viernes, 17 de abril de 2020

REFLEJO

El espejo te reflejaba a ti completamente. Tus ojos que nunca olvidé y los anhelos que se hallaban en ellos, tantos sueños que plasmé en tus iris negros como el ónix más brilloso.

Era imposible olvidarte por más que cerrara los míos, te veía a ti en cada espejo, en cada vidrio, en cada arroyo cuyo reflejo dibujara en si mismo el cielo.
Mea culpa al no querer olvidarte aunque todos me lo aconsejaran. Quieren festejar la muerte de tu memoria pero renaces como fénix apenas mis ojos se posan en mi mismo.

Malditos órganos que estampan en mí tu rostro, aquel tan conocido, tan amado. Aquellas cejas pobladas y la nariz recta, tu boca con ese labio grueso que se recoge en un coqueto mordisco al avergonzarte. Tus luceros que, oscuros como la nostalgia, me atormentaban con cada mirada, con cada chispa que aparecía en ellos cuando sonreías y estos se achicaban a tu gesto.

—Olvídala hermano —escuchaba a cada momento —deja de pensar en su imagen, en su rostro y su cuerpo. Deja de pensar en su caminar, en su movimiento. Muchas caras hay en el camino, fíjate en alguna de ellas.

Pero no podía, me era imposible hacerlo, renacías en mi mente a cada momento. Aplastaba con mis manos mis mejillas y apretaba mi cabeza entre ellas tratando de sacarte de mi mente. Cerraba los ojos escuchando mis propios gemidos al tratar tercamente de olvidarte.

Ya no salía, encerrado estaba en lo alto de mi cuarto, con todos los espejos cubiertos y todo en lo que pueda aparecer tu recuerdo, todo en lo cual podría plasmar tu imagen mi mente enferma.

Nadie entendía el por que de mi imposibilidad de olvidarte, de mi obstinación por el recuerdo de tu rostro.

Consumiéndome fui con el tiempo, perdido en esa habitación que me absorbía entre sus paredes, cuyo piso se abría para tragarme en mis propias memorias. Y tu, naciendo una y otra vez en mi mente. Arañábame la cara en mi desespero por ti, las uñas llenas de mi propia carne ensangrentadas quedaban. Mi pobre madre, en su angustia, pidió que me amarraran a la cama de fierro. Ahí permanecí con los ojos cerrados, para no verte en cada lugar donde los posaba. Pero ¡ay de mí! y de mi testarudo pensamiento, mis ojos te veían hasta en mis párpados, en la pared de piel que los cubría.

Luchando logré zafarme de uno de los amarres que aguantaban mis manos, mis uñas se adentraron en mi cuenca sintiendo la suave dureza de mi globo ocular, mordí mis labios por el dolor que me proporcionaba. Con templanza, mis dedos fueron profundizándose en ella, mis uñas agrietando el órgano que captaba tu maldito rostro, finalmente hundiéndose en su húmeda resistencia, parecía nunca poder romperse. El último esfuerzo, ahogando el grito que cubrió de sangre mi mano, una explosión dentro del cuerpo y la dolorosa liberación del aullido más fiero. La cuenca vacía dejaba correr su contenido que entraba a mi boca por momentos. Un enemigo menos de tu recuerdo y mi sufrimiento. Faltaba el otro y ya no te vería ni por dentro ni, lo que es peor, por fuera. Miré una vez más mi cuarto sin esquinas, sus muebles, sus enseres. De pie me puse descubriendo el espejo y vi por última vez tu reflejo, tus facciones, recordando aquella vida que tuve antes de nacer en esta, donde te seguí amando.

Arrodillado me encontraron con las cuencas vacías, sollozando, invidente y más cuerdo.

En esta vida ya no me enamoraría, porque en mí se hacia realidad, en carne y agonía, la maldición que tenía: “el rostro tendrás del que fue tu amor, en tu pasada vida”. 

jueves, 26 de marzo de 2020

MADRE FÉRETRO

El armazón metálico que sostenía mi cabeza, apenas la dejaba moverse. Abrí los ojos, los tubos transparentes y el sonido acuoso que pasaba raudo a través de ellos, me despertó. Aún no me acostumbraba al lugar, pese a que había estado un tiempo incalculable en el mismo sitio, no sé cuánto a decir verdad.

Miré hasta donde pude inclinar la cabeza. La urna de vidrio que recubría mi vientre abierto me permitía ver su producto. Un pequeño engendro se agitaba, una masa informe aún que apenas presentaba un amago de dedos, se revolvía en mis entrañas. «¿Cuántos habían sido ya? No lo sé». La vida se movía dentro de mí, rebotaba a cada lado de la pared uterina como en un juego de ping pong marino. Mis ojos lo seguían sin poder evitar algo parecido a la ternura.


