Mis ojos abiertos solo veían tu
cuerpo sobre el mío, el vaho que tu piel expelía me envolvía en el torrente de
deseo más sublime y salvaje. Nunca en mi vida tuve un hombre que me hiciera
temblar la tierra, que me pierda en el placer y que me haga olvidar la
existencia mientras me tenía entre sus brazos.
Tus largas caricias me embriagaban
haciéndome abrir la boca en gemidos ahogados y algunos escandalosos. Tus manos
manejaban mi cuerpo como si éste fuera una muñeca de trapo que encontraste en cualquier
lugar.
Cada pose, cada sucia
palabra, cada mordida y arañazo
sorpresivo me llevaban a un nuevo nivel del placer más febril.
Había encontrado al fin lo que
tanto había esperado, lo que tanto había pedido, lo que solo vi en películas y
que supuse, no existía o yo no conocía.
¿Por qué yo solo veía el techo o
el colchón y pensaba en qué tenía que comprar para la comida de la semana
mientras era poseída por un cuerpo caliente pero no vibrante?
Yo era tan simple, tan sencilla
en mi forma de ser, de vestir, de vivir.
Mi vestido azul había sido roto
por ti, embestido por tus grandes manos que echaron mi pequeña canasta de
costura sobre la cama tirando los carretes de hilo multicolores, centímetros y
tijeras sobre ella.
Encima, mi cuerpo ya semidesnudo
bajo el tuyo se envolvía en mil hilos que lo apretaban cada vez más llegando a
cortar la piel en algunos lugares en los que hacías presión olvidado en tu
propio placer. Mi piel no se quejaba, al contrario, disfrutaba de aquel
placentero dolor que se dibujaba como mapa cartográfico del propio Eros en mi
piel desnuda.
El éxtasis llegó al mismo tiempo,
en alaridos bestiales, en movimientos salvajes, en sudores compartidos y
respiraciones entre cortadas.
El primer orgasmo estaba a mis
puertas, entre las dos delicadas medias lunas que cubrían la entrada a mi
entraña eterna.
Gemiste como animal en celo, como
salvaje ser en el acto más básico y carnal mientras llenabas mi interior con tu
simiente.
Mis manos asieron las tijeras que
con un corte certero te abrieron el cuello como la boca más provocadora a un
beso. Fui bautizada por tu liquido tibio que caía a chorros cual río de añejo
vino sobre mi blanco cuerpo. Tus ojos desorbitados y tu boca abierta en un
grito silencioso me hicieron entrecerrar los míos en un orgasmo aparte.
La tibieza de tu sangre recorría
cada centímetro de mi piel, cada pliegue , cada hoyuelo y convexidad. Mi boca
se llenó de ella cayendo como delicada pileta por la comisura de mis labios.
Flotaba en un mar rojo sobre
blanca sábana donde me hundía en lúbrica pasión. Las pequeñas olas que se
formaban en cada movimiento de tus fúnebres espasmos me tocaban como pequeños
dedos infringiéndome crueles cosquillas.
La blanca palidez reinaba en tu
rostro vacuo de vida, tu postrero gemido fue comido por mi boca abierta que
atrapó tu aliento final. Mis muslos aferraron tu miembro en su última
embestida.
El peso de tu cuerpo sobre el mío
como minutos antes había sentido; cobraba, esta vez, nuevo significado. Más
pesado, más entregado, más mío.
Totalmente mío, me cubría para nunca más
sentir.
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