Las campanadas de la catedral
espantaban a los gallinazos que, negros, sobrevolaban el gris cielo de la
ciudad jardín. Lima, oscura como siempre en los días de junio, reflejaba en sus
pisos de piedra su tristeza más pura.
Las campanas llamaban a la misa
como voces lúgubres entre la bruma de la húmeda mañana. Georgina, ocultaba su
rostro tras la mantilla de encaje negro que caía sobre sus hombros, caminaba
hacia la iglesia entre cantar de gallos, fantasmas y sombras. De su mano,
colgaba un rosario y en sus labios la acompañaba la plegaria diaria:
-“Ayúdame San Tamiel, gemelo del
mismo Dios, igual en poder, igual en grandiosidad, igual en benevolencia,
todopoderoso Tamiel, santo entre los santos, solo por debajo de Yahvé”.
Uno a uno pisaba los escalones de
la catedral que la llevaban a la imagen de aquel santo varón. Caminó a lo largo
del pasillo de la nave izquierda de la gran iglesia, donde los santos famosos
tenían grandes retablos de madera. Al final, en un delgado desnivel de la pared
donde solo se llegaba por pérdida de los pasos o desviación de la fe, yacía su
imagen sobre una pequeña columna, sin luz siquiera que lo iluminara. Se
arrodilló delante de él. En su bolsillo guardaba la vela negra que aquel
bendito ser exigía y la encendió esperando recibir su bendición mientras lo
contemplaba extasiada.
Ahí estaba el en toda su gloria, su rostro delgado y de nariz larga apuntaban el piso de loseta recién pulida. Su ralo cabello apenas cubría su nuca y el plomo del yeso, con el cual habían modelado la figura, le daba a su piel un aire mortuorio.
En su mano, un bastón de punta
redondeada que asemejaba, ¡santísima sangre de Cristo!, un largo y venoso falo,
servía para castigar a aquellos que desobedecían sus normas. Su ropa raída
tapaba su piel llena de llagas, producto de las santas orgías y sus excesos en
vida por las cuales se le había condenado. Era un pecador redimido.
Georgina se preguntaba si muchos
sabrían que bajo ese manto gris y marrón del santo, su espalda escondía un par
de alas plegadas que rompían su piel atravesándola a la altura de los omóplatos
¡Cuanto deseaba algún día poder verlas
extendidas! El solo pensamiento la hacía arquear la espalda por el cosquilleo
que le recorría la columna.
Arrodillada frente a él, en la
penumbra de aquel escondido rincón, Georgina, esta vez, venía a pedir perdón.
Perdón por todos esos orgasmos
reprimidos, por todos esos gemidos fingidos. Los pervertidos también tenían un
santo y todos ellos sabían que si las depravaciones existían era porque Dios
mismo las había dejado ser. San Tamiel cuidaba de que aquellas se cumplieran a
cabalidad, en toda su magnificencia y su máxima expresión. Que se manifestaran
en todo su éxtasis, que fueran reales, que no se osara romper la sagrada
perfección de los excesos o los bacanales que sus feligreses, en su beatifico
deseo, decidieran realizar. Cada hombre,
mujer, niño o animal debía cumplir su función so pena de molestar al santo
patrón.
Georgina era la más ferviente
beata, su más leal seguidora y creyente en sus poderes de cumplir cada uno de
sus deseos más oscuros y temerosa de la ira del bienaventurado que tal como
milagroso, era cruel sin miramientos.
Pero así como amaba a Tamiel, así
era creyente en Dios y su hijo Jesucristo. De la sagrada trinidad; padre, hijo
y espíritu santo.
Nada mejor que limpiar su cuerpo
y mente con la palabra de Dios, con el espíritu impoluto que invadía su
interior con cada Padre Nuestro, Salve o Yo Pecador.
No había domingo en que no
asistiera a la comunión con Dios en la santa misa y venerara, al mismo tiempo,
a San Tamiel, Patrono de los deseos impuros, un santo incomprendido. Pero ella atribuía
su rechazo a la hipocresía de la gente que ocultaba sus más impropios deseos y
apetitos.
Qué más demostración de sinceridad,
honestidad y falta de falsedad que mostrarse a sí mismo tal cual somos y amar,
en todas las posiciones, a tu prójimo, tal como dijo el hijo de Dios.
Ella no había podido conseguir al
infante para la festividad de aquel día, su torpe e hipócrita sentido de
decencia le había impedido cargar a ese hermoso querubín de rizos rubios y piel
sabrosamente blanca que hubiera sido disfrutado por cada miembro de la
hermandad del santo querido.
Una malvada vocecilla le había
impedido separarlo de sus padres para convertirse en el objeto deseado de
aquella fiesta del desenfreno con el cual se festejaba, por estas fechas, al
querido San Tamiel, conocedor, tal como Dios, del bien y del mal.
-“¡Maldita moralidad!¡Perversa
integridad!¡Desgraciada probidad que me impidió complacerte! Que no me dejó
tomar al crío para nuestra sagrada unión. Perdóname San Tamiel por mi debilidad
y dejarme llevar por la conciencia”-
De pie se puso Georgina al oír el
llamado a la eucaristía y acudió a la comunión por la hostia consagrada. Tomó con
las manos la blanca oblea y la llevó hasta los pies de Tamiel, que en ladino
silencio, la esperaba.