Alrededor, mi cuerpo estaba aprisionado; de pie, sobre una plancha de metal tibio, era sostenido por sendas argollas plateadas atravesadas por tubos que entraban y salían de él, de mis riñones, de mi estómago, de mis tripas. Pero mi vientre era lo más llamativo. Como un pequeño domo transparente, permitía ver mi interior y lo que crecía en él.

Miles de cuerpos iguales al mío yacían delante de mí, arriba, abajo. Las hileras eran interminables a mi vista. Mujeres de todo tipo respiraban con dificultad, moviendo los ojos aterradas, los gemidos salidos de sus bocas entubadas eran lo único que acompañaba el sonido del líquido que se paseaba por nuestros cuerpos abiertos y desnudos.
Calculé los años, hace una década que los niños comenzaron a fallar, ninguno nacía perfecto como era el sueño de cada padre. En una sociedad donde cualquier imperfección era condenada, los frutos podridos no podían permitirse.
Espermatozoides corruptos, óvulos imperfectos, nadie sabía a qué se debían las deformidades, las taras mentales y físicas que cada niño del planeta presentaba.
Recordé mi captura, el rodear de mis brazos, mis esfuerzos, las grandes manos demostrando su supremacía ante mis fuerzas menguadas. Luego, las luces que aparecían ante mí por momentos, entre el abrir y cerrar de mis párpados. El sonido del líquido corriendo, siempre el sonido y los tubos. Mis recuerdos se perdían entre el agua y la sangre que se turnaban para pasar por ellos.

Las horas pasaban lentas, eternas, movía los dedos de los pies en un intento por sentir que podía tener la voluntad de alguna parte de mi cuerpo. El tubo en la boca me ahogaba, trataba de abrirla y aspirar una bocanada del aire tibio del lugar donde nos mantenían. Mi vientre se movía a su antojo, lo comparaba con los demás engendros, sus hermanos, aquellos que habían crecido en el mismo lugar y que en algún momento, ya formados, perfectos y con sus cabecitas que se apoyaban en mi pared uterina pareciendo buscarme, habían desaparecido reemplazados por redondos óvulos fecundados.

Este pequeño embrión parecía no desarrollarse igual. Si bien no tenía idea del tiempo transcurrido, mi instinto de máquina reproductora —pues no podría llamarme madre— me decía que algo estaba mal.

Ellos se acercaron, los hombres de blanco con el escudo de la BIOH bordado en sus batas, se pararon delante de mí como un pelotón de fusilamiento. También se habían dado cuenta.

Susurraban entre ellos, mirándome a mí y a mi producto imperfecto. Un escalofrío recorrió mi columna entibiando mi corazón cribado. «Las madres siempre protegen al hijo que más las necesita, al más indefenso», resonaron las palabras de mi madre en medio de la corriente diminuta que fluía en mi cerebro. Me preguntaba si podría ir muy lejos, sobrevivir con el vientre abierto, llevar ese pequeño domo hasta el término. Las horas nocturnas llegaron, al menos es lo que suponía cuando apagaban las luces del criadero. Por primera vez busqué los defectos del féretro que me aprisionaba.

lunes, 17 de febrero de 2020

AMOR ETERNO

El Sena reflejaba las luces de los faroles de keroseno que eran encendidos en las calles de París. Sus aguas bailarinas servían de espejo para los miles de candados que eran cerrados en el Puente de las Artes, prometiendo un amor eterno, un amor más allá del tiempo, la distancia y la muerte.

El joven de capa roja lloraba arrodillado buscando el candado que había prendido en uno de los adornados hierros que forjaban el puente un año antes, cuando de la mano de Cosette, habían jurado no separarse jamás y tras escribir sus nombres en un pequeño pergamino pegado al candadito, lo habían cerrado sobre el puente que prometía milagros de amor.

No lo encontraba, eran demasiados y desesperado se sentó sobre el piso de maderos crujientes a llorar su desgracia.

En su mente, se reflejaban, una tras otra, las imágenes de la felicidad y de la desdicha que se sobreponían a las primeras.

Cosette lo había traicionado de la manera más vil, de la peor forma se había aprovechado de su buen corazón , de su amor por ella, le había quitado, no sólo la esperanza sino también hasta el último centavo que él ahorraba para su futura vida con ella.

Tontamente, había pensado que si encontraba el candado, podría abrirlo y romper el vínculo con la malvada joven, pues desde ese día, él no había podido ser el mismo y su vida se había convertido en una desgracia diaria.

Cosette lo había embrujado, había elaborado algún hechizo para desgraciar su vida. Pero, él solo se preguntaba el por qué.

