Sus voces atravesaban la puerta
de fierro que me encerraba a la libertad. El lugar húmedo y oscuro hecho con
paredes de piedra me aprisionaba cada vez más.
Nuevamente vendrían por mí, a
saciar sus instintos perversos en mi cuerpo.
Su tamaño no les impedía ser
malvados. Al contrario, lo acrecentaba. Complementaban su falta de estatura con
su rebalse de lascivia y malignidad.
Me sacarían, como lo hacían
diariamente, a atenderlos, pues no contentos con usarme carnalmente, también
debía servirles cual infeliz esclava.
Salieron a la mina a arrancarle
sus tesoros a la tierra dejándome, como era usual, encadenada a las paredes de
piedra de la pequeña casita en medio del bosque.
La viejecita que venía a diario,
por fin hoy traería lo prometido. La única forma de salvación de mi alma y mi
cuerpo mancillados.
Me lo entregó en un pequeño
frasco negro, una primorosa botellita de vidrio cortado con diferentes curvas y
hendiduras que la hacían una minúscula obra de arte.
Por dentro contenía el más mortal
de los líquidos, el más cruel, el más fiero.
Ellos llegaron tiempo después, la
comida estaba lista y devoraron hasta el último bocado. Como postre, hermosas
manzanas acarameladas adornaban la mesa.
Redondas expresiones del pecado
original, dulces y tentadoras como tal.
Cada uno tomó una fruta de la
bandeja que les ofrecía no sin ultrajarme antes con alguna libidinosa caricia.
Terminaron la perfecta cena con
el postre perfecto. Una siesta reparadora finalizaría su día para levantarse a
cometer sus atrocidades contra mí.
Sentada estaba frente al hogar
que brillaba con sus flamas protectoras. Desde sus cuartos se escucharon los
primero quejidos.
Salieron uno tras otro apoyados
contra las paredes de la cabaña, maldiciéronme con voz ronca, casi ya sin
habla. Se agarraban la boca y se tapaban los ojos, las hermosas frutas ejercían
su dominio sobre su cuerpo. Quemábanse por dentro, las entrañas rugían, los
ojos inyectados de sangre a punto de reventar, la saliva ardiendo quemaba
lengua y el interior de la boca.
Los gritos pasaron de lamentos a
aullidos del dolor más profundo.
Precioso Talio que todo lo
destruyes a tu paso, que desmenuzas tripas y órganos, que quemas por dentro a
tu víctima, que lo deshaces vivo poco a poco.
Un vomito negro, pestilente y
mucoso brotó de ellos, unos a otros se lanzaban el nauseabundo deshecho y se
resbalaban con sus propias heces del mismo color.
El cabello se les caían a
mechones, haciendo su apariencia más espantosa aun. Desesperación,
taquicardia, letargo, parálisis.
Me pasee entre los siete cuerpos
convulsionados y agónicos, pateando cabezas y rostros de los cuales la
sustancia negra aun surgía.
En mi mano, la última manzana
acaramelada se lucia reluciente. La última, la única libre del mortal veneno.
La mordí disfrutando el espectáculo, rescaté las llaves de mis ataduras y fui
libre.
Comencé mi camino de retorno al castillo entonando una hermosa melodía acompañada del canto de
los pajarillos y las criaturitas del bosque.
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