto de nuestros encuentros
más perversos.
Mis
dos mujeres se abrazan, una envolviendo a la otra en sus brazos. Besa sus
labios inmaculados con su boca de rosa. La nueva madre me mira y sonríe
complacida. Sus bellezas compiten sin poder decidir por alguna.
-
“El verano terminó, llegó el invierno, ella llegó con éste, como aquella ave
que es la única que canta en esta época, como será la única que entrará a mi
podrido corazón acompañando a quien la llevó en su vientre.
Alondra
será su nombre, como el ave invernal, oscura como el plumaje que la cubre y sin
ningún rastro del verano que pasó” -
El pequeño Damian renegaba en un
rincón de los arbustos del gran jardín de la mansión. ¡Cómo era posible que esa
mujer arruinara su fiesta de cumpleaños que estaba saliendo tan divertida!
Sus amigos habían llegado y se
entretenían con todos los juegos que había puesto su madre en el jardín y los
shows que se había contratado.
Aunque la verdad no le gustaba
mucho la decoración que su madre había realizado, mucho color para su gusto, ni
que fuera una niñita. Hubiera preferido colores más oscuros pero ella siempre
le decía que para su edad tenía un gusto tétrico, así que la había complacido
no diciéndole nada sobre los globos y serpentinas colorinas que bañaban el gran
patio interior.
El niñito decidió darle más diversión
al show de magia que estaba siendo un poco lento y se concentró en el mago que
hacía sus sosos trucos de ilusionista básico.
De su sombrero de copa sacaba
palomas y conejos a los cuales sus ñoños amigos aplaudían sin cesar. Damian se
paró detrás del grupo de niños que disfrutaba el show y miró al mago con esa
mirada fija y fría que tanto temían en su casa.
El sabía que su padre no lo
defraudaría y lo ayudaría a hacer de esa fiesta infantil un evento estelar.
El delgado mago se arregló el
ridículo bigote torciéndolo entre los dedos y sonrió a los niños con una
sonrisa chueca para hacerse el interesante.
Metió la mano al sombrero y su
rostro comenzó a contorsionarse, se le desdibujó la sonrisa para dar lugar a un
gesto de sorpresa y luego a uno de repugnancia.
Sacó la mano ensangrentada del
alto sombrero negro, los niños mudos no entendían que era aquello que palpitaba
en su mano y del cual colgaban largos colgajos de carne que goteaban sin parar
la sangre más oscura y espesa formando perfectos charcos en el verde césped.
El mago soltó aquello y volvió a
meter la mano para sacar, esta vez, un rosado pedazo de carne que se movía sin
parar como una pequeña culebra rosa y húmeda que destilaba un líquido
transparente y resbaloso el cual lo hizo caerse al piso.
El aprendiz de ilusionista metió
la mano por tercera vez a su sombrero y un par de bolas blancas salieron de
entre sus dedos, dos hermosos iris verdes miraban desde la mano del mago a
todos aquellos pequeñuelos que gritaban horrorizados.
Allá en la esquina, una pequeña
de coletas rubias se tocaba el hueco vacío en el pecho en el cual antes
palpitaba su inocente corazón y que había sido el primer truco del mago. Más
atrás un niño de lentes y short a cuadros vomitaba sangre por la falta de la
lengua con la cual hubiera gritado por ayuda si hubiera podido hablar.
Y muy cerca a nuestro pequeño, el
niño con las cuencas oculares vacías avanzaba a cuatro patas buscando a que
apoyarse mientras éstas dejaban caer largos y gruesos hilos de sangre, que
bañaban su rostro, en su camino.
El mago poseído metía y sacaba la
mano del mágico sombrero mostrando orejas, hígados, tripas, riñones y estómagos
que vomitaban sus fluidos por todo el césped ya pegote de sangre coagulada y
pedazos de cuerpos sobre el cual se arrastraban y caían pequeños cadáveres y
padres desesperados.