Las lágrimas ya se habían secado en su rostro por el tiempo transcurrido, se puso de pie desesperanzado y se encaminó a su buhardilla de la Rue Dauphine, subió al humilde cuarto y echado sobre el colchón, miraba al techo escuchando como la cama de viejo fierro crujía a cada leve movimiento.

Sus párpados ya caían sobre sus ojos haciendo nebulosa la imagen de su pobre morada, cuando un golpeteo repetitivo lo despertó de su media conciencia.

—Monsieur, monsieur ¿voulez-vous me laisser entrer? — pedía permiso para pasar, golpeando la ventana que daba al tejado, una niña delgada.

—¡Mon Dieu! ¿cómo has llegado ahí pequeña? — preguntó el sorprendido joven sin saber cómo había llegado la jovencita a los tejados que rodeaban su habitación.

Abrió rápidamente la ventana dejándola entrar. La pequeña se sentó tranquilamente en la desvencijada cama.

—Vine siguiéndolo desde el puente Monsieur, excusez moi, pero lo vi llorar y no pude evitar acercarme — respondió la chiquilla acomodando el vestidito púrpura sobre sus piernas. Su oscura cabellera le caía desordenadamente sobre los hombros que presentaban, unos centímetros más abajo, el nacimiento de la curva de los incipientes senos.  

El joven la miraba sorprendido sin saber cómo había llegado hasta los techos de Paris, no había escalera que la pudiera conducir al lugar.

—Pero ¿cómo…?—comenzó a preguntar el chico olvidando por un rato el dolor del engaño.

—Tengo un pequeño secreto — contestó la jovencita llevándose el dedo índice a la boca coquetamente.

Él la miró extrañado, era tan pequeña pero tan sensual al mismo tiempo, como si sus gestos y su mirada no pertenecieran a su edad y su cuerpo.

Se acercó a él, su delgado cuerpo se pegó al del chico que, instintivamente, se alejó al verla tan joven. Ella lo tomó de los brazos y volvió a pararse delante de él, esta vez, tomando el masculino rostro entre sus pequeñas manos.  Sus ojos centelleaban como un fuego lila reflejándose en los iris del muchacho que no podía evitar estar quieto.

Genevieve se puso en puntas de pie y presionó sus rosados labios en la boca entreabierta del joven. Su aliento tibio llenó la boca del chico inmovilizándolo. Volvió a sentarse en la cama mientras él sacudía el cuerpo ligeramente como volviéndolo a despertar.

—¡Qué cruel esa mademoiselle, como se atrevió a engañarlo así! — pronunció la chiquilla sorprendiendo al joven ante aquel despliegue de conocimiento sobre su problema.

—Lo sé todo, los besos no mienten, al menos los míos — rio coqueta Genevieve — ¿la quieres de vuelta, quieres que su corazón sea sólo para ti y que estén juntos para siempre? – preguntó inquisidora jugando con un rizo de su cabello entre los dedos y moviendo las piernitas cuyos pies no llegaban al piso.

—S-si—contestó el chico intrigado, sorprendido y un poco asustado por aquella extraña presencia casi infantil que se atrevía a tanto.

—Deberás verla nuevamente, sólo para conseguir lo que necesito. Debes traerla aquí, es un buen lugar, está muy alto y no tienes vecinos — una sonrisa siniestra se dibujó en los delgados labios—será tuya, no te preocupes — confirmó — ¡Pero qué bonitos! — exclamó viendo unos pequeños soldaditos de plomo con los que comenzó a jugar.

—¿Qué esperas? Aquí estaré cuando la traigas — le ordenó al chico con una mirada impaciente.
El joven cerró la puerta tras de sí, dispuesto a cumplir la orden mientras dejaba a Genevieve haciendo bailar a los muñequitos entre las manos.

***************

No fue fácil convencerla, solo la promesa de un último regalo para terminar su relación amistosamente, llevó a Cosette al cuarto del muchacho.

Apenas entró, Genevieve se puso de pie y adelantándose apresuradamente a Cosette, la besó, sin darle tiempo a ésta, a reaccionar ante su presencia.

Cayó la mentirosa chica sobre el piso de madera que sonó al sentir el peso.  El joven la cargo llevándola a la cama.

—¡Non! ¡Je veux!¡ Déjala donde está! — ordenó Genevieve desnudando y acomodando el cuerpo de la chica boca arriba y con los brazos y piernas abiertos sobre el piso del lugar. Alrededor dibujó un pentagrama y puso una vela negra, que cargaba en su pequeño bolso,  en cada punta de éste.

