El pequeño lanzó el tejo con una sonrisa en su rostro. No era la primera vez que jugaba pero presentía que ésta seria especial y llegaría por fin hasta el final del juego.
La diminuta piedra rodó sobre el suelo pintado, cada vuelta que daba la acercaba más a su incierto destino, el niño la miraba esperanzado, después de todo, era la guía para el camino que tendría que recorrer. Su rodar parecía estar en cámara lenta; iba y regresaba por su propio peso casi sin detenerse, no podía pisar la línea divisoria, seria perder su turno.
Finalmente, se detuvo, 7.
Dobló una de sus delgadas piernas y saltó cuadro tras cuadro, en un solo pie, hasta pisar el número designado.
Un sopor caliente envolvió su cuerpo así como un vapor oscuro que, poco a poco, lo absorbió haciéndolo desaparecer y atravesar el piso del cuadrado que pisaba.
Abajo, miró a su alrededor. Violencia. Aparecieron seres oscurecidos, sombras de árboles que eran mutilados por pájaros negros, arpías; roían sus entrañas sin parar. Escuchó sus alaridos, sus lastimeros quejidos.
— Hombres —pensó el pequeño que no podía detenerse en su misión.
Debía conseguir la paz, la paloma blanca atrapada en el Flegetonte, para poder pasar su turno. Alcanzó la barca marchita que se hundió hasta la mitad ante su peso. La sangre hirviente del rio no la perdonaba, la iba extinguiendo a medida que el niño se acercaba al pequeño islote donde, la paz, esperaba asustada. La tomó en sus brazos apretándola contra su pecho. De regreso, no tuvo más remedio que hundir su mano en el lago de cardo líquido caliente y remar, remar entre las miles de manos de los seres que hervían eternamente y lo jalaban para hundirlo entre las almas perdidas. Los golpeó con todas las fuerzas que le daba su débil cuerpo, hincó ojos y pateó rostros pero finalmente lo consiguió, llegó a la orilla y regresó a donde había comenzado con la blanca ave a buen recaudo.
Nuevamente, en el suelo, con la piedra en la mano, volvió a lanzarla, la pequeña roca rodó esta vez con más fuerza, el niño contuvo el aliento, traspasó dos líneas pisándolas para detenerse finalmente, el número era el 4.
Levantó un pie nuevamente, saltó, 7, 6, 5.
Al llegar al número señalado sintió un tirón fuerte en su tobillo que lo hizo penetrar el duro piso de roca en el que estaba parado. Esta vez, el camino no fue tan profundo como la primera.
Insultos, injurias, ultrajes, ofensas a gritos en el lugar en el que había caído. Las palabras humillantes lo ensordecían. Términos que, en su gran parte, no entendía.
Los hombres se agraviaban unos a otros con las palabras más letales, se arrebataban, entre ellos, todo lo que encontraban a su paso, se abalanzaban unos sobre otros por objetos insignificantes que lanzaban dentro de grandes bultos circulares que empujaban con sus manos desolladas por el peso. Pedazos de piel arrancada, dedos mutilados, labios, párpados, orejas extirpadas por la ira de poseer lo del otro, todo formaba una alfombra en la que los pequeños pies se hundían.
El gigante Pluto le impedía el paso hacía su misión, sus grandes manos y cuerpo le prohibían seguir, debía encontrarse con esos avaros que, cargando sus grandes pesos, se desollaban vivos las espaldas y piernas a cada paso. La piel, como hilachas, les colgaban de las nalgas y algunas se arrastraban por el piso dejando delgados riachuelos de sangre que estampaban el suelo.
El niño se quitó el diminuto anillo que llevaba en el dedo y lo lanzó lo más lejos que pudo detrás del gran dios. Los avaros al escuchar el sonido tintineante del metal corrieron hacia él, soltando sus posesiones por un momento. La masacre más grande comenzó, a mordiscos se arrancaban pedazos y se cegaron reventándose los ojos. Pluto se acercó a separarlos, era el único con el poder para hacerlo con un solo rugido.
El pequeño aprovechó el descuido, su plan resultó. Al dejar su lugar, el dios de la riqueza había dejado sus objetos más preciados: sus ojos, que le fueron arrancados por la injusticia de la que era esclavo.
El infante los tomó rápidamente y corrió hacia el lugar inicial. El gigante trató de alcanzarlo, llegó a manotear su pierna mientras el niño desaparecía como humo que se disipa hacia las alturas.
De nuevo en el número 4, parado en un solo pie, descansó como pudo un momento. No podía apoyar ambos pies, lo descalificarían y no podría alcanzar su ambicioso objetivo. Su padre tendría razón en que era muy inepto para terminar el juego, que nunca alcanzaría los tres objetos requeridos para ganar, pero ya había conseguido dos.
Agarró la piedrecita con ambas manos, la sacudió entre ellas como un dado y la lanzó otra vez. La última.