Damian, a un lado, disfrutaba de
su cumpleaños y reía ruidosamente del espectáculo mientras iba devorando los
dulces, galletas y la gran torta que destrozaba con las manos, frenético.
Su fiesta estaba en el mejor
momento hasta que la estúpida de su niñera malogró el momento gritando desde
una de las ventanas de la mansión: ¡Oyeme Damian, hago esto por ti!
*Plus: Para que los más jóvenes conozcan a la niñera,click aqui
Mariette tocaba al centro del salón
perdida en su propia melodía, movía su
blanco bracito aporreando el arco de su pequeño violín, su cabeza sacudía los
rubios rizos adornados con lazos de satén rosa. Alrededor sus compañeros, sus
hermanos, danzaban en el aire, dando vueltas y revoloteando suspendidos en la
oscuridad del lugar que se iluminaba por momentos con rayos de luz como
disparadas de ventanas de colores.
Dieguito hacia volar sus
cuchillos, tijeras, sopletes y todo lo que le servía de arma a su alrededor, su
sonrisa desquiciada lo hacía babear mientras danzaba con los ojos en blanco. El
capitán Garate llegó con sus cadenas alrededor del cuello, las golpeaba en el
piso de madera así como su pata de palo y en cada golpe las cadenas sangraban
manchando el piso de la sangre de los esclavos que aprisionaban. La chica del calendario,
siempre coqueta, bajó de la pared donde estaba perpetuamente dibujada y en
puntas de pies bailaba sin tocar el piso como la más ágil bailarina poseída por
la melodía.
Carniceros, Esclavos de esclavos,
Monstruos con patas de araña que te esperan en tu habitación, madres colgadas
de vigas frente a sus hijos, niños diablo, vampiros sanguinarios, escritores
asesinados por sus personajes, marcianos perdidos, hermanos idiotas y pequeñas asesinas justicieras,
todos unidos, todos celebrando, danzando, dando forma a la canción lúgubre que
la pequeña Mariette interpretaba incansable.
De pronto, la niña dejó de tocar
de un golpe lanzando el violín a un rincón del lugar.
“¿Un año ya?” – decía la voz en
mi cabeza que se transformó en imagen delante de mis ojos. Dieguito, vestido
con su cinturón de herramientas, afilaba el machete con la lima de metal que
llevaba entre sus manos.
“Así es Diego ¿no has traído nada
para la celebración?” – reclamaba la pequeña Mariette estirando con sus manitas
su vestido de gala rojo granate como el alimento que buscaba compulsivamente a
diario – “al menos ese cuchillito nos servirá para cortar el pastel” – dijo la
niña mirando con enormes ojos el gran machete y sonriendo de forma burlona.
Retorcía nerviosa la cabeza de su muñeco de trapo y con una de sus manos jalaba
el ojo de botón casi arrancándoselo – “él aun no llega,”-replicaba mirando a
los lados – “¡debe traer el pastel!”
Dieguito se acercó a la niña por
detrás sacando sus tijeras de podar que colgaban del cinturón de cuero y acarició con el filo del arma blanca los
dorados bucles de la pequeña – “¿un cortesito?”- le preguntó abriendo y
cerrando las hojas de las tijeras casi tocando el rostro de Mariette.
La chiquilla dio un salto hacia
atrás haciendo sonar fuertemente el cascabel de su cuello y con otro atacó a
Dieguito prendiéndose de su cuerpo y clavando sus pequeños colmillitos en el
cuello del chico que tomándola de la cintura se esforzaba por desprendérsela.
“No te engañes por mi tamaño
Die-gui-to, tengo más años que tú y ni con todos esos juguetes que llevas en el
cinturón podrías hacerme el mismo daño que yo puedo hacerte a ti” – le dijo la
niña que con los ojos azules casi fuera de sus órbitas lo miraba con rabia – “¡me
arrugaste el vestido pobre orate¡”- chilló bajando al piso y volviendo a
estirar, desesperada, la falda del vestidito.