—Siempre prevenida, monsieur — bromeó con el chico señalándole las velas — sabía que las necesitaría.

De pie, delante de Cosette, el rostro de Genevieve cambió, sus facciones casi infantiles adquirieron un rictus rudo, su mirada fija en algún punto del infinito mostraban años de vida, tantos que no podrían contarse con los números conocidos.

Maxima natarum pro Hela et mane stella Lucifero se, enima gratia mea require, et ancilla tua ante faciem eius. Le mien son sang et sa peau, le mien ses années. Déese de la belle droit, prince des ténebres, tiens ta promesse * —

Genevieve se movía en forma cadenciosa, su cuerpo se sacudía suavemente de adelante a atrás y sus ojos entrecerrados mostraban la blancura de unos ojos sin iris. Su voz, al comienzo infantil, se tornó en gritos pidiendo la presencia de aquellos seres que poblaban el infierno.

Levantó una mano en dirección al joven dejándolo inmovilizado , sólo observando el rito.

—Merci, me trajiste la virgen, mi aquelarre te lo agradecerá — reía Genevieve gritando su plegaria.
Tomó la pequeña daga que cargaba entre sus nacientes pechos y haciendo su marca en la piel de la chica, tres lunas concéntricas sangrantes, la dejó desangrarse sobre el pentagrama que volvió a dibujarse con la roja marea.

El joven trataba de moverse, de gritar, pero era imposible, unos brazos invisibles lo ataban y lo enmudecían.

La joven bruja se desnudó echándose sobre la sangre tibia, rodando sobre ella hasta teñir todo su cuerpo con ésta. Danzó cantando a su diosa, al mismo Satanás, bailó hasta que la luz del nuevo día comenzó a colarse por la ventana de la pobre buhardilla.

Vestida solo con la sangre seca sobre su cuerpo, se dirigió al chico.

— No incumpliré  mi promesa, Cosette será tuya, para siempre —

Se lanzó sobre el cuerpo inerte abriéndole el pecho, el corazón ya frío, descansó en sus palmas.

— Tuyo es su corazón, para siempre, pour toujours — le susurró al chico poniéndole el corazón de su amada en las manos — ¡mía es su belleza y su juventud! — proclamó, poniéndose en puntillas nuevamente, dándole un beso en los labios.

Levantó los brazos al tiempo que la ventana del cuarto se abrió y salió saltando por los tejados, levitando sobre los más altos; su cuerpo, desnudo y rojo, semejaba una flama ardiente que bailaba encendida por el astro rey que comenzaba a salir. 



*En nombre de Hela primogénita y de la estrella de la mañana, el mismo Lucifer, requiero sus favores, su presencia ante su sierva. Mía su sangre y su piel, míos sus años. Diosa de la hermosa diestra, príncipe de las tinieblas, cumplan  su promesa.

martes, 11 de febrero de 2020

RAYUELA

El pequeño lanzó el tejo con una sonrisa en su rostro. No era la primera vez que jugaba pero presentía que ésta seria especial y llegaría por fin hasta el final del juego.

La diminuta piedra rodó sobre el suelo pintado, cada vuelta que daba la acercaba más a su incierto destino, el niño la miraba esperanzado, después de todo, era la guía para el camino que tendría que recorrer. Su rodar parecía estar en cámara lenta; iba y regresaba por su propio peso casi sin detenerse, no podía pisar la línea divisoria, seria perder su turno.
Finalmente, se detuvo, 7.

Dobló una de sus delgadas piernas y saltó cuadro tras cuadro, en un solo pie, hasta pisar el número designado.
Un sopor caliente envolvió su cuerpo así como un vapor oscuro que, poco a poco, lo absorbió haciéndolo desaparecer y atravesar el piso del cuadrado que pisaba.

Abajo, miró a su alrededor. Violencia. Aparecieron seres oscurecidos, sombras de árboles que eran mutilados por pájaros negros, arpías; roían sus entrañas sin parar. Escuchó sus alaridos, sus lastimeros quejidos.

— Hombres —pensó el pequeño que no podía detenerse en su misión.

Debía conseguir la paz, la paloma blanca atrapada en el Flegetonte, para poder pasar su turno.  Alcanzó la barca marchita que se hundió hasta la mitad ante su peso. La sangre hirviente del rio no la perdonaba, la iba extinguiendo a medida que el niño se acercaba al pequeño islote donde, la paz, esperaba asustada. La tomó en sus brazos apretándola contra su pecho. De regreso, no tuvo más remedio que hundir su mano en el lago de cardo líquido caliente y remar, remar entre las miles de manos de los seres que hervían eternamente y lo jalaban para hundirlo entre las almas perdidas. Los golpeó con todas las fuerzas que le daba su débil cuerpo, hincó ojos y pateó rostros pero finalmente lo consiguió, llegó a la orilla y regresó a donde había comenzado con la blanca ave a buen recaudo.

