*Favor leer el presente relato con la melodía adjunta.
Caminito de piedras con paredes
de colores, frente al riachuelo plateado que brilla lleno de lucesitas
cantarinas que se deshacen en las pupilas de uno, recibe la fina lluvia de esa
tarde grisácea y ventosa en que la conocí.
Delgada y ojerosa con su tosecita
ahogada, con todo el peso de la vida en el alma. Vendía su sonrisa en la puerta
de aquel viejo edificio de balcones de madera. De pie, en ligeras ropas, con el
frío de julio, su sonrisa falsa cubría su historia plomiza como la tarde.
A diario, bajaba del tranvía con
mi uniforme de colegial y pasaba por su puerta cargando mis libros, levantaba
el sombrerito en un gesto de saludo mientras mis medias blancas, caídas, casi
se arrastraban.
Ella no sabía que yo existía pero
vivía en mi corazón de quinceañero.
Ahorré todo el verano, quería
conocerla y con toda la vergüenza del mundo entré a ese lugar prohibido, a esa
casa del demonio que mi madre me prohibió siquiera mirar.
Las chicas en fila esperaban,
fumaban, jugaban con sus rizos entre los dedos con las uñas mal pintadas, soñaban
en mejores días con la mirada fija en algún punto del vacío delante de ellas.
Sus poses exageradas deseaban alentar a uno a escogerlas. Pero yo ya tenía a mi
elegida.
Me paré delante de ella y tomándome
de la mano subimos al piso de arriba entre los gritos de sus compañeras para
que me hiciera “debutar” de la mejor manera y risas que me parecían hasta cándidas
en ese momento.
Entramos a una habitación que
tuvo tiempos mejores, el tapiz de la pared se caía por trozos y las cortinas,
de terciopelo viejo tan raído, casi no cubrían el paso de la luz; una jarra y
un tazón de loza blanca despostillado eran la única fuente de sanidad, la cual
usó antes de ayudarme a desvestirme y acostarme en la cama. Desató el cinturón
de su gastada bata blanca. Al fondo se escuchaba un triste tango y juraría que
dejó caer su ropa al compás de aquella canción mientras se cubría la boca con
un pañuelo percudido al toser. El corset apretaba sus pequeños senos que se
asomaban cual palomas blancas de invierno, fue desatando sus lazos mientras mis
ojos recorrían cada movimiento de sus manos liberando su albo pecho. Subió uno a
uno sus pies a la cama bajándose descuidadamente las medias que cubrían sus
piernas hasta medio muslo. Con la boca abierta seguía cada uno de sus movimientos,
su cuerpo se movía grácil como el de una bailarina aunque su mirada triste no tenía
destino. Quedó desnuda ante mí, tan delgada y frágil que sentía que podía
romperse si la abrazaba con fuerza.
El olor a jazmín de su cabello
llegó a mí como brisa del más dulce sueño, posó sobre mí su cuerpo llevándome cómo
se lleva a una pareja de baile. Alrededor mío todo era calor, piel y jazmín, el
dormitorio ya no existía solo el vaivén de su cuerpo que me descubría al más
sublime placer.
Al terminar, se puso de pie dándome
un paño húmedo para que me limpiara mirándome de reojo al ver mi cara
avergonzada aunque feliz.
“Eres dulce” – fue lo único que escuche
de su voz mientras se vestía encaminándome a la salida.
La verdad, mi recuerdo del mismo
hecho es vago, como sombras de colores que se anteponen unas a otras pero el
negro de su cabello sobre sus hombros tan pálidos, el rojo del labial corrido
de su boca y sus ojos, que en algún momento se encontraron con los míos, son
tan nítidos aun como un sueño tangible.
Supe que se agravo su tos, esa
tos que cortó su vida entre sábanas manchadas de gotas rojas de la sangre de mi
Florencia, de mi paloma blanca con su sonriente tristeza.
Seguí pasando, pasando por
aquel umbral vacío, convertido ahora en el bar La Perla. Y juro que aun siento
el olorcito a jazmín que me abraza y me lleva a ese dormitorio húmedo y de
madera crujiente con la única ventana por donde las chispas de las aguas del
delgado río destellaban en sus ojos.
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