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miércoles, 20 de junio de 2018

ALAS MARCHITAS



*Favor de leer el presente relato con la melodía adjunta.

Sus ojos cerrados sentían, sobre sus parpados, cada nota. Su cabeza, apoyada en el violín, se movía al compás de éste, del movimiento que sus manos le infringían al instrumento de sus desventuras.

En su cabeza dañada, las imágenes de sangre venían solas y recurrentes. Bellas manchas escarlata que formaban dibujos irreverentes, imposibles. Sangre de sus víctimas que coleccionaba en sus vestidos blancos.

La violinista lamía por momentos el arco, el arco que teñido de sangre era compañero de sus escapes. De sus aventuras en la tierra de los muertos, pues luego de su paso, ya no podía existir vida, debía llevarse alguna de las almas, engendrar dolor.

Sus pasos, las huellas que dejaba en el camino, eran cubiertas con lágrimas de sus semejantes que perdieron un ser querido en sus manos. Lágrimas de madres, cuyos pequeños durmieron en el regazo de la delgada asesina. De la pequeña parca disfrazada de dulce música.

Su rostro, en un gesto de placer sublime, se movía al compás de cada acorde que el violín lloraba. Sus ojos se apretaban en las notas más altas y su boca se relajaba en las más bajas.

Esperaba la hora etérea, la hora oscura, la más lóbrega de la noche, aquella que la invitaba a matar.

Bajó de entre los tejados que la cubrían, de los techos que eran su hábitat y su camino. Los pequeños eran su alimento, nutrían su placer más profundo, su apetito por la muerte, alimentaba su corazón enfermo con el palpitar de los pequeños corazones que se iban deteniendo en sus manos.

El cabello al viento, en un movimiento retrasado, la diferenciaba de cualquier ser mortal. Su deteriorada cabeza, como la de una muñeca, no se dejaba ayudar, ella era feliz así, malograda y rota.

Caminó, sus pequeños pies descalzos sobre la nieve de París no tenían frio, su clásico vestido blanco de tul llevaba, esta vez, los encajes más primoroso en los que, en poco tiempo, correría la sangre infantil llenándolos de vida, decorándolos.

A esa hora la iglesia estaba vacía. Solo los pequeños huérfanos dormían en los escalones, buscando una misericordia negada, la compasión que ni Cristo les había dado. El violín seguía resonando en su cabeza y ella caminaba a su ritmo, tarareando despacito.

Se sentó en un escalón de la iglesia, donde la nieve no había hecho escarnio todavía. Acarició el cabello de un ángel de ébano. Sus ensortijados rizos envolvieron sus dedos pálidos y largos. Levantó la frágil cabecita acomodándola en su regazo.

—Pequeño querubín de alas marchitas ¿qué hace un ángel como tú en el frío hielo? Bendición abandonada al frío invierno ¡qué cruel destino te espera en estas calles! — susurraba al niño acariciando sus cabellos negros.

El pequeño la miraba sereno, con los ojos entrecerrados por el frío, el hambre y el sueño. Un hada, pensó el pequeño, el cual no había sido acariciado por mano amorosa. Se dejó llevar por su cariño, no importaba de donde viniera, era calor, abrazó del talle al demonio mismo, escondido en la forma de una flor.

—Duerme pequeño serafín de negro cutis, duerme, cierra tus pequeños ojos de aceituna— sus dedos rodearon el cuello del pequeño que sintió el calorcito de su piel. Apretó sus manos de uñas largas, inclinó su cuerpo sobre el niño atrapándolo como nívea araña.

No pudo hacer nada el infante ante su fuerza, las blancas manos se llevaron su existencia , dedos marcados en su cuello ya sin vida. El arco del violín sirvió de daga, el arco preparado para estos hechos trágicos, afilado por su dueña de dulce vestimenta. Se hundió la punta en el pequeño pecho, corriendo hasta el estómago vacío. Pobre ángel hambriento que ella había salvado del aliento de la cruel vida.

La sangre brotó tibia como suave río, como delicado arroyuelo de tinta mora. Echado aun en su regazo, tiñó la blanca tela llenando el encaje del vestido , dibujando intrincados arabescos e hilos sinuosos que se impregnaban en el tul.

Alrededor, la noche abrazaba el aire. La luna acompañaba el sueño de los justos, de los abandonados. Se puso de pie, acomodó el cuerpecito en el escalón vacío, besó su frente agradecida por saciar su sed maldita.

Y se fue, chorreando sangre su vestido, cayendo en la nieve que se abría a cada gota. Se fue dejando muerte una vez más, se fue con su violín en la mano, tarareando como había venido. Se fue con su cabello negro que flotaba en el aire blanquecino. Se fue meciendo su cuerpo al compás del violín que fue acallando su sonido.

Nadie entendía su bondad.




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