Nuevamente, en el suelo, con la piedra en la mano, volvió a lanzarla, la pequeña roca rodó esta vez con más fuerza, el niño contuvo el aliento, traspasó dos líneas pisándolas para detenerse finalmente, el número era el 4.

Levantó un pie nuevamente, saltó, 7, 6, 5.

Al llegar al número señalado sintió un tirón fuerte en su tobillo que lo hizo penetrar el duro piso de roca en el que estaba parado. Esta vez, el camino no fue tan profundo como la primera.

Insultos, injurias, ultrajes, ofensas a gritos en el lugar en el que había caído. Las palabras humillantes lo ensordecían. Términos que, en su gran parte, no entendía.
Los hombres se agraviaban unos a otros con las palabras más letales, se arrebataban, entre ellos, todo lo que encontraban a su paso, se abalanzaban unos sobre otros por objetos insignificantes que lanzaban dentro de grandes bultos circulares que empujaban con sus manos desolladas por el peso. Pedazos de piel arrancada, dedos mutilados, labios, párpados, orejas extirpadas por la ira de poseer lo del otro, todo formaba una alfombra en la que  los pequeños pies se hundían.

El gigante Pluto le impedía el paso hacía su misión, sus grandes manos y cuerpo le prohibían seguir, debía encontrarse con esos avaros que, cargando sus grandes pesos, se desollaban vivos las espaldas y piernas a cada paso. La piel, como hilachas, les colgaban de las nalgas y algunas se arrastraban por el piso dejando delgados riachuelos de sangre que estampaban el suelo.

El niño se quitó el diminuto anillo que llevaba en el dedo y lo lanzó lo más lejos que pudo detrás del gran dios. Los avaros al escuchar el sonido tintineante del metal corrieron hacia él, soltando sus posesiones por un momento. La masacre más grande comenzó, a mordiscos se arrancaban pedazos y se cegaron reventándose los ojos. Pluto se acercó a separarlos, era el único con el poder para hacerlo con un solo rugido.

El pequeño aprovechó el descuido, su plan resultó. Al dejar su lugar, el dios de la riqueza había dejado sus objetos más preciados: sus ojos, que le fueron arrancados por la injusticia de la que era esclavo.

El infante los tomó rápidamente y corrió hacia el lugar inicial. El gigante trató de alcanzarlo, llegó a manotear su pierna mientras el niño desaparecía como humo que se disipa hacia las alturas.
De nuevo en el número 4, parado en un solo pie, descansó como pudo un momento. No podía apoyar ambos pies, lo descalificarían y no podría alcanzar su ambicioso objetivo. Su padre tendría razón en que era muy inepto para terminar el juego, que nunca alcanzaría los tres objetos requeridos para ganar, pero ya había conseguido dos.

Agarró la piedrecita con ambas manos, la sacudió entre ellas como un dado y la lanzó otra vez. La última.

Rodó la deforme piedra, no se detuvo en el 3, pasó de largo el 2, si salía de aquella forma dibujada en el piso, el juego terminaría derrotándolo una vez más. Pero la piedra se detuvo. Se detuvo en el borde del número 1, en la exacta punta de su filuda cabeza.  Respiró aliviado.

Esta vez nada lo absorbió hacia abajo, esta vez caminó recto, como saliendo de los dominios de su familia, una puerta hecha de vapor negro se abrió, nadie le impidió la entrada. A lo lejos, un barquero estiraba la mano para recibir unas monedas y llevar a los viajeros a su destino.

Siguió adentrándose en el lugar, un zumbido lo hizo voltear el rostro y buscar su motivo.
A su lado pasó raudamente un cuerpo, una mancha color carne que se movía de un lado a otro corriendo sin parar. Luego, otra mancha y otra y un mar de manchas de diferentes tonos de piel. Cuerpos desnudos que no se detenían nunca. Las avispas los acechaban, los picoteaban, sus orejas y párpados a punto de reventar denotaban el dolor que soportaban.

Purulentas ronchas sanguinolentas llenaban sus cuerpos, la pus se extendía por sus pieles al reventarse, las picaduras de las plantas de sus pies hacían que se resbalaran al romperse cuando pisaban el tosco piso quedándose sus plantas en carne viva. Los cuerpos caían unos sobre otros en la desesperación de escapar de los insectos que, sin descanso, los perseguían.

