Los cascabeles de su tocado tintineaban sobre su cabello azabache envuelto en flores y largos ganchos de metal ornamentados bellamente. Sonaban a cada paso que daba, mientras ella aparecía despacito entre la penumbra del lugar.
Movía su cabeza de lado a lado, estirando su delgado cuello cual hermosa víbora de ojos de ópalo y pestañas que envolverían al mismo Lucifer, pestañas que eran la perdición del hombre; oscuras y ondulantes como sus caderas que contaban diferentes historias cada noche, con cada melodía. Se sacudían y arqueaban, se ondeaban en un movimiento interminable como el vaivén de un péndulo.
Ghada disfrutaba, gozaba de pensar como moría, poco a poco, de miedo aquel hombre que escuchaba sus cascabeles acercándose, ¿Sabría que era lo último que escucharía?
Sigilosa se acercó, bailó alrededor del hombre atado, sentado, amordazado. Cada movimiento era perfecto, cada músculo le obedecía. Sus brazos abiertos, relajados, las manos suaves, con la palma hacía abajo, realizaban un floreo perfecto. Su pecho se movía al compás de los hombros que lo llevaban de un lado al otro, haciendo temblar los flecos y joyas colgantes de su corpiño, al tiempo que sus caderas no dejaban de temblar, de hacer bailar la piel de su vientre.
En un delicado movimiento, levantó el brazo sobre su cabeza formando un arco, su mano no dejaba de ondear y con la delicadeza de una lóbrega ninfa, sacó uno de los ganchos de su cabellera.
Hermoso gancho largo, plateado, con el trabajo de un detallista artesano en su cuerpo, que había plasmado pequeñísimos arabescos y figuras circulares en él, toda una joya de punta filosa que se escondía entre los cabellos de Ghada.
Hundió aquel fino ornamento en el ojo de quien la vio horas antes, en el ojo de aquel que había intentado tocarla groseramente durante su baile tribal. En el ojo de quien creyó en la promesa de una noche de pasiones sombrías.
Los gemidos crisparon el ambiente, ella no se detuvo, su vientre se movió al compás de los intentos de grito, vibraba y temblaba haciendo tintinear las joyas de su ombligo. La sangre la iba salpicando de gotas de rubí que adornaron sus caderas y que iban cayendo con su ondear, tiñendo su piel y sus faldas.
Giró en éxtasis, en un arrobamiento infernal de ojos cerrados que sólo podían ver sangre dentro de sus párpados como cardas cortinas. El giro terminó delante del acosador, con su mano golpeando enérgicamente el precioso gancho, traspasando el suave tejido ocular, vaciándolo sobre el rostro del desdichado. La punta halló el cerebro, lo profanó, partió sus rosados lóbulos dejándolo en penumbra eterna. En vital ceguera.
Ghada recogió sus faldas, humedecido el filo por el rojo rio, sacó su gancho, limpiolo en su piel, perdiéndolo nuevamente entre sus rizos.
Extraño mis alas. A veces, cuando camino, la falta de su peso me hace tambalear y trastabilleo casi cayéndome, con el tiempo me acostumbraré seguramente, por ahora, solo atino a mirarme al espejo y tocar las marcas dejadas por ellas en mi espalda. Dos cicatrices en forma de hoz dan cuenta de su antigua existencia. Mis dedos palpan esa rugosidad de la piel que envuelve el duro resto oseo que apenas se asoma entre las clavículas. Aun duele, las heridas deben estar todavía abiertas por dentro. Por fuera, una delgada piel las cubrió pero con la presión, arde, quema, como el lugar donde terminarán mis días, o mejor dicho, donde los sufriré perpetuamente. Duelen si, pero más fue el dolor que sentí al caer. Al sentir el firmamento abrirse bajo mis pies. Caía lento con el aire desnudando mis alas, las veía perder su color, su blanca esencia, abandonaba mi halo mientras mi rostro en uno carnal se tornaba. Mi falta de fe en la deidad me había llenado de dudas ante su amor incondicional lleno de pruebas.
Y caí a la tierra fría, tan diferente a mi cálido hogar entre las nubes, donde su amoroso corazón nos mantenía tibios y amados.
Mis alas fueron quemadas por la conversión al más vulgar ser humano, fueron desprendiéndose en la caída así como mis más arraigadas creencias en la eterna misericordia celestial.
