viernes, 5 de enero de 2018

TAMIEL

Las campanadas de la catedral espantaban a los gallinazos que, negros, sobrevolaban el gris cielo de la ciudad jardín. Lima, oscura como siempre en los días de junio, reflejaba en sus pisos de piedra su tristeza más pura.

Las campanas llamaban a la misa como voces lúgubres entre la bruma de la húmeda mañana. Georgina, ocultaba su rostro tras la mantilla de encaje negro que caía sobre sus hombros, caminaba hacia la iglesia entre cantar de gallos, fantasmas y sombras. De su mano, colgaba un rosario y en sus labios la acompañaba la plegaria diaria:

-“Ayúdame San Tamiel, gemelo del mismo Dios, igual en poder, igual en grandiosidad, igual en benevolencia, todopoderoso Tamiel, santo entre los santos, solo por debajo de Yahvé”.

Uno a uno pisaba los escalones de la catedral que la llevaban a la imagen de aquel santo varón. Caminó a lo largo del pasillo de la nave izquierda de la gran iglesia, donde los santos famosos tenían grandes retablos de madera. Al final, en un delgado desnivel de la pared donde solo se llegaba por pérdida de los pasos o desviación de la fe, yacía su imagen sobre una pequeña columna, sin luz siquiera que lo iluminara. Se arrodilló delante de él. En su bolsillo guardaba la vela negra que aquel bendito ser exigía y la encendió esperando recibir su bendición mientras lo contemplaba extasiada.

Ahí estaba el en toda su gloria, su rostro delgado y de nariz larga apuntaban el piso de loseta recién pulida. Su ralo cabello apenas cubría su nuca y el plomo del yeso, con el cual habían modelado la figura, le daba a su piel un aire mortuorio.


En su mano, un bastón de punta redondeada que asemejaba, ¡santísima sangre de Cristo!, un largo y venoso falo, servía para castigar a aquellos que desobedecían sus normas. Su ropa raída tapaba su piel llena de llagas, producto de las santas orgías y sus excesos en vida por las cuales se le había condenado. Era un pecador redimido.

Georgina se preguntaba si muchos sabrían que bajo ese manto gris y marrón del santo, su espalda escondía un par de alas plegadas que rompían su piel atravesándola a la altura de los omóplatos  ¡Cuanto deseaba algún día poder verlas extendidas! El solo pensamiento la hacía arquear la espalda por el cosquilleo que le recorría la columna.

Arrodillada frente a él, en la penumbra de aquel escondido rincón, Georgina, esta vez, venía a pedir perdón.

Perdón por todos esos orgasmos reprimidos, por todos esos gemidos fingidos. Los pervertidos también tenían un santo y todos ellos sabían que si las depravaciones existían era porque Dios mismo las había dejado ser. San Tamiel cuidaba de que aquellas se cumplieran a cabalidad, en toda su magnificencia y su máxima expresión. Que se manifestaran en todo su éxtasis, que fueran reales, que no se osara romper la sagrada perfección de los excesos o los bacanales que sus feligreses, en su beatifico deseo, decidieran realizar.  Cada hombre, mujer, niño o animal debía cumplir su función so pena de molestar al santo patrón.

Georgina era la más ferviente beata, su más leal seguidora y creyente en sus poderes de cumplir cada uno de sus deseos más oscuros y temerosa de la ira del bienaventurado que tal como milagroso, era cruel sin miramientos.

Pero así como amaba a Tamiel, así era creyente en Dios y su hijo Jesucristo. De la sagrada trinidad; padre, hijo y espíritu santo.

Nada mejor que limpiar su cuerpo y mente con la palabra de Dios, con el espíritu impoluto que invadía su interior con cada Padre Nuestro, Salve o Yo Pecador.

No había domingo en que no asistiera a la comunión con Dios en la santa misa y venerara, al mismo tiempo, a San Tamiel, Patrono de los deseos impuros, un santo incomprendido. Pero ella atribuía su rechazo a la hipocresía de la gente que ocultaba sus más impropios deseos y apetitos.

Qué más demostración de sinceridad, honestidad y falta de falsedad que mostrarse a sí mismo tal cual somos y amar, en todas las posiciones, a tu prójimo, tal como dijo el hijo de Dios.

Ella no había podido conseguir al infante para la festividad de aquel día, su torpe e hipócrita sentido de decencia le había impedido cargar a ese hermoso querubín de rizos rubios y piel sabrosamente blanca que hubiera sido disfrutado por cada miembro de la hermandad del santo querido.

Una malvada vocecilla le había impedido separarlo de sus padres para convertirse en el objeto deseado de aquella fiesta del desenfreno con el cual se festejaba, por estas fechas, al querido San Tamiel, conocedor, tal como Dios, del bien y del mal.