El jovencito comenzó a correr tras ellos, el Estigia estaba tan cerca, si se sumergían en sus aguas dejarían de picarles, si cruzaban sus aguas dejarían aquel lugar, aquel tormento.
Tomaba a cada cuerpo, que alcanzaba, de las manos, señalándole el rio donde Caronte es el amo, pero ellos no se movían, se quedaban en su lugar corriendo en círculos en el mismo sitio, el pequeño trató de convencerlos explicándoles las razones por las que debían ir con el pero nadie lo escuchaba, nadie se atrevía, todos se conformaban con su destino eterno.

Sólo uno, sólo uno que lo siguiera, solo uno al que pudiera hacer tomar una decisión le serviría, sería el tercer objeto.

Miró a su alrededor, escogiendo, buscando. Eligió a una chica rubia que, cubierta de picaduras, lloraba mezclando sangre y lágrimas. Corría y se escondía por segundos detrás de cada roca que encontraba e inmediatamente volvía a correr, era su condena perpetua por cobarde, por nunca haber tomado una decisión, por ser una inútil como pensaba su padre que era él mismo. Recordaba las palabras de éste, todopoderoso ante sus ojos.

—¡Eres un inútil! ¿Cómo serás dueño de todo esto? ¿Cómo te dejaré al mando si no puedes ni con un juego, con un tonto juego? —se burlaba de él al verlo intentarlo en varias ocasiones  —A tu edad ya lo había superado, ya había ido y venido de aquel lugar, ya había aprendido el oficio  —le replicaba sin cesar.

Tomó valor alcanzando a la joven que corría a perpetuidad. Haló su mano, la detuvo. Ella jalaba, tratando de zafarse, para seguir avanzando como lo había hecho por años, siglos tal vez, pero el jovencito no lo permitió.

Se paró delante de ella chocando su cuerpo contra el de la fémina cada vez que quería avanzar, las avispas picaban el cuerpo de la joven sin piedad.

—¡Hacia el río, hacia el río! —repetía él mirándola y señalando el Estigia que corría pútrido separándola del lugar donde no habría más condena, el limbo.

El chico sabía que no podía halarla, que ella misma debía tomar la decisión, reglas del juego. Detuvo su camino mil veces, cien mil, no supo nunca cuánto tiempo estuvo ahí, siempre oponiéndose, siempre repitiéndole, siempre señalando el camino que debería tomar, insistiendo.

El cuerpo de la chica no tenía un lugar donde no hubiera una picadura podrida y fétida, los pies del muchacho se tornaron tan heridos como el femenil cuerpo.

—¡Hacia el río!  —pronunció una vez más mecánicamente, pero esta vez sus ojos se cruzaron con los de ella. En los iris femeninos brilló el reflejo de un rojo resplandor.

Volteó su rostro hacia el río y caminó hacia él, se sumergió, nadó. Las avispas detuvieron su persecución y retornaron.
Ella salió hacia la otra orilla, su cuerpo desnudo y limpio resplandeció en la oscura atmosfera del purgatorio.

El chico regresó con la última misión cumplida, su pie aún estaba levantado y el otro apoyado sobre el número 1.

Su padre se había enterado, inmediatamente abrió las puertas del infierno dejándolo salir.

—Ve —le permitió al pequeño Satanás lanzándolo a la tierra, donde aprendería de los hombres los pecados más abominables y sabría a que círculo del infierno mandarlos llegado el momento de la expiación. 

martes, 13 de agosto de 2019

GHADA: Cascabeles

Los cascabeles de su tocado tintineaban sobre su cabello azabache envuelto en flores y largos ganchos de metal ornamentados bellamente.  Sonaban a cada paso que daba, mientras ella aparecía despacito entre la penumbra del lugar. 

Movía su cabeza de lado a lado, estirando su delgado cuello cual hermosa víbora de ojos de ópalo y pestañas que envolverían al mismo Lucifer, pestañas que eran la perdición del hombre; oscuras y ondulantes como sus caderas que contaban diferentes historias cada noche, con cada melodía. Se sacudían y arqueaban, se ondeaban en un movimiento interminable como el vaivén de un péndulo.

Ghada disfrutaba, gozaba de pensar como moría, poco a poco, de miedo aquel hombre que escuchaba sus cascabeles acercándose, ¿Sabría que era lo último que escucharía?

Sigilosa se acercó, bailó alrededor del hombre atado, sentado, amordazado. Cada movimiento era perfecto, cada músculo le obedecía. Sus brazos abiertos, relajados, las manos suaves, con la palma hacía abajo, realizaban un floreo perfecto. Su pecho se movía al compás de los hombros que lo llevaban de un lado al otro, haciendo temblar los flecos y joyas colgantes de su corpiño, al tiempo que sus caderas no dejaban de temblar, de hacer bailar la piel de su vientre.