“Pobre niña loca” – se fue
susurrando Dieguito a una esquina y se puso a jugar con su cepillo de dientes
que encendía y apagaba sintiendo la vibración de éste mientras se lo pasaba por
la cara.
Un golpeteo me taladró la mente
mientras el Capitán Garate con su loro en el hombro se acercaba aporreando con
su pata de palo el piso de madera sin dejar de observar a la chica del
calendario que lo seguía con la mirada sorprendida por la colorida cantidad de
globos que traía el pirata.
Siete llegó maullando y corriendo
como perseguido por el diablo.
“¡Suéltame niña!” – le gritó a Mariette
que lo tomó de la cola cuando pasó a su lado pisándole sus zapatitos de charol
– “¡anda juega con tu muñeco tuerto y déjame en paz!“– le dijo el negro gato
liberando su cola y acicalándola sentado en el centro del salón.
“¡No está tuerto!”– La dulce
Mariette abrazó cariñosa a su muñequito hecho de piel besando su frente cosida
y su boca deforme.
A lo lejos un retumbar hacía
temblar mi mente, la oscuridad comenzó a hacerse presente, su capa volaba
mientras su andar lo traía hacia nosotros. Don Diego de Torres y Messía se
acercaba a los demás con una gran torta en la mano. Era de pasta blanca
inmaculada y desde el centro brotaba relleno rojo como si estuviera
desangrándose.
“¡My beloved one, mi amado Drako,
llegaste!” – la pequeña dejando el muñeco a un lado, se acercó rauda al
caballero recién llegado abrazándolo dulcemente; su rostro, con los ojos
cerrados, se apoyó amorosamente bajo el pecho del muchacho que acariciaba sus
rubios rizos con la mano libre.
Mariette levantó nuevamente su
violín rojo y continuó con su más lúgubre melodía, el lugar se llenó y los invitados danzaron nuevamente con la
oscura canción. Bailaban en el aire, moviéndose en el viento, dando vueltas poseídos por cada nota
que Mariette tocaba endiablada mirándome fijamente.
Don Diego siguió su andar hacia
mí acercándome el pastel.
“¡Digno de ti!” - me dijo
mirándome a los ojos al mismo tiempo que los demás volteaban hacia mí, todas
las voces de mi cabeza se acallaron al unísono así como el violín, sólo
observándome en silencio, sin parpadear, sin respirar siquiera. La voz del
nuevo personaje se hizo oír sobre la de sus hermanos – ¡Feliz aniversario,
Madre!
Los suaves rizos rubios de mi
niña hermosa vuelan a su pausado andar, entra con cándido paso a la iglesia que
la recibe con sus puertas abiertas como las alas de un ángel celestial y
generoso. Los vitrales de colores con mártires figuras dejan pasar la luz del
día que va desfalleciendo. El olor a la madera del techo que gótico se alza en
altas naves en punta, las banquetas de tosca madera y la obra del artesano que
talló esos relieves convirtiendo el tronco y el yeso en figuras santas la rodea
con las vírgenes y los niños que la miran acercarse al altar de nuestro Señor
Jesucristo que con su mirada caída contempla sus pies ensangrentados y
atravesados.
Lo mira con pena, con la dulzura
de sus años y la piedad de sus grandes pupilas. Sus pies sangran sobre cruz de
madera con líquido de roja cera.
Una hilera de sacerdotes va
entrando desde la sacristía, no se ven sus pies, sus hábitos los cubren y se
mueven sobre el pulido piso como ángeles oscuros levitando. Mi niña parada al
centro, entre las bancas y el altar sagrado, sólo los mira con su pequeño muñeco
tuerto aferrado.
Sus ojos brillantes de rojas
chispas, que opacan su pálida piel mortecina, los observan mientras la ignoran, su pequeño
cuerpo quema, su carne trémula tiembla al sentir el escozor del lugar. Esboza una
forzada sonrisa de dientes de perla y su cara se enciende en la más pura
esencia.
