*Favor de leer el relato con la melodía adjunta.
El rojo de la sangre era impresionante. Contrastaba
salvajemente con la negrura de la pista que lo intentaba absorber sin mucho
resultado. El pequeño río escarlata continuaba extendiéndose desde su cabeza
desprovista de piel. La moto había quedado a un lado, caída, mecánico corcel
herido en alguna huida.
Mi madre me cubrió los ojos, su tibia mano quiso ocultarme
aquel mundo cruel en el que, inevitablemente, crecería. Pero ya era muy tarde,
apoyada en la ventana del auto, mis pupilas ya habían reflejado el brillante
color, el centelleante riachuelo que hervía en estrellitas doradas producidas
por el rayo de sol más hermoso.
Fue de aquellos momentos mágicos que te cambian la vida. La
vida se tornó roja.
Tras segundos de hechicera contemplación, el auto siguió la
marcha con la conversación de mis padres que lamentaban la muerte de una
persona tan joven y se cuestionaban sobre el destino incierto y sorprendente de
cada uno.
Yo los escuchaba a lo lejos, solo palabras sueltas que no
entendía.
Abrazaba mis zapatillas de ballet, diminutas como mi pies. Su
suave y rosado raso las hacía lucir como zapatos de hada, nadie sabía la dureza
que contenía su interior.
Las acariciaba tarareando la Danza del Hada de Azúcar del
Cascanueces, imaginándome volar entre las notas de esa hermosa melodía, pero,
ahora, una sombra roja bordeaba mis etéreos pasos. Una idea, un sueño anidó en
mis esperanzas de niña. Uno que me acompañó a través de los años y que estaba
cerca de convertir en realidad.
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