En un delicado movimiento, levantó el brazo sobre su cabeza formando un arco, su mano no dejaba de ondear y con la delicadeza de una lóbrega ninfa, sacó uno de los ganchos de su cabellera.

Hermoso gancho largo, plateado, con el trabajo de un detallista artesano en su cuerpo, que había plasmado pequeñísimos arabescos y figuras circulares en él, toda una joya de punta filosa que se escondía entre los cabellos de Ghada.

Hundió aquel fino ornamento en el ojo de quien la vio horas antes, en el ojo de aquel que había intentado tocarla groseramente durante su baile tribal. En el ojo de quien creyó en la promesa de una noche de pasiones sombrías.

Los gemidos crisparon el ambiente, ella no se detuvo, su vientre se movió al compás de los intentos de grito, vibraba y temblaba haciendo tintinear las joyas de su ombligo. La sangre la iba salpicando de gotas de rubí que adornaron sus caderas y que iban cayendo con su ondear, tiñendo su piel y sus faldas.

Giró en éxtasis, en un arrobamiento infernal de ojos cerrados que sólo podían ver sangre dentro de sus párpados como cardas cortinas. El giro terminó delante del acosador, con su mano golpeando enérgicamente el precioso gancho, traspasando el suave tejido ocular, vaciándolo sobre el rostro del desdichado. La punta halló el cerebro, lo profanó, partió sus rosados lóbulos dejándolo en penumbra eterna. En vital ceguera.

Ghada recogió sus faldas, humedecido el filo por el rojo rio, sacó su gancho, limpiolo en su piel, perdiéndolo nuevamente entre sus rizos.

miércoles, 3 de julio de 2019

ALAS

Extraño mis alas. A veces, cuando camino, la falta de su peso me hace tambalear y trastabilleo casi cayéndome, con el tiempo me acostumbraré seguramente, por ahora, solo atino a mirarme al espejo y tocar las marcas dejadas por ellas en mi espalda. Dos cicatrices en forma de hoz dan cuenta de su antigua existencia. Mis dedos palpan esa rugosidad de la piel que envuelve el duro resto oseo que apenas se asoma entre las clavículas. Aun duele, las heridas deben estar todavía abiertas por dentro. Por fuera, una delgada piel las cubrió pero con la presión, arde, quema, como el lugar donde terminarán mis días, o mejor dicho, donde los sufriré perpetuamente. Duelen si, pero más fue el dolor que sentí al caer. Al sentir el firmamento abrirse bajo mis pies. Caía lento con el aire desnudando mis alas, las veía perder su color, su blanca esencia, abandonaba mi halo mientras mi rostro en uno carnal se tornaba. Mi falta de fe en la deidad me había llenado de dudas ante su amor incondicional lleno de pruebas.

Y caí a la tierra fría, tan diferente a mi cálido hogar entre las nubes, donde su amoroso corazón nos mantenía tibios y amados.

Mis alas fueron quemadas por la conversión al más vulgar ser humano, fueron desprendiéndose en la caída así como mis más arraigadas creencias en la eterna misericordia celestial.

El piso, mojado por la infernal lluvia, recibió mi cuerpo adolorido y desesperanzado. ¿Por qué había dejado de creer? ¿por qué mi fe se perdió entre las miserias del mundo? ¿Por qué la divinidad dejó escapar a uno de sus luceros?

Sin entender las preguntas de mi mente insana, me levanté con dolor, que por primera vez sentía, mi ropaje ensangrentado, denotaba el impacto de mi caída. Tuve conciencia de mi cuerpo gracias al sufrimiento en él. Mis pies desnudos no se acostumbraban al frío del cemento del que estaba hecha la jungla que había escogido como nuevo hogar, quizá me había equivocado, pero la perversión mundana es más grande que el temor al arrepentimiento.

Recogí mis manchadas ropas, sucias de sangre de traición, puercas de remordimiento, impregnadas de incredulidad en mi Dios antes supremo.
Caminé como un crío en sus primeros pasos, con los pies inestables, ignorante del mundo pero avancé, avancé hacia mi nuevo Dios, a sus brazos oscuros, a sus ideas macabras, a la incertidumbre de sus intenciones.



martes, 21 de mayo de 2019

BABETTE



*Favor leer acompañado por la melodía adjunta.

Los ojos entrecerrados de Babette denotaban su cansancio o tal vez su aburrimiento. El hombre bailaba ridículamente movido por una fuerza invisible que lo hacía retorcerse en posiciones imposibles. Su cabeza se doblaba a un lado y otro y giraba transgrediendo todas las leyes de la anatomía, su mueca de dolor era ignorada por la mudez de su boca. Su cuerpo se torció, se dobló hacia atrás quedando su columna en una posición de U invertida que iba apretándose poco a poco, uniendo los brazos y piernas, propinando que la columna se partiera con un sonido a plástico roto. La boca del hombre se abrió desmesuradamente en un grito que nunca se oyó. 