Pasó el sacrosanto pan por los
pies del santo y por cada pedazo de piel que mostraba la imagen. Se atrevió a
sobarla entre sus propias piernas para, con un suave gemido ahogado, posarla en
su boca y sentir a ojos cerrados como se
diluía en su lengua. La saliva mezclada con el sacro pan bajaba por su
garganta, el placer más sublime cuando los músculos de su cuello deglutían,
tragaban el líquido blanco que llenaba de sabor su interior y calentaba su
vientre. Era el momento supremo de cada domingo, el instante en que se unía con
él, el minuto que le servía para darle razón a cada día de su vida.
En arrobamiento estaba cuando la
vela se apagó de pronto. La iglesia alrededor fue desapareciendo tras un manto
negro que comenzó a ocultarla. Un estremecimiento recorrió su maduro cuerpo y
la hizo caer sentada mirando de cara al santo que con un movimiento brusco
volteó el rostro hacia ella.
Georgina abrió los ojos que luchaban
por no salirse de sus órbitas y abrió la boca en un grito que no llegó a
presentarse. San Tamiel ya estaba delante de ella tomándola del cuello con su
mano de yeso frío.
La miró con sus ojos negros sin
vida, como un par de botones brillosos sin fin en donde la mirada se pierde en
la profundidad de la negrura.
-“¡Mil veces maldita! ¡Por tu
obscena decencia no podrás nunca más disfrutar del placer más básico y
necesario del hombre!¡Inmunda meretriz de vientre seco, no disfrutará tu garganta
del lúbrico placer de sentir la sensación de unirse en comunión conmigo!” –
escuchó la devota clamar en sus oídos.
La beata quedó arrodillada en el
frío piso con la cara cubierta por sus manos, levantó el rostro lentamente para
ver a la gente que, mirándola, ya salía de la santa misa que acababa de
terminar. San Tamiel estaba impoluto, quieto, en el oscuro altar donde siempre
lo encontraba.
Se encaminó a su casa aun
temblando al recordar el episodio, ¿habría sido un sueño? ¿Su conciencia por el
incumplimiento de su deber para con su santo patrón?¿Alguna alucinación presa
de su culpa?
Llegó a flagelar su cuerpo, nada
más satisfactorio que girones de piel arrancados por los maravillosos pedacitos
de metal incrustados en sus fustas que limpiaban su alma de todo pecado.
Se dispuso a desayunar sobre la
mesa cubierta con mantel de blanco lino. Sirviose el café amargo que humeaba
llenando el ambiente de más humedad de la ya habida. Sus labios se posaron
temblorosos en el borde de la taza recordando el episodio.
El café caliente llenó su boca,
bañó el interior de sus mejillas, su lengua y su paladar, el sabor agrio pero
delicioso la hizo olvidar, por un momento, lo acontecido minutos antes.
Se puso rígida en un instante,
los músculos de su cuello no la obedecían, lo intentaba mil veces sin
resultados, el café aun reposaba en su boca quemándola. Le era imposible
tragarlo, no pudo evitar aspirar aire sintiendo el ahogo que le provocaba el
líquido en su boca. Fue peor aún, el café ingresó por su tráquea y esófago dejándola
sin aire. Cubrió cada conducto respiratorio por el cual la vida entraba a su
cuerpo.
Desesperada perdía el control de
sí misma, se movía en todas direcciones intentando tomar el aire necesario. Sus
ojos se abrieron desmesuradamente al pensar en una muerte tan absurda ¡por un
sorbo de café! Sus manos golpeaban desesperadas las paredes y saltaba, corría y
caminaba exasperada al sentir el ahogo inminente.
Minutos duró la tortura y el café
desapareció de sus vías respiratorias, tomó una bocanada de aire que, ella
sintió, le salvó la vida. Su corazón latía saliéndosele del pecho y un sudor
frío, de miedo infinito, recorrió su espalda.
Intentó tomar un poco de agua
para refrescar su garganta raspada por el esfuerzo. Los resultados fueron los
mismos, sin embargo, esta vez, ni siquiera la intento tragar, solo la escupió
al sentir que los músculos de su garganta volvían a rebelarse contra sus
órdenes.
Fue a la cama a descansar,
temblando aun por el miedo de lo sucedido. Ante sus ojos cerrados, plasmado
dentro de sus párpados, San Tamiel repetía su condena.
Despertó al mediodía más
relajada. El recuerdo del café y el ahogo estaban quedando atrás y la verdad,
ya se le antojaba el agrio saborcito en su boca. El almuerzo también le
apetecía, sirviéndose un gran plato de éste.
¡Debía ser una pesadilla! el
arroz atragantado en su esófago cubría, como más temprano, también la tráquea
dejándola sin respiración. Más tiempo quedó Georgina sin aire esta vez. El
arroz era sólido y no desapareció tan fácilmente como el café de la mañana.