El piso, mojado por la infernal lluvia, recibió mi cuerpo adolorido y desesperanzado. ¿Por qué había dejado de creer? ¿por qué mi fe se perdió entre las miserias del mundo? ¿Por qué la divinidad dejó escapar a uno de sus luceros?
Sin entender las preguntas de mi mente insana, me levanté con dolor, que por primera vez sentía, mi ropaje ensangrentado, denotaba el impacto de mi caída. Tuve conciencia de mi cuerpo gracias al sufrimiento en él. Mis pies desnudos no se acostumbraban al frío del cemento del que estaba hecha la jungla que había escogido como nuevo hogar, quizá me había equivocado, pero la perversión mundana es más grande que el temor al arrepentimiento.
Recogí mis manchadas ropas, sucias de sangre de traición, puercas de remordimiento, impregnadas de incredulidad en mi Dios antes supremo.
Caminé como un crío en sus primeros pasos, con los pies inestables, ignorante del mundo pero avancé, avancé hacia mi nuevo Dios, a sus brazos oscuros, a sus ideas macabras, a la incertidumbre de sus intenciones.
Los ojos entrecerrados de Babette denotaban su cansancio o tal vez su aburrimiento. El hombre bailaba ridículamente movido por una fuerza invisible que lo hacía retorcerse en posiciones imposibles. Su cabeza se doblaba a un lado y otro y giraba transgrediendo todas las leyes de la anatomía, su mueca de dolor era ignorada por la mudez de su boca. Su cuerpo se torció, se dobló hacia atrás quedando su columna en una posición de U invertida que iba apretándose poco a poco, uniendo los brazos y piernas, propinando que la columna se partiera con un sonido a plástico roto. La boca del hombre se abrió desmesuradamente en un grito que nunca se oyó.
Su cuerpo cayó muerto y unas delicadas líneas de rojos riachuelos se deslizaron por sus muñecas, codos y hombros, así como sus tobillos y rodillas. Unos delgados cordoncillos apretaban la piel de sus miembros hasta abrirla en estrechas heridas por donde se vaciaba el sangrante cuerpo.
Los finos hilos fueron retrocediendo como teniendo vida propia, desatando el cuerpo inerte de su otrora prisión.
Babette halaba sus cabellos rojos que flotaban en el aire como si poseyeran articulaciones y éstas se movían a su voluntad. Echada de lado, sobre su cuerpecillo de plástico, enrollaba su cabellera con la cual había podido manejar a su antojo a esa pobre alma desgraciada que yacía en el suelo, rota, contraída, deshecha.
—Se rompen con tanta facilidad — pronunciaba con esa voz con eco del que su pequeño mecanismo interior la había dotado y un mohín burlón en su rosada boca. Se bajó de la repisa, donde el dueño de la juguetería la había situado para ser admirada. Era tan linda, sus grandes ojos envolvían el mundo, su pelirroja melena, larga hasta llegar al piso, se enroscaba en suaves rizos brillantes, sus mejillas sonrosadas le daban ese aire de vida que no tenían todos los juguetes que sentados alrededor de ella, miraban su extraño actuar. Viles ingenuos, no entendían su magnificencia dentro de su cuerpo de hule.
Babette miró a un punto fijo concentrándose, tarareando la melodía mil veces grabada en su disquito interior y a su ritmo, sus cabellos se alargaron en múltiples veces su tamaño normal y danzaron, bailaron en el aire al ritmo del clásico Pizzicato apoyándose en el piso del lugar con la fuerza para levantarla en el aire y depositarla suavemente en el suelo, junto al cuerpo de su difunto dueño que estorbaba su salida del local. Su cabellera fue envolviendo y levantando los restos del hombre para que ella pudiera pasar, los brazos rotos en mil partes, las piernas grotescamente dobladas, todo era levantado por la fuerza de sus mechones rojos, como envueltos en las flamas más ardientes del infierno.