Su cuerpo cayó muerto y unas delicadas líneas de rojos riachuelos se deslizaron por sus muñecas, codos y hombros, así como sus tobillos y rodillas. Unos delgados cordoncillos apretaban la piel de sus miembros hasta abrirla en estrechas heridas por donde se vaciaba el sangrante cuerpo.

Los finos hilos fueron retrocediendo como teniendo vida propia, desatando el cuerpo inerte de su otrora prisión.

Babette halaba sus cabellos rojos que flotaban en el aire como si poseyeran articulaciones y éstas se movían a su voluntad. Echada de lado, sobre su cuerpecillo de plástico, enrollaba su cabellera con la cual había podido manejar a su antojo a esa pobre alma desgraciada que yacía en el suelo, rota, contraída, deshecha.

—Se rompen con tanta facilidad — pronunciaba con esa voz con eco del que su pequeño mecanismo interior la había dotado y un mohín burlón en su rosada boca. Se bajó de la repisa, donde el dueño de la juguetería la había situado para ser admirada. Era tan linda, sus grandes ojos envolvían el mundo, su pelirroja melena, larga hasta llegar al piso, se enroscaba en suaves rizos brillantes, sus mejillas sonrosadas le daban ese aire de vida que no tenían todos los juguetes que sentados alrededor de ella, miraban su extraño actuar. Viles ingenuos, no entendían su magnificencia dentro de su cuerpo de hule.

Babette miró a un punto fijo concentrándose, tarareando la melodía mil veces grabada en su disquito interior y a su ritmo, sus cabellos se alargaron en múltiples veces su tamaño normal y danzaron, bailaron en el aire al ritmo del clásico Pizzicato apoyándose en el piso del lugar con la fuerza para levantarla en el aire y depositarla suavemente en el suelo, junto al cuerpo de su difunto dueño que estorbaba su salida del local. Su cabellera fue envolviendo y levantando los restos del hombre para que ella pudiera pasar, los brazos rotos en mil partes, las piernas grotescamente dobladas, todo era levantado por la fuerza de sus mechones rojos, como envueltos en las flamas más ardientes del infierno.

La muñequita caminaba dejando atrás el encierro, su vestido se movía en la brisa nocturna de otoño y la luna alumbraba las vitrinas de la tienda que reflejaban su libertad. Miró de soslayo la vidriera, su mágico cabello se arrastraba por la vereda, lo levantó para protegerlo. Vio su perfil, deteniéndose por un momento. Su redonda cabeza se destacaba sobre su cuerpo delgado. Era verdad que tenía los ojos más hermosos, más deslumbrantes, en los que cualquier niña soñara reflejarse. Su pequeña nariz en puntita le daba el aire delicado de alguna princesa y su boca, siempre roja, parecía una frutilla madura. Pero su cabeza, el tamaño de ésta, desproporcionada con el resto de su ser, la sumía en la depresión más profunda. Sus ojos se tornaron oscuros, se entornaron en una mirada vacía, sus labios, antes hermosos, adquirieron un rictus duro, caminó con pasos fuertes, como si sus pequeños pies de jebe pudieran hundirse en el cemento como en piel arrancada. Ya pagarán todos los impíos, ya sus cabellos enredarán sus cuellos, atravesarán sus cabezas de oreja a oreja y entrarán por sus bocas saliendo por sus ojos infieles. Ya amarrará sus miembros, cual titiritera orate, para hacerlos bailar, bailar hasta que sus articulaciones se desprendan de los huesos, hasta que los huesos sobresalgan de la piel marchita, hasta que la piel hecha jirones se despegue del cuerpo, hasta que el cuerpo se convierta en una masa informe amarrada por divinos hilos de cobre. Y, en ese momento, le tocará bailar el hermoso Pizzicato que cantará desde su disco de plástico para que pueda hundir sus piececitos en cada órgano extirpado, caído fuera del cuerpo por entre las heridas abiertas. Cuán feliz sería embebida en el rojo matiz de la esencia vital, su figurita de jebe absorbiendo el rojo líquido, el límpido extracto. Las gotas de rubí subiendo por sus formas hasta llegar a su cabello, tiñéndolo aún más, adquiriendo su rojo color característico, rojo de cada víctima, de cada cuerpo vaciado. Babette dobló la esquina, su melena voló al viento y el sonido de sus cortos pasos se perdió en la inmensidad de los sonidos nocturnos.