Rodó la deforme piedra, no se detuvo en el 3, pasó de largo el 2, si salía de aquella forma dibujada en el piso, el juego terminaría derrotándolo una vez más. Pero la piedra se detuvo. Se detuvo en el borde del número 1, en la exacta punta de su filuda cabeza. Respiró aliviado.
Esta vez nada lo absorbió hacia abajo, esta vez caminó recto, como saliendo de los dominios de su familia, una puerta hecha de vapor negro se abrió, nadie le impidió la entrada. A lo lejos, un barquero estiraba la mano para recibir unas monedas y llevar a los viajeros a su destino.
Siguió adentrándose en el lugar, un zumbido lo hizo voltear el rostro y buscar su motivo.
A su lado pasó raudamente un cuerpo, una mancha color carne que se movía de un lado a otro corriendo sin parar. Luego, otra mancha y otra y un mar de manchas de diferentes tonos de piel. Cuerpos desnudos que no se detenían nunca. Las avispas los acechaban, los picoteaban, sus orejas y párpados a punto de reventar denotaban el dolor que soportaban.
Purulentas ronchas sanguinolentas llenaban sus cuerpos, la pus se extendía por sus pieles al reventarse, las picaduras de las plantas de sus pies hacían que se resbalaran al romperse cuando pisaban el tosco piso quedándose sus plantas en carne viva. Los cuerpos caían unos sobre otros en la desesperación de escapar de los insectos que, sin descanso, los perseguían.
El jovencito comenzó a correr tras ellos, el Estigia estaba tan cerca, si se sumergían en sus aguas dejarían de picarles, si cruzaban sus aguas dejarían aquel lugar, aquel tormento.
Tomaba a cada cuerpo, que alcanzaba, de las manos, señalándole el rio donde Caronte es el amo, pero ellos no se movían, se quedaban en su lugar corriendo en círculos en el mismo sitio, el pequeño trató de convencerlos explicándoles las razones por las que debían ir con el pero nadie lo escuchaba, nadie se atrevía, todos se conformaban con su destino eterno.
Sólo uno, sólo uno que lo siguiera, solo uno al que pudiera hacer tomar una decisión le serviría, sería el tercer objeto.
Miró a su alrededor, escogiendo, buscando. Eligió a una chica rubia que, cubierta de picaduras, lloraba mezclando sangre y lágrimas. Corría y se escondía por segundos detrás de cada roca que encontraba e inmediatamente volvía a correr, era su condena perpetua por cobarde, por nunca haber tomado una decisión, por ser una inútil como pensaba su padre que era él mismo. Recordaba las palabras de éste, todopoderoso ante sus ojos.
—¡Eres un inútil! ¿Cómo serás dueño de todo esto? ¿Cómo te dejaré al mando si no puedes ni con un juego, con un tonto juego? —se burlaba de él al verlo intentarlo en varias ocasiones —A tu edad ya lo había superado, ya había ido y venido de aquel lugar, ya había aprendido el oficio —le replicaba sin cesar.
Tomó valor alcanzando a la joven que corría a perpetuidad. Haló su mano, la detuvo. Ella jalaba, tratando de zafarse, para seguir avanzando como lo había hecho por años, siglos tal vez, pero el jovencito no lo permitió.
Se paró delante de ella chocando su cuerpo contra el de la fémina cada vez que quería avanzar, las avispas picaban el cuerpo de la joven sin piedad.
—¡Hacia el río, hacia el río! —repetía él mirándola y señalando el Estigia que corría pútrido separándola del lugar donde no habría más condena, el limbo.
El chico sabía que no podía halarla, que ella misma debía tomar la decisión, reglas del juego. Detuvo su camino mil veces, cien mil, no supo nunca cuánto tiempo estuvo ahí, siempre oponiéndose, siempre repitiéndole, siempre señalando el camino que debería tomar, insistiendo.
El cuerpo de la chica no tenía un lugar donde no hubiera una picadura podrida y fétida, los pies del muchacho se tornaron tan heridos como el femenil cuerpo.
—¡Hacia el río! —pronunció una vez más mecánicamente, pero esta vez sus ojos se cruzaron con los de ella. En los iris femeninos brilló el reflejo de un rojo resplandor.
Volteó su rostro hacia el río y caminó hacia él, se sumergió, nadó. Las avispas detuvieron su persecución y retornaron.
Ella salió hacia la otra orilla, su cuerpo desnudo y limpio resplandeció en la oscura atmosfera del purgatorio.
El chico regresó con la última misión cumplida, su pie aún estaba levantado y el otro apoyado sobre el número 1.
Su padre se había enterado, inmediatamente abrió las puertas del infierno dejándolo salir.
—Ve —le permitió al pequeño Satanás lanzándolo a la tierra, donde aprendería de los hombres los pecados más abominables y sabría a que círculo del infierno mandarlos llegado el momento de la expiación.