La muñequita caminaba dejando atrás el encierro, su vestido se movía en la brisa nocturna de otoño y la luna alumbraba las vitrinas de la tienda que reflejaban su libertad. Miró de soslayo la vidriera, su mágico cabello se arrastraba por la vereda, lo levantó para protegerlo. Vio su perfil, deteniéndose por un momento. Su redonda cabeza se destacaba sobre su cuerpo delgado. Era verdad que tenía los ojos más hermosos, más deslumbrantes, en los que cualquier niña soñara reflejarse. Su pequeña nariz en puntita le daba el aire delicado de alguna princesa y su boca, siempre roja, parecía una frutilla madura. Pero su cabeza, el tamaño de ésta, desproporcionada con el resto de su ser, la sumía en la depresión más profunda. Sus ojos se tornaron oscuros, se entornaron en una mirada vacía, sus labios, antes hermosos, adquirieron un rictus duro, caminó con pasos fuertes, como si sus pequeños pies de jebe pudieran hundirse en el cemento como en piel arrancada. Ya pagarán todos los impíos, ya sus cabellos enredarán sus cuellos, atravesarán sus cabezas de oreja a oreja y entrarán por sus bocas saliendo por sus ojos infieles. Ya amarrará sus miembros, cual titiritera orate, para hacerlos bailar, bailar hasta que sus articulaciones se desprendan de los huesos, hasta que los huesos sobresalgan de la piel marchita, hasta que la piel hecha jirones se despegue del cuerpo, hasta que el cuerpo se convierta en una masa informe amarrada por divinos hilos de cobre. Y, en ese momento, le tocará bailar el hermoso Pizzicato que cantará desde su disco de plástico para que pueda hundir sus piececitos en cada órgano extirpado, caído fuera del cuerpo por entre las heridas abiertas. Cuán feliz sería embebida en el rojo matiz de la esencia vital, su figurita de jebe absorbiendo el rojo líquido, el límpido extracto. Las gotas de rubí subiendo por sus formas hasta llegar a su cabello, tiñéndolo aún más, adquiriendo su rojo color característico, rojo de cada víctima, de cada cuerpo vaciado. Babette dobló la esquina, su melena voló al viento y el sonido de sus cortos pasos se perdió en la inmensidad de los sonidos nocturnos.
El rojo de la sangre era impresionante. Contrastaba
salvajemente con la negrura de la pista que lo intentaba absorber sin mucho
resultado. El pequeño río escarlata continuaba extendiéndose desde su cabeza
desprovista de piel. La moto había quedado a un lado, caída, mecánico corcel
herido en alguna huida.
Mi madre me cubrió los ojos, su tibia mano quiso ocultarme
aquel mundo cruel en el que, inevitablemente, crecería. Pero ya era muy tarde,
apoyada en la ventana del auto, mis pupilas ya habían reflejado el brillante
color, el centelleante riachuelo que hervía en estrellitas doradas producidas
por el rayo de sol más hermoso.
Mis neuronas refulgían como ese borbotear de sangre tras mis
párpados infantiles.
Fue de aquellos momentos mágicos que te cambian la vida. La
vida se tornó roja.
Tras segundos de hechicera contemplación, el auto siguió la
marcha con la conversación de mis padres que lamentaban la muerte de una
persona tan joven y se cuestionaban sobre el destino incierto y sorprendente de
cada uno.
Yo los escuchaba a lo lejos, solo palabras sueltas que no
entendía.
Abrazaba mis zapatillas de ballet, diminutas como mi pies. Su
suave y rosado raso las hacía lucir como zapatos de hada, nadie sabía la dureza
que contenía su interior.
Las acariciaba tarareando la Danza del Hada de Azúcar del
Cascanueces, imaginándome volar entre las notas de esa hermosa melodía, pero,
ahora, una sombra roja bordeaba mis etéreos pasos. Una idea, un sueño anidó en
mis esperanzas de niña. Uno que me acompañó a través de los años y que estaba
cerca de convertir en realidad.
Hermoso Lucifer de grana rizo
¿Qué miran tus ojos con destellante rabia? ¿Qué enmarcan tus pestañas que
rodean los rayos de fiereza que te carcome el alma? ¿Por qué las cejas
fruncidas que apretujan tu nácar piel llenándola de arrugas? ¿Qué objetivo
puede socavar tu alma haciéndote odiar con la mirada? Se inquirían querubines,
arcángeles y ángeles en sacra reunión en la bóveda estrellada.
El precioso Lucifer lloraba
escondido entre nubes de algodón, su sumisión. No se explicaba porque no podía
ser tan amado como Dios. No era acaso el ángel más hermoso? Tan grandiosa
belleza que si un mortal lo viera moriría de impresión.Renegaba ahora de la divinidad que no dejaba
escoger, al hombre, a quien amar. A la egoísta deidad amante de la
omnipotencia.
Se rebeló entonces y levantó en
dos bandos a los ángeles yarcángeles,
sus antiguos compañeros. Cuantas alas rotas sobre noble suelo. Guerra santa en
verdad lo que provocó su creencia en el albedrío.