Los días pasaron, la beata
caminaba apoyándose en las paredes ante tanta debilidad. Alrededor la gente
comía y bebía. Sus repisas, sus cajones y alacena, repletos de comida y agua,
se burlaban de su desgracia.
Moría de sed rodeada por líquido
y de hambre sin que le falte alimento. ¡Qué no hubiera dado porque un poco de
líquido pasara por su cerrada garganta!
-“San Tamiel, apiádate de mí,
aparta de mi este cáliz. Demuestra la misericordia que el todopoderoso Dios no mostró
por su hijo. Comprueba que eres mejor que El” – rezaba con la boca seca, con
los labios partidos de sed y el sonido de sus entrañas rugiendo por el hambre y
quemando por los jugos gástricos que la devoraban por dentro.
Cada trago de agua de la gente
que pasaba por su lado, la enloquecía; ver las gargantas moverse, en la dulce
acción de tragar, era su martirio.
El siguiente domingo llegó
encontrándola famélica. Salió de la oscuridad de su casa arrastrándose,
agarrándose de las paredes hasta la santidad de la iglesia donde San Tamiel,
seguro conmovido por sus reiterados rezos y pedidos de perdón, la disculparía y
le quitaría el castigo. Estaba segura que apenas la hostia se derritiera en su
boca, bendeciría su garganta y la abriría nuevamente.
La hora de la eucaristía llegó
finalmente, apoyándose en las bancas se acercó al altar, donde el padre
Ludovico poso su mano en su frente haciendo la señal de la cruz y tomando una
hostia consagrada en la sangre de Cristo, la poso en la lengua salida de
Georgina que en éxtasis la extendía.
Se puso de pie como pudo, sus
pasos la llevaron al oscuro rincón de le efigie de yeso. La hostia iba derritiéndose
con el calor de su lengua. Esta vez no esperó pasarla por la piel del santo, no
esperó acariciar su propia piel con ella, no escuchó su gemido tímido y bestial
al mismo tiempo. Sólo necesitaba sentir la saliva llena de santidad cruzar su
garganta, acariciar su esófago y caer sobre los jugos gástricos de su estómago
apangándolos cual infierno consumido en agua bendita.
Llegó a los pies de Tamiel, los
beso sin poder aun consumar el acto de la deglución deseada. La garganta
relajada no se movía, los músculos de ésta, como cárcel infernal, retenían el
líquido bendito comenzando a bajar por su tráquea, aspiró involuntariamente,
sintiendo el ahogo una vez más. Los pedacitos de hostia no diluidos, se le
pegaron a las paredes de los orificios de aire, la pequeña porción de agua, que
en su interior se asemejaban a un mar entero, inundaban éstos al mismo tiempo.
Se ahogaba con el objeto más
sagrado de sus mórbidas fantasías.
“¡Tamiel!”- intento gritar con su
último aliento, cayendo al piso al mismo tiempo. La saliva se incrementó por el
esfuerzo de respirar, la lengua amoratada sobresalía dándole a su rostro un
gesto horrendo.
Georgina miró al santo que esbozó
una sonrisa en su cara de yeso, liberando a la beata del castigo.
Volvió a respirar Georgina con
una aspiración ruidosa. Se tocó el cuello por el alivio que le causaba el aire
nuevamente corriendo por sus pulmones.
Se abrazó a los pies del santo,
sabía que no iba a abandonarla, que no podía dejar así a su más fiel devota.
Georgina levantó la mirada
agradecida, el santo bajó la mirada complacido. Abrió la boca para advertirle
que no admitiría otra falta.
La mujer abrió los ojos
violentamente, su boca se desfiguro ampliándose en forma grotesca, la lengua se
volteó hacia atrás cubriendo la garganta completamente, la saliva aumentó sin
parar llenando su garganta, chorreaba por su boca haciendo charcos babosos
alrededor de sus manos que apoyadas en el piso lo golpeaban sin parar. El miedo
se reflejaba en el agrandamiento de sus pupilas, las venas de sus ojos
comenzaron a reventar convirtiendo su mirada en sangrienta agonía.
Su rostro se puso rojo con el
color de la muerte que llegaba enmascarada de asfixia.
Tamiel la vio morir, impotente, quieto,
sin vida ni alma, ni movimientos, ni palabras, como siempre había estado. Sólo
vivo en la degenerada fe de la mujer que luchaba intentando tomar un aire que
no llegó nunca. Colapsó entre gemidos de ahogo, entre lágrimas de esfuerzo,
rodeada del miedo más aterrador y la sofocación que le fue quitando la vida
lentamente. Su última visión fue hacia una olvidada lápida de mármol de algún mártir
olvidado que rezaba:
"Yo soy el Señor; ¡Ese es mi nombre! No
le daré mi gloria a nadie más, ni compartiré mi alabanza con ídolos
tallados" - Isaías 42:8
“No te inclinarás ante ninguna imagen, ni las
honrarás; porque yo soy Yahve tu Dios, fuerte, celoso, que castigo la maldad (…)
de los que me desprecian” – Exodo 20:5
No hay comentarios.:
Publicar un comentario