“¡Maldita sea tu sangre!” –
gritaba el marido a la mujer mientras ésta se esforzaba por mantener a los
niños sentados en el mueble de tres cuerpos sucio de babas y escupitajos que
ellos mismos provocaban.
El siempre la había culpado de la
enfermedad de los hijos, ella recibía el castigo resignada a su vida miserable.
Los tres niños amarrados uno al
lado del otro no podían mantenerse sentados por sí mismos, sus cuerpos se
balanceaban de una manera compulsiva y sus bocas hacían ruidos guturales
mientras su saliva chorreaba por sus pechos manchados de comida seca.
Sucios y descuidados chillaban como
cerdos sin emitir palabras entendibles, su sola vista era repugnante y su olor
nauseabundo por la falta de aseo y abandono en que los tenían. El padre los insultaba llamándolos monstruos
y la madre los mantenía vivos alimentándolos más de fuerza que de ganas.
Ella se dedicaba a darles de
comer casi exclusivamente, los engendros no se llenaban y bufaban por que los
sigan alimentando sin parar; masticaban, escupían y se atragantaban dejando
caer el bolo alimenticio baboso y sanguinolento por las mordidas que se daban
en la lengua al comer desesperados.
En un descuido, mientras los
padres salieron a discutir sus infortunios como lo hacían regularmente terminando
en la golpiza de la madre, los monstruos se desataron comenzando a avanzar empujándose
entre ellos, se sentaron en el piso quitándose los protectores bucales que cubrían
sus labios aprisionándolos mientras no estaban comiendo.
Comenzaron a llevarse los dedos a
la boca. Los dientes arrancaban la delicada piel de las yemas dejándolas en
carne viva, la sangre caía pintando los dedos y las palmas del brillante rojo
de la sangre vívida. Las mordían incesantemente hasta hacer de las falanges
masas informes, húmedas y gelatinosas. Las uñas fueron desapareciendo entre los
dientes, no sentían dolor, las extirpaban salvajes destrozándolas. Tomaban los
colgajos de carne entre los labios jalándolos, desnudando los dedos de piel.
Las manos se deformaban por la
mutilación ante el hambre insaciable de los críos. El dedo medio se volvió
meñique, el anular tornó a pulgar por las partes cortadas por los dientes
ávidos.
Ahora el final de sus brazos sólo
eran muñones sanguinolentos que se golpeaban unos contra otros, manchando sus
ropas, sus caras, pisos y muebles de espesa sangre que era absorbida por ellos.
Pero el hambre no se acababa, seguía
tan anhelante, sedienta y codiciosa como cada día. El mayor de los monstruos,
con los ojos desviados y babeante de saliva, se apoyó en el sucio respaldar de
un sillón. Frunció los labios para luego hundirlos entre los dientes y ¡comenzó
a comer!
¡Si! Comíase la cara como poseído
por algún demonio devorador. La boca se convirtió en un hueco de rosa carne
gelatinosa, los dientes sobresalían sin labios que los cubrieran. La sangre se
combinaba con la saliva que salía ahora sin medida. Los dientes seguían mordiendo
la piel de la cavidad bucal. Las mejillas fueron mutiladas, su cara llena de
huecos mostraba su asqueroso interior. Dientes, lengua, paladar, se mostraban a
través de los hoyos producidos.
Los hermanos, imitando al mayor, devorábanse
a sí mismos mientras el primero lloraba desesperado al no tener nada más al
alcance de sus dientes.
Ante el escándalo, los padres
entraron encontrándose con el cuadro de horror, suciedad y sangre. Pedazos de
piel esparcidos en el suelo, dedos, uñas, sus hijos comiéndose sus propias
lenguas.
De un portazo el padre huyó abandonado
a la desesperación. La desesperación de la madre la abandonó a sus hijos, a sus
engendros, a sus monstruos, tendiéndose en el piso para que dejen de llorar.
* 600 palabras
** Relato presentado a ambos concursos
*** La enfermedad automutilante existe y es llamada Síndrome de Lesch-Nyhan