Echado fue, desterrado al mundo
más vil y oscuro. Lucifer vagaba en la tierra, se arrancó las alas en un acto
de rebelión contra la santidad de su significado. Marcas en forma de hoz
quedaron en su espalda adolorida. Hoces ensangrentadas, recuerdos de la pertenencia
al reino de su nombre.
Levantó los brazos al infame
cielo, separolos fuerte abriendo montañas y en el medio aparecieron flamas que
ardientes formaron camino al Infierno. Su nido, su fundo, el ardiente subsuelo
que lo recibía como dulce hogar, donde esperaría a aquellos rebeldes que
arranquen sus alas con sus propios dientes y llenos de orgullo, icen el
tridente.
Las nubes, como gases de metano,
comienzan a tomar el tinte rojizo, el viento sopla llevándolas en el
firmamento, dejando una estela en el horizonte nocturno, una línea de sangre como
la de cualquier víctima.
La violinista, en las puertas del
averno espera, espera su salida, la llegada del rey del abismo que le abrirá las
puertas de éste para dejarla libre y recibir su recompensa.
El hilo en su tobillo, que la une
al infierno, se tensa.
Mira hacia atrás, su poeta la
mira esperanzado, sus rojos ojos brillan al verla a punto de salir de su
angustioso cautiverio. Sabe que ella vive solo esperando esas noches en que la
luna se tiñe de rojo como mordida por algún ser infinito.
Satán hace su aparición, sus
caprinas patas se hunden en la roja arena, entre los rojos huesos y los rojos
pellejos, ya secos, que recubren el suelo del infierno.Mira a la violinista revolviéndole el negro
cabello con los huesudos dedos.
—Anda — proclama el caído
abriendo las puertas del averno, suenan, su chirrido es el de los gritos de los
condenados, ensordecedor, idílico.
Ella se pone el violín en el
hombro y toca, toca como nunca lo hubiese hecho en vida. Su blanco violín
regresará teñido, siempre absorbiendo el líquido contenido de alguna pobre
criatura. Pequeño envase vacío que quedará regado en la calle.
Su diminuto pie pisa el primer
tejado, la violinista comienza su baile frenético iluminada rojamente por la
luna de sangre, la llave del infierno para ella. Saltarina llega al cementerio
de la vieja París.
Los esqueletos están regados en
la parte más antigua. Salta sobre ellos, baila, un cráneo en su mano la
acompaña.Hermoso ángel de blanca
vestidura, núbil doncella de frágil figura y corrompida mente.
Besa la yerta cabeza en la boca
sin labios, en los dientes fríos que por el tiempo se vuelven pétreos, sus
dedos salen por las cuencas sosteniéndolo.
—Un baile prohibido su merced—le sonríe
coqueta al esqueleto. Otro beso frío.
Pisa las osamentas regadas por el
piso, escuchando el crujir de los huesos a su paso. Los deja atrás.
Las adoquinadas calles son suyas,
la ciudad envuelta en la niebla escarlata de la luna.
En puntitas avanza saboreando la
noche, su noche de libertad. Pasa por el orfanato, lo mira con desdén, es muy fácil.
Aquellos niños si despertarán.
Sangre noble, le requiere su
cabeza, sangre azul en esta noche escarlata.
Su cabello se mueve más lento que
ella misma al viento nocturno, el movimiento retrasado la sigue como un mar en
suave movimiento. Las notas del violín suenan en su cabeza marchita. Ella
danza, baila sobre las frías tejas casi sin pisarlas en un andar etéreo.
El palacio la recibe con la luz
de los candelabros que la guían, bailarinas velas que los llenan. Sus negros
ojos se entornan como los de cualquier mujer coqueta al ver al dueño de sus
deseos. Versalles es un paraíso de luces en las noches.
La violinista ríe saltando sobre
sus techos al compás del violín imaginario. Mira hacia abajo, hacia los
guardias que lo que menos esperan es que la muerte dance sobre sus cabezas.
Mueve la suya en un gesto de burlona
negación. Se escabulle cual reptante ser por el balcón más primoroso, aquel de
celestes cortinas tras las cuales un hermoso varón, un gracioso y pequeño príncipe
duerme sobre almohadas de satín.
Ella se acerca, pasea sus largos
dedos alrededor del chiquillo tocando las suaves sabanas. Se acerca a oler su
precioso cabello , esconde su nariz entre ellos.
—Pequeño, pequeño príncipe —
susurra nuestro roto ángel —me bendices con tu real esencia?