Una mano toca su hombro, estruja
su delicada manga de seda rosa y mi pequeña levanta su mirada agradecida de ser
recibida en aquel bendito lugar. Acostumbrada ya a ser creída huérfana, infla
sus redondas mejillas sonriendo, balbucea, ríe y llora mientras cuenta. Es
recibida y llevada dentro de la casa de Dios, pasará la noche ahí antes de
llevarla al lugar donde yacen sus demás hermanitos de infortunio.
La noche cae rauda y las voces de
los cantos sagrados llegan hasta sus oídos a través de los corredores en donde revotan
los ecos de las palabras. Lámpara de aceite en mano, recorre los vacíos
pasillos. Sus pasitos en zapatos de charol retumban en la oscura noche y su
sombra se deforma bailarina en una gigantesca imagen.
El comedor está encendido con
velas por doquier, un sacerdote canta mientras los demás comen opíparos
alimentos que jamás vio en orfanato alguno. Los rechonchos curas llenan sus
tripas y los restos que no pueden masticar caen por la comisura de sus gruesos
labios.
Pequeña fiera vengativa y
justiciera recordando los enjutos cuerpecitos de los que se alimentó, los
delgados niños que llenaron sus venas secas con el poco vital liquido que
podían producir. Pobres huérfanos, pobre pequeña escoria de las calles que
comían lo que aquellos sobraban.
Se acercó a pedir comida a la
gran mesa, su manita estirada y su rostro de evocación no consiguieron la
generosidad de ninguno de aquellos adiposos santos varones. Empujada, ignorada,
manoseada y humillada se sentó en una de las esquinas del lugar oliendo los
potajes. Sus dedos jugaban con el cascabel regalado por su pequeño muñeco de
trapo y sonrisa cosida. Su sonido la acompañaba mientras planeaba, mientras
calculaba.
Se sentó en el regazo de uno de
los curas alejado a descansar, acarició su rostro con sus blancas manitas
enguantadas, sentía las manos del mismo sujetándola, rozando vestidito y
muslos, encajes y talle, bordados y pechos inexistentes. Dilató las azules pupilas
como su naturaleza impía le había enseñado, dejó caer su influjo sobre el
pérfido que perdido en aquella maldita mirada infantil se dejó llevar. Su
pequeña boca se adhirió a la gorda garganta, los incipientes colmillos se
hundieron entre grasa y piel, succionó hasta saciarse dejando caer, esta vez,
gotas bermellón por sus labios y gotear a su rosado vestido. Balanceaba sus
piernitas que no llegaban al piso sintiendo como los latidos del infortunado se
iban acallando, como su sangre comenzaba a formar parte de ella. Su alma
inmortal se consumió en fuego sádico, la euforia hizo presa de su voluntad, sus
diminutos dientes se volvieron cuchillas, arrancaron labios, lengua y pedazos
de rostro. Escupió asqueada el pellejo limpiándose con el delicado pañuelo. Lloriqueó
al ver su vestido manchado por vez primera sacudiendo la cabeza en un reproche
contra sí misma. Sus bucles dorados bailaban de un lado al otro sobre la tersa
tez.
Ya el cielo estaba oscuro
adquiriendo un matiz purpura que prometía una noche clara. Acarició los lacios
cabellos de su víctima y con un beso en la frente agradeció su vida por la
propia.
Se alejó del lugar, los curas aun
comían y su pequeño cascabel se dejó oír hasta desaparecer entre cánticos y
mordiscos. Ya lejos, volteó hacia el
templo y por los coloridos vitrales observó la fila de monjes que caminaba
lentamente cantando como una procesión infernal.
Mi querida niña torció su boca de rosa en una perversa
sonrisa al escuchar el grito desgarrador
que llegaba desde la basílica.