Su pequeña figura rompía el
paisaje bicolor del cielo de París. Los colores sangrientos del atardecer
trastocaban su silueta oscura que saltaba de techo en techo en los tejados de
la ciudad luz.
Sus largos cabellos negros
flotaban en el aire con un tiempo retrasado. Se movían lentamente, más lento
que el mismo aire que agitaba los transparentes tules de su ropa oscura como el
ébano.
En su mente dañada y rota un
violín resonaba perpetuo. Sus notas le
hablaban de sangre y hambre, de deseo y muerte.
En puntitas bailaba sobre las
rojas tejas de Paris, al fondo, las formas de la Torre Eiffel y Notre Dame
adornaban el horizonte sombrío.
El recuerdo de la vida la invadía
en su baile sin rumbo, las remembranzas de sus actos que la habían llevado al
limbo eterno de donde se escapaba cada luna roja, la hacían danzar frenética
esperando, deseando, buscando.
Buscaba niños, pequeños bastardos
sin padres, querubines abandonados a su suerte, infantes olvidados por la vida,
perdidos, sin destino. ¿Quién más que ella para mecerlos en su seno?¿Quién más
que ella para tomar su último aliento? ¿Para absorberlo inhalándolo?¿Quién más
que ella para susurrar las más dulces palabras y canciones infantiles antes de
cubrir con sus largos dedos sus finos cuellitos y retorcerlos hasta que, en un
acto de cruel generosidad, se quebraran hasta la muerte?
Su cuerpo ya se pudría en aquella
fosa sin nombre, olvidada por los hombres, despreciada por las mujeres, odiada
por las madres. Pero solo aprisionaron su cuerpo, lo flagelaron, lo mutilaron,
lo castigaron por la generosidad de sus actos con los huérfanos. Jueces
inclementes e ignorantes de su magnificencia que la condenaron.
Pero su alma no fue atada, el
príncipe de las tinieblas le soltaba el hilo rojo atado a su tobillo con
cadenas ardientes cada luna sangrienta.
Era su recompensa por ser tan
fiel seguidora.
De un salto bajó del tejado al adoquín
de la calle que frío esperaba su pisada; a unos metros, la puerta del orfanato
entreabierta iluminaba la vereda con un fino haz de luz.