-“¡Maldita moralidad!¡Perversa integridad!¡Desgraciada probidad que me impidió complacerte! Que no me dejó tomar al crío para nuestra sagrada unión. Perdóname San Tamiel por mi debilidad y dejarme llevar por la conciencia”-

De pie se puso Georgina al oír el llamado a la eucaristía y acudió a la comunión por la hostia consagrada. Tomó con las manos la blanca oblea y la llevó hasta los pies de Tamiel, que en ladino silencio, la esperaba.

Pasó el sacrosanto pan por los pies del santo y por cada pedazo de piel que mostraba la imagen. Se atrevió a sobarla entre sus propias piernas para, con un suave gemido ahogado, posarla en su  boca y sentir a ojos cerrados como se diluía en su lengua. La saliva mezclada con el sacro pan bajaba por su garganta, el placer más sublime cuando los músculos de su cuello deglutían, tragaban el líquido blanco que llenaba de sabor su interior y calentaba su vientre. Era el momento supremo de cada domingo, el instante en que se unía con él, el minuto que le servía para darle razón a cada día de su vida.

En arrobamiento estaba cuando la vela se apagó de pronto. La iglesia alrededor fue desapareciendo tras un manto negro que comenzó a ocultarla. Un estremecimiento recorrió su maduro cuerpo y la hizo caer sentada mirando de cara al santo que con un movimiento brusco volteó el rostro hacia ella.

Georgina abrió los ojos que luchaban por no salirse de sus órbitas y abrió la boca en un grito que no llegó a presentarse. San Tamiel ya estaba delante de ella tomándola del cuello con su mano de yeso frío.

La miró con sus ojos negros sin vida, como un par de botones brillosos sin fin en donde la mirada se pierde en la profundidad de la negrura.

-“¡Mil veces maldita! ¡Por tu obscena decencia no podrás nunca más disfrutar del placer más básico y necesario del hombre!¡Inmunda meretriz de vientre seco, no disfrutará tu garganta del lúbrico placer de sentir la sensación de unirse en comunión conmigo!” – escuchó la devota clamar en sus oídos.

La beata quedó arrodillada en el frío piso con la cara cubierta por sus manos, levantó el rostro lentamente para ver a la gente que, mirándola, ya salía de la santa misa que acababa de terminar. San Tamiel estaba impoluto, quieto, en el oscuro altar donde siempre lo encontraba.

Se encaminó a su casa aun temblando al recordar el episodio, ¿habría sido un sueño? ¿Su conciencia por el incumplimiento de su deber para con su santo patrón?¿Alguna alucinación presa de su  culpa?

Llegó a flagelar su cuerpo, nada más satisfactorio que girones de piel arrancados por los maravillosos pedacitos de metal incrustados en sus fustas que limpiaban su alma de todo pecado.

Se dispuso a desayunar sobre la mesa cubierta con mantel de blanco lino. Sirviose el café amargo que humeaba llenando el ambiente de más humedad de la ya habida. Sus labios se posaron temblorosos en el borde de la taza recordando el episodio.

El café caliente llenó su boca, bañó el interior de sus mejillas, su lengua y su paladar, el sabor agrio pero delicioso la hizo olvidar, por un momento, lo acontecido minutos antes.

Se puso rígida en un instante, los músculos de su cuello no la obedecían, lo intentaba mil veces sin resultados, el café aun reposaba en su boca quemándola. Le era imposible tragarlo, no pudo evitar aspirar aire sintiendo el ahogo que le provocaba el líquido en su boca. Fue peor aún, el café ingresó por su tráquea y esófago dejándola sin aire. Cubrió cada conducto respiratorio por el cual la vida entraba a su cuerpo.

Desesperada perdía el control de sí misma, se movía en todas direcciones intentando tomar el aire necesario. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al pensar en una muerte tan absurda ¡por un sorbo de café! Sus manos golpeaban desesperadas las paredes y saltaba, corría y caminaba exasperada al sentir el ahogo inminente.

Minutos duró la tortura y el café desapareció de sus vías respiratorias, tomó una bocanada de aire que, ella sintió, le salvó la vida. Su corazón latía saliéndosele del pecho y un sudor frío, de miedo infinito, recorrió su espalda.

Intentó tomar un poco de agua para refrescar su garganta raspada por el esfuerzo. Los resultados fueron los mismos, sin embargo, esta vez, ni siquiera la intento tragar, solo la escupió al sentir que los músculos de su garganta volvían a rebelarse contra sus órdenes.

Fue a la cama a descansar, temblando aun por el miedo de lo sucedido. Ante sus ojos cerrados, plasmado dentro de sus párpados, San Tamiel repetía su condena.

Despertó al mediodía más relajada. El recuerdo del café y el ahogo estaban quedando atrás y la verdad, ya se le antojaba el agrio saborcito en su boca. El almuerzo también le apetecía, sirviéndose un gran plato de éste.

¡Debía ser una pesadilla! el arroz atragantado en su esófago cubría, como más temprano, también la tráquea dejándola sin respiración. Más tiempo quedó Georgina sin aire esta vez. El arroz era sólido y no desapareció tan fácilmente como el café de la mañana.

