El cuchillo entró entre la piel y
el musculo rojo como un ladrillo recién horneado. De un tajo vertical abrí su
espalda y rematé con otro horizontal formando una cruz sangrienta. Las gotas de
sangre comenzaron a brotar de la herida, fueron uniéndose una a otra como un
rosario de cuentas escarlata. Los riachuelos de sangre bermeja fueron cayendo
formando sobre la piel blanca y desnuda líneas curvas y abstractas decorando la
cintura, la cadera y las nalgas con diseños caprichosos que cruzaban las
piernas bajando finalmente al piso donde formaron redondos charcos casi
simétricos.
Inquieto porque el sedante
pierda su efecto, acerco el plateado cuchillo a su rostro terso, el borde la
acaricia como un amante deseoso por mejillas, nariz y boca. Introduzco la punta
entre sus labios y dientes entreabriéndolos mientras el filo hace su trabajo y
sus labios sangran como los de una virgen en su primera noche. Un gemido bajo
me hace estremecer y el parpadeo de sus ojos libera el brillo de sus pupilas
que se clavan en las mías con una mirada de terror y un grito que sale desde lo
más profundo de sus entrañas.
Su cuerpo se balancea colgado de
los brazos al techo del lugar mientras trata inútilmente de zafarse, me
pregunto porque pierden energía haciendo eso, ¿no ven que es imposible?
Llora, llora lastimosamente
suplicando, también inútilmente, sus lágrimas se unen a su saliva sonrosada por
la sangre y caen sobre su pecho que agitado salta como convulsionando haciendo
rebotar las gotitas transparentes y formando caminitos en sus pechos.
La punta del cuchillo se hunde entre
sus senos y se abre camino hasta el ombligo que como una rosa roja abre sus
pétalos que van llenándose de dulce sangre colorada.
Doy la vuelta colocándome a su
espalda nuevamente. Los gritos retumban en las paredes de fierro del
contenedor, el eco hace suyos mis sentidos que se llenan de él y su energía. El
desgarro de sus alaridos va ingresando por mis oídos y acaricia el interior de
mis ojos, mi cerebro acelera mi corazón que en un arranque de embeleso ordena a
mis manos tirar. ¡Si tirar! Tirar de esa punta de piel que apenas cae
despegándose del musculo. La arranco de un tirón con un grito salvaje de guerrero
apache. Y mi musa grita, chilla, aúlla mientras acaricio mi rostro con ese
pedazo de dermis suave, tibia y húmeda, aun palpitante. Su espalda, como un mapa informe, se llena de
gotas incalculables que forman un manantial de sangre que baña mis pies
desnudos y rellena el espacio entre mis dedos.
La voz de ella es un gemido
inaudible ahora, un hermoso canto al bien morir que me honra como a su dios en
la tierra. Su cabeza cuelga sobre su pecho llenándolo de saliva que resbala por
la comisura de sus labios partidos. Levanto su rostro mostrándole la pequeña
parte de ella que acabo de hacer mía, el colgajo sanguinolento se mece frente a
sus ojos inyectados. Su corazón palpita
fuerte, casi puedo oírlo y quiero sentirlo en mis manos, quiero sentir sobre
los propios latidos de mis venas su sístole y diástole. Mis dedos se posan cual
mariposa de la muerte en la abertura entre sus senos y arrancan al mismo tiempo
ambas partes de piel ¡Sinfonía de sonido antes del silencio absoluto! Antes del
devenir de la muerte. Mi cuchillo, artista escrupuloso, encuentra el camino
entre las costillas, abre pulmones en una cascada de sangre y pedazos del
órgano que van deslizándose como pequeñas esponjas durante el baño más cálido. Sigue
hacia el sur de su cuerpo bendiciendo su vientre con su sagrado filo que en un
vomito grotesco expulsa metros de intestinos que calientes caen sobre mi
abdomen llenándolo de un líquido viscoso y grasiento, abrazándome como víboras desolladas
enroscándose en mis piernas.
Mi musa ya no respira, se fue su
alma en aquel último alarido, en aquella oración de alabanza a este servidor
encargado de enviarla al Nirvana ayudando al Dios supremo a llenarlo de ángeles.
Ante mis ojos se presenta su
cuerpo desollado, en musculo puro, cada pliegue con que se forma y recubre los
huesos, con ese color en carne viva que me colma los ojos y el alma. Con mis
propias manos abro sus costillas, el crujido es exquisito al extirparlo del
cuerpo y al fin tomo el órgano gozoso del amor entre mis dedos, aun esta tibio
pero ya no late, esta partido. Lo acerco a mis ojos cerrados acariciando mi
piel con él, sintiendo su superficie resbalosa, húmeda, indiferente. Lo levanto
presentándolo a mi Dios como prueba de un ángel más que va en camino y abriendo
mi boca clavo mis dientes aserrados arrancando un pedazo de la noble pieza que
se une a mi cuerpo haciéndose parte de mí.
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