La pequeña Labby me susurraba a diario,
mi amiga imaginaria estaba conmigo desde que tenía recuerdos. Yo aprovechaba
para culparla de cualquier travesura realizada y ella no podía defenderse,
nadie la escuchaba, sólo yo. A cambio, yo escuchaba todas sus ideas y realizaba
algunas de ellas aunque no estaba de acuerdo con muchas.
Me murmuraba cosas que no me
agradaban, yo no acostumbraba a hacer lo que ella me pedía pero insistía tanto
que terminaba convenciéndome, a veces yo también podía convencerla de lo
contrario.
Crecimos en una casa de campo,
rodeadas de animales pero mi madre estaba preocupada porque mis mascotas no
vivían mucho tiempo, las encontraba siempre misteriosamente muertas. ¡La
pequeña Labby y sus ideas! La última vez el gato sobrevivió, no sabemos cómo se
soltó de la cuerda desde donde su cuerpo se balanceaba amarrado del cuello,
todo fue por ella, por sus susurros.
La pequeña Labby dijo que era la
suerte. El nuevo cachorro de mi vecino corría en el patio trasero y yo lo miraba. Era un hermoso Beagle de unos
dos meses con esa cara de inocencia y esos oscuros ojos de enormes pupilas que hacían
más adorable su cara. Le tendí la mano y vino inmediatamente moviendo su colita
diminuta y lamiéndome la palma de la mano. La pequeña Labby comenzó a
murmurarme una vez más, yo no quería escucharla, juro que no y le repliqué tratando
de convencerla de que jugáramos a mi manera y no a la suya. Nunca llegamos a un
acuerdo ¡No se podía con ella, era muy cabezota!
El perrito terminó incrustado
en las puntas de una cerca de madera, su sangre caía deslizándose por los
blancos maderos hasta el pasto de brotes tiernos.
Me senté en los escalones de la
entrada de mi casa molesta porque la pequeña Labby no había querido jugar como
yo quise y estuvo contradiciéndome durante el juego.
El hijo de mi vecino juntaba
piedritas en su patio y fue acercándose a la cerca donde colgaba el cuerpo del
cachorro empalado. Estaba agachado recogiendo, jugando, distraído hasta que su
pompa chocó con la cerca y se levantó al ver a su mascota moribunda, gimiendo
bajito mientras su peludo cuerpecito temblaba con los últimos esténtores de la
vida. Me pareció rarísimo que el perro no emitiera un sonido en el momento del
golpe contra las puntas de la cerca que abrieron su abdomen y pecho, creo que
no le dimos tiempo a reaccionar, debía ser la suerte a la que Labby se refería.
El niño abrió la boca dispuesto a
lanzar un grito que alertaría a los adultos. La pequeña Labby me murmuro, yo
increpé. De un salto estaba detrás de él tapando su boca con la mano y arrastrándolo
hasta mi sótano por la puerta del patio. Era pequeño y delgado, no fue muy difícil.
“Ahora
amordázalo, con una de tus medias bastará”
“¡No juegues con
el niño, él no es un animal! Déjalo ir por favor”
“No seas llorona, será más
divertido, éste habla, se quejará y nos rogará ¿no quieres ver cómo sufre, como
se retuerce?”
“No ¡no quiero ver eso! El no te
ha hecho nada, no dirá nada, está muy asustado”
“¡Mira! Hay cosas muy buenas para
jugar acá, deberíamos haber venido antes. ¡Pásame la sierra y las tijeras de
podar! ¡Ah! ¡el alicate! ¡juguemos al dentista!”
“¡No por favor, déjalo ir!”
“Que odiosa eres, nunca me dejas
jugar sin quejarte ni contradecirme, está bien, está bien, le saco sólo dos
dientes y lo dejo ir ¿contenta?”
“No, pero mejor dos dientes a lo
que le haces a los animales”
La pequeña Labby caminó apurada
para pasarme el alicate, quería que acabara pronto con el mocoso para que lo
deje ir ¡es que es tan llorona!
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