Sus blancos dedos entran de un
solo movimiento a la boca del delfín, lo atraganta con ellos sin dejarlo
gritar, ni respirar. Mueve su dedos dentro de la garganta del querubín
arrugando la nariz en infantil mohín.
La delicada mano libre rodea el
delgado cuello, lo aprieta, lo aprieta, lo aprieta tanto quelos dedos de ambas manos se sienten entre las
carnes del niño.
—Tiembla pequeño, sacude tu
delgado cuerpecito, cae a mis pies inocente, reyecito que nunca será — va moviendo
su cabeza con los ojos cerrados al compás de las notas de violín en su cabeza.
El infantil cuerpo se deja ir ya
sin fuerza, sin luz en sus ojos ni vida en su piel.
—Pequeño — besa la roja boca. Lo
carga, posando en el piso el frágil cuerpecito.
El arco del violín será ahora el
protagonista. Las entrañas, no las ha olvidado.
Hunde el afilado arco enel estómago del pequeño, separa las carnes, las
cuales se abren cayendo su piel como hojas de otoño, tan suave es su
movimiento. La sangre brota roja, tibia y espesa sobre su vestido blanco que lo
absorbe vistiéndose con ella.
Se arrodilla hundiendo las manos
en el abierto vientre y arranca, remueve con frenesí órganos y vísceras. Las
entrañas tan amadas las levanta sobando su hermoso rostro con ellas. Su cabello
absorbe la grasienta bilis, la roja sangre, el espeso contenido del estómago.
Ella es ahora un solo cuerpo rojo
que no distingue ropajes o cabello o rasgos del rostro. Es solo un monstruo
escarlata, un pequeño, delicado y bailarín engendro con un violín en la mano.
Lo pone en su cuello, el arco
arranca su baile sobre las cuerdas. Los pies de ella se introducen dentro del
hueco vacío donde antes estaban los intestinos, donde estaba la vida. Danza
dentro del cuerpo del niño, su violín la acompaña en los pequeños pasos que puede
dar en la sangrienta cavidad. Sus pies teñidos salen con pedazos de piel entre
los dedos. Ya amanece.
Se cuelga los intestinos al cuello,
la ofrenda que prometió.
La oscuridad la protege aun, la
roja penumbra.
Tras ella el desarmado
cuerpecito, los órganos regados siguiendo el camino que tomó al salir.
En las puertas del averno,
nuevamente, su cabello se mueve en movimiento retrasado al cerrarse la puerta
tras ella.
Every vow you break Every smile you fake Every claim you stake I´ll be watching you" Canto muy
bajito arrodillado en el borde de tu ventana. Tu cabello vuela llevado por el aire
del ventilador que se mueve acompasadamente como meciendo a un niño. Echada en
la cama, ojeas tu revista mientras los posters de Michael Jackson y Bruce
Springsteen miran a la nada y su piel brilla sudorosa por algún baile
realizado.
La música de
The Outfield suena cuando, de pronto, se traba el cassette y tienes que
sentarte para sacarlo y acomodar la cinta dándole vueltas con aquel lapicero
rosado que siempre usas en clase.
Espero a
que termines, el sonido de la música me ayudará aunque no sea mi favorita. Yo sigo
tarareando la canción que me hace pensar en ti desde el día en que no aceptaste
mi invitación. Sé que algún día lo harás. No te soy indiferente. Por eso te doy
la oportunidad estando siempre donde estás tú, mirándote, observando cada movimiento
que haces y cada sonrisa fingida.
Te echas
boca abajo, nuevamente, apoyando tu rostro en la mano, puedo ver tu brazo lleno
de “cueritos” al acercarme, ya he reptado sobre la ventana y me acerco a ti
cubierto por esa media penumbra en la que tienes tu cuarto.
Mi mano
tapa tu boca muy rápido, jalándote al piso conmigo, un fuerte golpe con tu
raqueta de tennis te deja sangrando y semi consiente, me gusta como tus ojos no
pueden enfocarme y como tu boca se deforma al tratar de hablar. "Oh can´t you see You belong to me"
Sigo
cantando a medida que, cargándote, te saco por la ventana y te jalo del brazo arrastrándote
hacia aquel bosquecillo detrás de tu casa mientras la herida de tu cabeza va
dejando un delgado hilo de sangre en el camino y tu corazón late cada vez más
lento por cada aliento que tomas. "I´ll be watching you I´ll be watching you I´ll be watching you..."