Los días pasaron, la beata caminaba apoyándose en las paredes ante tanta debilidad. Alrededor la gente comía y bebía. Sus repisas, sus cajones y alacena, repletos de comida y agua, se burlaban de su desgracia.

Moría de sed rodeada por líquido y de hambre sin que le falte alimento. ¡Qué no hubiera dado porque un poco de líquido pasara por su cerrada garganta!

-“San Tamiel, apiádate de mí, aparta de mi este cáliz. Demuestra la misericordia que el todopoderoso Dios no mostró por su hijo. Comprueba que eres mejor que El” – rezaba con la boca seca, con los labios partidos de sed y el sonido de sus entrañas rugiendo por el hambre y quemando por los jugos gástricos que la devoraban por dentro.

Cada trago de agua de la gente que pasaba por su lado, la enloquecía; ver las gargantas moverse, en la dulce acción de tragar, era su martirio.

El siguiente domingo llegó encontrándola famélica. Salió de la oscuridad de su casa arrastrándose, agarrándose de las paredes hasta la santidad de la iglesia donde San Tamiel, seguro conmovido por sus reiterados rezos y pedidos de perdón, la disculparía y le quitaría el castigo. Estaba segura que apenas la hostia se derritiera en su boca, bendeciría su garganta y la abriría nuevamente.

La hora de la eucaristía llegó finalmente, apoyándose en las bancas se acercó al altar, donde el padre Ludovico poso su mano en su frente haciendo la señal de la cruz y tomando una hostia consagrada en la sangre de Cristo, la poso en la lengua salida de Georgina que en éxtasis la extendía.

Se puso de pie como pudo, sus pasos la llevaron al oscuro rincón de le efigie de yeso. La hostia iba derritiéndose con el calor de su lengua. Esta vez no esperó pasarla por la piel del santo, no esperó acariciar su propia piel con ella, no escuchó su gemido tímido y bestial al mismo tiempo. Sólo necesitaba sentir la saliva llena de santidad cruzar su garganta, acariciar su esófago y caer sobre los jugos gástricos de su estómago apangándolos cual infierno consumido en agua bendita.

Llegó a los pies de Tamiel, los beso sin poder aun consumar el acto de la deglución deseada. La garganta relajada no se movía, los músculos de ésta, como cárcel infernal, retenían el líquido bendito comenzando a bajar por su tráquea, aspiró involuntariamente, sintiendo el ahogo una vez más. Los pedacitos de hostia no diluidos, se le pegaron a las paredes de los orificios de aire, la pequeña porción de agua, que en su interior se asemejaban a un mar entero, inundaban éstos al mismo tiempo.

Se ahogaba con el objeto más sagrado de sus mórbidas fantasías.

“¡Tamiel!”- intento gritar con su último aliento, cayendo al piso al mismo tiempo. La saliva se incrementó por el esfuerzo de respirar, la lengua amoratada sobresalía dándole a su rostro un gesto horrendo.

Georgina miró al santo que esbozó una sonrisa en su cara de yeso, liberando a la beata del castigo.
Volvió a respirar Georgina con una aspiración ruidosa. Se tocó el cuello por el alivio que le causaba el aire nuevamente corriendo por sus pulmones.

Se abrazó a los pies del santo, sabía que no iba a abandonarla, que no podía dejar así a su más fiel devota.

Georgina levantó la mirada agradecida, el santo bajó la mirada complacido. Abrió la boca para advertirle que no admitiría otra falta.

La mujer abrió los ojos violentamente, su boca se desfiguro ampliándose en forma grotesca, la lengua se volteó hacia atrás cubriendo la garganta completamente, la saliva aumentó sin parar llenando su garganta, chorreaba por su boca haciendo charcos babosos alrededor de sus manos que apoyadas en el piso lo golpeaban sin parar. El miedo se reflejaba en el agrandamiento de sus pupilas, las venas de sus ojos comenzaron a reventar convirtiendo su mirada en sangrienta agonía.

Su rostro se puso rojo con el color de la muerte que llegaba enmascarada de asfixia.

Tamiel la vio morir, impotente, quieto, sin vida ni alma, ni movimientos, ni palabras, como siempre había estado. Sólo vivo en la degenerada fe de la mujer que luchaba intentando tomar un aire que no llegó nunca. Colapsó entre gemidos de ahogo, entre lágrimas de esfuerzo, rodeada del miedo más aterrador y la sofocación que le fue quitando la vida lentamente. Su última visión fue hacia una olvidada lápida de mármol de algún mártir olvidado que rezaba:


"Yo soy el Señor; ¡Ese es mi nombre! No le daré mi gloria a nadie más, ni compartiré mi alabanza con ídolos tallados" - Isaías 42:8

“No te inclinarás ante ninguna imagen, ni las honrarás; porque yo soy Yahve tu Dios, fuerte, celoso, que castigo la maldad (…) de los que me desprecian” – Exodo 20:5



No hay comentarios.:

Publicar un comentario