La hermosa pelirroja regreso del
bar una vez más con un cliente deseoso.
El pequeño cuarto preparado para estos menesteres los esperaba con su
cama de sabanas desordenadas.
Comenzó su trabajo, el recuerdo de
los niños hambrientos la hacía aguantar el asco y las arcadas que le producía
ese repugnante hombre que se movía sobre ella con sus carnes gelatinosas,
rozando las suyas tersas y aun firmes.
Alrededor, el ambiente caliente
le daba a cada inspiración el mismo efecto que una ráfaga de vapor hirviendo
quemando su tráquea. El sudor del tipo caía sobre sus ojos cegándola por
momentos. Las manos de su momentáneo acompañante la escudriñaban torpe y
degeneradamente.
Su pequeña mano ya se deslizaba
bajo la cama, ya sentía entre sus dedos el mango liberador del martillo que
siempre estaba ahí, como amigo inseparable para ayudarla en el momento preciso.
¡Como deseaba ya sentir los sesos
del malnacido entre sus dedos, ver sus ojos desorbitados apagándose mientras la
plateada y brillante trituradora de carne lo molía lentamente!
¡Cómo se relamerían los niños!
El primer golpe llegó con ese
sonido envolvente, ese sonido que la llevaba al placer más sublime. Aquella
resonancia de hueso quebrado, de carne reventada, de arteria fracturada al que
siguieron más golpes con sus respectivos ecos.
Ya se había levantado de la cama
empujando el obeso cuerpo tembloroso a un lado. Acomodó su corto vestido, el
cual, el depravado, ni siquiera había aguantado a sacar totalmente antes de
arrojarla sobre la cama. Lo planchó con
sus manos tanto como pudo.
El sonido de los quejidos del
hombre la relajaban.
Dispuesta estaba a jalarlo por el
piso hasta la trituradora mientras veía la sangre brotar por su cabeza y su
rosado cerebro asomarse. El primer jalón
fue interrumpido por el llanto de los niños que, hambrientos, no habían
aguantado a su llamado.
Se acercaban a la cama con sus
piecitos pomposos y suaves sin hacer un ruido. Ella no intento detenerlos,
después de todo, era su culpa, no había apurado los hechos, sus platitos vacíos
reclamaban su contenido.
Subieron a la cama como pudieron,
sus uñitas se asieron a las sucias sabanas y al viejo colchón, comenzaron a
trepar sobre el hombre que torpemente se movía.
Lamieron, lamieron la sangre de
su rostro limpiándolo totalmente. Sus caritas manchadas de roja sangre los hacían
lucir tiernamente depredadores. Sus lengüitas rasposas levantaban sangre,
coágulos, pequeñas porciones de carne desprendida y gotitas de cerebro
desperdigadas por la ropa del porcino hombre.
Comenzaron a maullar de hambre,
los niños lloraban sin parar, ya habían terminado con la sangre derramada.
¡No lo podía soportar ¡No! ¡No
sus niños! ¡No volverían a pasar hambre! Y menos teniendo semejante animal para
alimentarse.
“No se preocupen mis amores” – se
dirigió a los cachorros con adoración – “espérenme un momentito mis bebés, no lloren, tendrán más, hasta que ya no se
mueva” – susurro mientras se alejaba moviendo sus redondas caderas que una vez
más se zarandeaban bajo la verde seda del vestido ajustado.
Regresó junto al hombre y los
mininos que adorándola la esperaban, les mostró sus manos cubiertas por unos
guantes con lija de metal, rematados en delgadas cuchillas que ella misma había
confeccionado y que asemejaban la textura de la lengua y las uñas de los
pequeños.
“Todo lo que hace una madre por
ustedes”- suspiró hablando, mirándolos cariñosa.
Sus manos acariciaban la cara del
hombre cada vez con más presión, apretándola, dándole la sensación de mil
agujas penetrando su grueso pellejo al mismo tiempo, propiciando la aparición de incontables gotas
carmesí – “Laman, vamos laman con fuerza” – animaba a los gatitos a alimentarse
– “saquemos la carne hasta el hueso” – los alentaba eufórica, lamentándose por
dentro de no poder poner la lija en su propia lengua.
Se sentó en el pecho del hombre,
que aún vivo se trataba de defender inútilmente con movimientos torpes. Su peso
lo inmovilizaba, sus manos se deslizaban sobando los gordos cachetes, las
diminutas puntas de las lijas se prendían de cada poro, desprendiéndolo, jalándolo,
despegando delgadísimos jirones ensangrentados, arrancándolos del rostro entre
gritos y gemidos. Las lengüitas la acompañaban en su trabajo lamiendo con
fuerza, sorbiendo la sangre. Bigotes manchados, hociquitos impregnados. Ojitos
brillantes, grandes pupilas dilatadas de placer.
Metió un par de dedos en la boca
del hombre cuyo rostro asemejaba a una máscara de carne molida, los abrió
dentro de ella cortando comisuras con las filosas puntas; una grandísima
sonrisa apareció en la otrora cara casi llegando hasta las orejas.
La pelirroja rió, rió como no lo
había hecho en mucho tiempo, los maullidos la acompañaban como riendo también
ante el trabajo familiar. Apoyó las dos manos sobre los ojos, sobo y sobo hasta
que los parpados desaparecieron en lenta agonía, hasta que quedaron pegados en
los guantes y solo los unían a el hilos de sangre y delgadas tripas de piel.
Sobó y sobó hasta que los guantes rasparon los pómulos desnudos, pelados ya de
carne y grasa, amarillentos huesos que entre mutilada carne se asomaban.
Los aullidos del hombre eran cada
vez más débiles, su cara ya no existía, los gatitos sobre su rostro casi no
dejaban verla, sus lengüitas no se detenían al igual que las manos de su madre.
Gatitos blancos, negros, amarillos, grises y tricolores ahora todos unidos en
monocromo escarlata, ensayaban sus colmillos arrancando tiras de piel colgada,
pequeños tigrecitos salvajes.
El último grito se oyó al meter
una larga uña metálica por el hoyo que había hecho el martillo en el cráneo,
jaló los sesos hacia afuera que salieron
como una larga tira de salchichas rosadas y babosas que cayeron sobre la
cama para deleite de los cachorros.
“Que desorden, que suciedad” –
frunció el ceño la pelirroja mirando con ojos sonrientes a sus mininos que se
relamían las patitas tratando de limpiarse. Arrojó los guantes al piso, en el
cual se sentó lamiéndose el dorso de la mano y pasándolo por su frente
limpiando poco a poco la sangre y coágulos que se habían pegado en su piel y en
su cabello de cobre.
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